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La vagina de la señorita Oriol

antonio chavezantonio chavez Miguel de Cervantes s.XVII

La vagina de la señorita Oriol 

El día en que la doncella de la adinerada señorita Oriol caía enferma y moría y tuvieron que buscar y poner en su lugar a otra mujer, cuya torpeza no le permitía siquiera encender una simple chimenea, era cuando Guille, un muchacho de 18 años que trabajaba en su hacienda, se obsesionó con ella, y con el olor de su vagina.

Ese mismo día, la nueva doncella hacía llamar a un obrero, escogido al azar, para que encendiese la chimenea de la alcoba de su ama, para calentarla en esa fría noche de otoño.

El elegido era un tal Guille, que entraba a la alcoba apestando a caballo, y sin perder tiempo se ponía manos a la obra. Esa noche era la primera vez que hablaba con su señorita: mujer guapa, rubia y metidita en carnes y que llevaba un picardías celeste transparente, que dejaba entrever los pechos y la vagina. Pero su rellenita figura lucía más a la luz de la vela, que Guille llevaba en la mano y que a su vez entregaba a su señorita.

Se le encandilaban los ojos al entusiasmado Guille, hasta el extremo de que poco faltó para que le costase una quemadura su desconcierto. No podía apartar los ojos de los mamelones que el camisón dejaba ver palmariamente: redondos, firmes y amarronados. Cuando la señorita Oriol puso la vela sobre la mesilla, la luz iluminaba poco la vagina, pero, con disimulo Guille, orientó adecuadamente la vela para verla mejor, abultándose más su bragueta con tan excitante visión: una mata rubia anidaba en aquel triángulo.

—¡Quillo, que te vaj a quemá! –le gritaba la nueva doncella, que era una castiza pueblerina andaluza, devolviéndole a la realidad.

Guille se apartó de la mesilla y por ende de la vela.

—Ea, poya te pue jí a currá. Pero deja ejo de pajo en la lavandería -le dijo de nuevo la doncella, señalando una cesta con ropa sucia.

Y Guille se fue enseguida a su trabajo de cada día, intentando disimular su erección bajo los pantalones vaqueros.

En su trabajo recordó la ropa interior que contenía la cesta. Aprovechando que no estaba el capataz, se encaminó de nuevo hacia la lavandería, en la que no había luz, mirando a todos lados para asegurarse de que nadie hubiese por allí. Buscó a tientas en la cesta con ropa y apareció una prenda íntima que olía a un perfume de los más caros. Pegó la nariz al lado que correspondía a la vagina e inhaló con fuerza; aquel olor le pareció una mezcla de marisco y flores embriagadoras. Estuvo un buen rato con la prenda sobre la nariz, yendo su erección tan en aumento que llegó a pensar que la presión iba a romper la tela del pantalón.

Y a partir de ese día, una obsesión por su ama y por su increíble cuerpo, nublaba sus sentidos. La conocía de pasada cuando comenzó a trabajar en su hacienda, mes atrás, pero nunca había pensado en ella de la manera que ahora lo hacía. No podía quitarse de la cabeza el olor de su vagina y tampoco su cuerpo desnudo, que había visto, o creía haber visto la noche en que había ido a encender la chimenea de su alcoba. Finalmente, terminó perdiendo el control de su imaginación y de su pene.

Cuando llevaba el ganado a pastar o iba a arar con el tractor, no se centraba en las tareas. Sólo se imaginaba a su ama en pelotas, acariciándose sus generosos pechos y metiéndose dos dedos entre el bosque de su entrepierna, y acercándoselos a él para darle a probar los flujos de su fruto, que era de un olor tan envolvente que loco lo volvía. Y él, idolatraría hasta el último palmo de su cuerpo, con besos en pechos, muslos y trasero. Y por último, hundiría la lengua en la vagina y quedaría embriagado con el recuerdo del aroma que salía de la cesta con la ropa sucia.

—¡Guille, ¿estás empalmao?! –era el capataz de la hacienda, que con esas palabras lo despertaba de su porno letargo.

—¡Yo...no! ¡Yo… no…! -eso era lo único que podía decir, tartamudeando y azarado, el pobre muchacho.

—¡Entonces saca el pepino que llevas en tu bragueta y deja de arar la carretera, que el campo está en la otra dirección!

Los otros obreros se echaron a reír, y Guille se percató de que su erección era tan grande que se podía ver desde lejos.

Pasaban los días y el rendimiento de Guille bajaba, mientras su imaginación subía a morbosa, y siempre con su señorita en la cabeza.

Un sábado por la noche, el capataz lo invitó a un puticlub de carretera, para ver si se le tranquilizaba el pene. Pero ninguna de aquellas hermosas prostitutas podía compararse con su señorita.

—¡Más te vale que controles la nutria que llevas entre las piernas, porque como sigas así no tendré no tendré más remedio que despedirte! -le dijo muy en serio el capataz.

Echándole valor, pensó que tenía que declararse a su ama. Era probable que lo rechazase, y si no, el irascible ricachón del padre no iba a consentir que su hija compartiese cama con un peón, por lo que acabaría echándole. Pero como esto último parecía inevitable, decidía hacer lo pensado.

—Señorita, yo me llamo Guillermo, pero me dicen Guille, y soy un peón de su hacienda. Una noche encendí la chimenea de su alcoba, y usted se encontraba en ropa de dormir, luego su criada me ordenó que llevase su ropa sucia a…

—¿Mi ropa sucia? -le interrumpió, dejando salir su voz, tan provocativa como todo su cuerpo.

—Sí, su ropa sucia, y desde esa noche estoy enamorado de usted.

Confundida, le argumentó:

—¡Pero si mi ropa sucia siempre la recogen por las mañanas, nunca por las noches! Esa cesta de la que tú hablas debía contener ropa de mi padre, cuyo dormitorio es ese de ahí arriba -señaló con la mano.

-sigue y termina en página siguiente-



Comentarios

  • antonio chavezantonio chavez Miguel de Cervantes s.XVII
    editado 10 de julio

    A Guille le entró un asco súbito. Corrió hacia las afueras del caserío, y ya allí se puso a vomitar. La señorita lo siguió, sin poder contener la risa. Una vez al lado de él, dejó de reír, lo miró y le dijo:

    —Mira, Guille, mi padre es viudo, y supongo que de vez en cuando se dará un homenaje con una de sus manos –hacía gesto obsceno con la mano derecha, los que causaron que Guille vomitase más aún.

    —¡Soy el más tonto del globo! –y empezó a llorar.

    A la señorita le dio lástima y lo estrechó entre sus brazos.

    —No eres tonto -le secó las lágrimas con una de sus manos-. Mira, ve ahora a lavarte, y después regresa de nuevo aquí sin que nadie te vea, ¿vale?

    La mirada que Guille dedicó a su ama era tan tierna que ella se estremeció.

    Y se acostaron juntos. Y Guille fue el primero en desvestirse.

    —¡Eh, Guille, tu pene está impaciente! –dijo sonriendo y mirando su erecta tranca, de la que ya empezaba asomar líquido seminal.

    Despacio empezó a mostrar ella cada parte de su explosiva anatomía, como sirviendo la carne poco a poco. Primero, los muslos, duros y firmes, que Guille besaba y recorría con la lengua, y luego, cayéndosele la baba, chupó cada uno de los dedos de los pies de su espectacular señorita.

    —¡Qué fogoso! –exclamó la señorita.

    Después se quitó el vestido y la ropa interior y, ya completamente desnuda, se volvió hacia Guille que, loco con aquellos pechos a su merced, su lengua lamía desesperadamente los mamelones. Llevó dos dedos al mirto de su ama, agitándoselo, a la vez que le chupaba el cuello. Y ella, con palabras sucias, lo incentivaba más aún:

     —¡Pues sí que sabes tú encender bien las chimeneas! –le dijo, guiándole la boca a su mirto, ya chorreando y durísimo.

    La lengua de Guille navegaba por aquel territorio encharcado, deteniéndose en la vagina, que olió y fue entonces que se aclaró su duda: aquel olor era más glorioso que el que recordaba de la prenda de la cesta con ropa sucia.

    Toda la noche se la pasaron haciendo el amor, descargando los dos tres veces. Pero Guille tenía que salir de la alcoba antes del alba, ya que sería catastrófico que el padre de ella los sorprendiese juntos.

    —¡Señorita, solo quiero que volvamos a acostarnos de nuevo! –entusiasmado le dijo Guille antes de salir.

     —¡Seguro que sí, Guille! Pero la próxima vez tráete contigo a Pablo, a Juan, a Pepe, a Jorge, a Elías, a Jaime, a Felipe, a Tomás, a Luis… e incluso a las dos hijas del capataz. Todos ellos trabajan contigo en mi hacienda y también vienen por aquí, de vez en cuando, atraídos por el olor de mi vagina.

     

    A Chávez López
    Sevilla julio 2024

     :)
     
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