Sevilla julio 2024

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En busca del árbol del olvido
Mi buen amigo. Cuando salí de nuestro pueblo y empecé este viaje en busca de conocimientos, prometí hacerte llegar noticias mías y también información de los extraños lugares que hasta ahora he visitado.
Cumplo con mi promesa haciéndote saber que a un mes de haber partido y luego de recorrer grandes distancias es poco lo que he podido aprender; el mundo responde a mismas reglas, por lo que más allá de pequeñas diferencias en la disposición de las cosas, en casi nada difiere nuestra tierra de las que hasta ahora he recorrido.
Si esperas relatos de extraños seres te diré que quedarás desilusionado, pues sólo faunos como nosotros y náyades como las del otro lado del río de nuestro pueblo es lo que he encontrado en mi caminar. Y en cuanto a costumbres y leyendas, llevo la cabeza llena y rebosante el corazón, ya que pródiga es esta tierra en estas cosas.
La que más fresca tengo en mente por la impresión que me ha dejado, por haberla vivido en carne propia y por haber variado el destino de mi viaje, es la del “árbol del olvido”.
Ocurre, según he podido comprender, que en esta parte del bosque que cubre las montañas que desde las rocas altas del río se pueden ver hacia el sol naciente, las náyades son más bellas que las que conocemos, y también más longevas, como tres veces más largas son sus vidas que las de nuestras vecinas, ya que llegan a contar doce veces cien en su mayoría, y algunas han sobrepasado las veinte veces cien.
Dicen los que de ellas tienen conocimientos que vivir tanto, carga sus cabezas y sus corazones de los recuerdos que, amargadas y tristes, acaban pidiendo la muerte desde la mitad de sus vidas y maldiciendo la longevidad que otras razas envidian.
Hace mucho, una de ellas, de quien no me han dicho su nombre, descubrió por un casual el árbol del que te hablo.
La náyade que te relato vivió tres veces cien de su vida, sin conocer el amor, hasta que de alguien se enamoró, pero quien lo cuenta no tiene memoria de su nombre. Vivieron felices en el bosque un amor que los colmaba, sin pensar en el mañana. El amado fue envejeciendo, mientras ella conservaba la lozanía que la convertía en la más bella de su especie. Pero el tiempo mató a su amado y el sobrevivirlo por tanto tiempo enloqueció a la náyade, que una noche se internó en el bosque en busca de la muerte, que creía debía llegarle pronto a raíz de las salvajes bestias que allí moran o de los humanos que lo recorren, matando toda vida que se les atravesase.
Pero increíblemente para ella y para los que hemos conocido este relato, sobrevivió al primer día entre montes, y cuando llegó la noche, segura de que en la oscuridad habría de cumplirse su destino, se posó bajo un añoso árbol y reclinando su espalda contra su áspero tronco, la muerte esperó.
Parece que antes llegó el sueño y pasó la noche sin que ningún hecho alterase la tranquilidad de esa parte del bosque. Con la aurora y el murmullo del canto de los druidas, festejando la aparición del astro soberano, volvió la conciencia a su cuerpo y la náyade despertó. No recordaba el motivo de encontrarse en el bosque, y aunque un poco entendía de sus pasados recuerdos, no lograba precisarlos; los había olvidado. El recuerdo de su amado, el de su propia felicidad y de su posterior pena, había dejado en su cabeza una nube de piadoso olvido, y, atravesando el bosque, volvió a su morada.
Las náyades de esa región, que conocían de su tristeza y de la decisión que había tomado, asombradas estaban de verla retomar la rutina de su vida, y lo más insólito, cantando por los senderos mientras recogía, entre nueces, almendras y castañas, su sustento diario.
Tan extrañadas se hallaban que organizaban un cónclave entre las más ancianas, para tratar el asunto y se preguntaban unas a otras: 'si todas sufrimos tanto como antes ella, ¿podríamos ser felices como lo es ahora ella?'.
Convencidas de que todo eso era posible por algún conjuro secreto decidían preguntarle para disfrutar también de tan esplendorosa oportunidad. Al ser la interpelada, sólo pudo contar lo que vagamente recordaba de aquella noche, que no debe de haber diferido mucho de lo que yo te cuento.
Puestas al tanto de todo lo ocurrido, las náyades concordaban que el secreto debía estar en ése árbol; la afortunada, también de acuerdo, las guiaba hasta él. Una por noche y por riguroso orden de edad, dormían bajo el tupido follaje, perdiendo sus tristes recuerdos y recuperando su felicidad.
Desde entonces hasta ahora, cuando una náyade comienza a cambiar su juvenil carácter por ansiedad, las más viejas las llevan al bosque, a dormir bajo el árbol.
Hasta aquí, la historia tal como te la cuento debe parecerte inverosímil como a mí me habría parecido, si no mediaran circunstancias especiales, que paso a referirte.
Antes de conocer los hechos, porque era la primera noche que pasaba en este lugar, me encontré en un bosque en el anochecer, y cansado detuve la marcha junto a un arroyo, donde refresqué mis pies en agua clara.
Cené tallos tiernos de hierba y busqué algún lugar donde dormir. Sabes que a mi edad pienso tener la vida aprovechada y, no temiendo la muerte, no gasto tiempo en precauciones, así que decidí pasar la noche bajo un árbol. Como te podrás imaginar, el árbol elegido al azar, por extraña casualidad, es el mismo de esta historia.
Avanzada la noche pude conciliar el sueño y durante esas horas los recuerdos de mi infancia y mi juventud volvían con nitidez, y los detalles más insignificantes se me presentaron palmariamente y nada escapaba a tan inaudita revisión.
Desperté al amanecer, recordando vivencias insólitas de mi pasado; por ejemplo, el lugar exacto donde dejé mi primer juguete, cosa que no pude recordar en su momento, teniendo que darlo por perdido.
Confundido con esta nueva dimensión de mi memoria, a punto he estado de dejar el viaje y volver a casa con ustedes en ese momento para pasar lo poco de vida que ya pueda quedarme, más entregado a todos los recuerdos de lo conocido que al aprendizaje de lo ignorado.
Pero ha querido el azar que al emprender la vuelta topase con un campamento de nuestros congéneres y, bien recibido, conté mi extrañeza e informados me pusieron al tanto de la historia.
Supongo que, como a las diferentes especies, el árbol afecta distintamente a faunos y náyades, bendiciendo a ambos.
A aquellas longevas, quitando de sus almas los recuerdos que en sus largas vidas van acumulando, y a nosotros, que sólo vemos unos pocos inviernos, potenciando nuestras vivencias para que nuestras cortas vidas sean más plenas.
Amigo, el mundo guarda aún muchos secretos para los de nuestra raza, pero creo conveniente dejar a la gente joven la tarea de desentrañarlos.
Volveré a tu lado y te prometo, junto al calor de una buena hoguera y con un buen café de por medio, contarte el resto de las leyendas que hasta ahora he podido conocer.