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La precariedad empuja a delinquir
Era una noche oscura, silenciosa, amenazante de lluvia, y la Luna oculta detrás de negras nubes, cuando dos hombres, de 45 años de edad cada uno, ultimaban detalles para llevar a cabo un robo que, entusiasmados, pensaban que iba a cambiar sus vidas para siempre.
Javi y Dani, amigos desde niños, buenas personas, estaban viviendo años difíciles, con escasez, incluso carencia hasta de lo más imprescindible en sus respectivas casas, y pensaban que un robo podría ser el pasaporte hacia la libertad económica, y así recuperar la alegría y la normalidad de décadas anteriores.
Vestidos completamente de negro, y con máscaras negras que ocultaban sus rostros, una madrugada se deslizaron por una avenida hacia su objetivo: la joyería más acreditada y mejor surtida de la ciudad: “El Diamante”.
Días antes habían inspeccionado meticulosamente el local y todos sus alrededores, percatándose de que las alarmas se desactivaban todas las noches a las 02;00 Horas AM. No obstante esa precaución, la tensión en el aire era palpable; sus corazones latían como timbales mientras abrían una de las puertas traseras con una ganzúa larga de acero.
Ya dentro, se apresuraron en destrozar las vitrinas de cristal y recoger joyas. El brillo de los diamantes y el de las piedras preciosas y las piedras semi preciosas iluminaba sus ojos con una codicia desmesurada.
En un tiempo récord para su nula experiencia en este menester, llenaron dos mochilas con diamantes, y pulseras, anillos y relojes, todo ello en oro de 24 quilates. La adrenalina fluía vertiginosa por sus venas mientras se aligeraban para acabar antes de que las alarmas se activasen de nuevo.
Justo cuando los dos creían que estaban a salvo, un ruido inesperado resonaba en el interior de la joyería; las alarmas se habían activado automáticamente, emitiendo un ensordecedor pitido que borraba de un plumazo el silencio de la calle y de otras calles colindantes. Se miraban con terror, mientras la luz roja de seguridad parpadeaba. Como no eran ladrones profesionales, habían subestimado la rapidez con la que las alarmas se activaban nuevamente.
Sin otra opción, corrió Dani hacia la salida, hacia la calle, con una mochila pesada, fruto del botín. Mientras Javi, con otra mochila forcejeaba la cerradura de otra puerta, el inconfundible sonido de la sirena de los autos de la policía se acercaba velozmente a sus oídos. A duras penas consiguió Javi abrir la puerta, y corrió, a la máxima velocidad que le permitían sus pies y la carga, por un pasillo angosto, pero las luces rojas y azules de los coches patrullas parpadeaban cerca de ellos.
Con el aliento entrecortado se escondieron en un tétrico portal de una casa abandonada. Mientras observaban las luces de los coches de la policía acercarse, el arrepentimiento empezaba a apoderarse de ellos. Se daban cuenta, aunque muy tarde, de que habían tirado por la borda sus vidas y sólo por un puñado de joyas. El peso de su acción criminal se hacía sentir más severamente mientras oían la radio de la policía informando a la jefatura central de la descripción física de los dos delincuentes.
Exhaustos y con remordimientos se entregaron, brazos en alto. Su sueño de una mejor calidad de vida se desmoronaba ante sus ojos. Asumieron cargos por robo con premeditación, nocturnidad y alevosía, enfrentándose a los años de cárcel que sentenciase Su Señoría el el señor juez.
Aquellos amigos de siempre, en lugar de encontrar una libertad económica, encontraron el principio de un largo camino hacia la redención y el perdón por su acción delictiva.
De improvisados rateros, pasaron a ambiciosos criminales. Una lección de vida sobre las consecuencias de actos punibles.
Antonio Chávez
Sevilla julio 2024