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La criada y el hijo del marqués

antonio chavezantonio chavez Miguel de Cervantes s.XVII
editado julio 2024 en Narrativa

La criada y el hijo del marqués

En una imponente hacienda, situada en la Sierra Norte de Sevilla, más concretamente a las afueras del pueblo de Alanís, vivía un aristócrata. El marqués, Don Gonzalo de Arias y Figueroa, viudo con mucho poder y mucha influencia, además de ser un millonario, conocido por su estricta disciplina y su fuerte carácter. Empero, en el centro de su vida había una persona que lo iba a desafiar de una forma inesperada: su único hijo de 18 años, el joven, heredero a marqués Alberto.

Alberto era un chico con un espíritu libre y un corazón soñador, cualidades que contrastaban con la rigidez de su padre. La vida en la hacienda era estricta y meticulosamente organizada, con cada miembro del personal cumpliendo su papel con precisión. Entre ellos, había una joven asistenta, Carmen, de 18 años, la cual provenía de una familia humilde del pueblo y había comenzado a trabajar en la hacienda para ayudar económicamente en la casa de sus padres.

Carmen era de una belleza deslumbrante, con los ojos del color del castaño y una sonrisa que iluminaba todo. Aunque su trabajo era duro, siempre lo hacía con actitud positiva. Alberto la había observado durante mucho tiempo, fascinado por su belleza, por su forma de ser y por su inquebrantable alegría. Su interés por ella empezó como simple curiosidad, pero con el tiempo, ese sentimiento se transformó en algo más… complicado.

El joven Alberto, harto de las clases de esgrima y de equitación y de las lecciones de inglés y francés que su padre insistía en imponerle, encontraba con la presencia de Carmen un refugio de frescura y simplicidad.

Un atardecer, mientras paseaba por los jardines de la hacienda, la vio sentada en uno de los bancos, descansando un poco después de una ardua jornada de trabajo. Alberto, atrevido pero decidido, se acercó a ella.

—Buenas tardes, Carmen —le dijo con una sonrisa nerviosa. Carmen alzó la vista, sorprendida, y se puso de inmediato en pie, haciendo una reverencia.

—Don Alberto, ¿en qué puedo servirle? —preguntó, con una mezcla de respeto y timidez.

—Por favor, siéntate y déjate ya de reverencias y del tratamiento de don. Yo no soy mi padre ni estoy aquí como su hijo, sólo como Alberto y te pido que me admitas como amigo —respondió él, haciendo un gesto para que se sentara de nuevo.

Carmen dudó un momento, pero finalmente se sentó, aunque con evidente incomodidad.

—Nunca he tenido la oportunidad de hablar contigo por mor de mis permanentes estudios —siguió hablando Alberto—. Me preguntaba cómo te va en la mansión. ¿Te gusta trabajar aquí?

Carmen lo miró con cierta cautela, pero su interior le decía que sus intenciones eran buenas. Le habló de su familia, de sus ideales y de sus sueños, que eran modestos, pero esperanzadores.

Alberto escuchaba con atención, sintiendo una conexión genuina y profunda con Carmen.

A partir de ese día, Alberto buscaba excusas para pasar más tiempo con Carmen. Empezaron a verse en los rincones menos transitados de la hacienda o en los jardines y hablaban de sus vidas y compartían confidencias. Y Alberto descubrió que era una chica inteligente que tenía una fluida verborrea, a pesar de su poca formación escolar.

La relación entre ellos se fue intensificando, y ambos empezaron a experimentar sentimientos que nunca habían conocido. Carmen, por su parte, estaba dividida entre su creciente Amor por Alberto y el temor de lo que podría suceder si alguien descubriese sus encuentros. Sabía que la diferencia de clases sociales era un abismo casi imposible de superar, y temía las posibles repercusiones.

Un día, mientras permanecían escondidos en la biblioteca de la hacienda, Alberto cogió la mano de Carmen y después la besó en los labios, sin que ella hiciera por impedirlo, porque se había enamorado de Alberto.

—Carmen, estoy convencido de que te amo —le dijo en un susurro—. No me importa lo que piense o diga mi padre. Quiero estar contigo, y quiero casarme contigo, si es que tú también quieres.

Carmen sintió su corazón acelerarse, y por unos momentos dejó que la felicidad la invadiera, pero la realidad se impuso.

—Pero seamos sensatos, Alberto, lo nuestro es imposible —dijo ella, retirando su mano—. En nuestras vidas hay diferencias. Tú eres el hijo de un marqués y yo sólo soy una modesta criada. Si nos descubren, las consecuencias podrían ser terribles, sobre todo para mí.

Alberto la miró cariñosamente y le dijo:

—No hay ninguna diferencia en nuestras vidas, tú eres un ser humano y yo soy otro, y los dos vamos a luchar juntos. Seguro que encontraremos una manera. No puedo imaginar mi vida sin ti.

Pero sus furtivos encuentros no pasaron desapercibidos. La cocinera de la hacienda, que era joven también, celosa de la atención que Alberto le dispensaba a la criada, informó al señor marqués. Y, claro, la reacción de Don Gonzalo fue inmediata y furiosa. Convocó a su hijo a su despacho y le exigió explicaciones.

—¿Cómo osas a manchar el apellido de nuestra familia? —soltó el marqués—. ¿Una criada? ¡Esto es inadmisible?

Alberto se mantuvo firme, soportando estoicamente la ira de su padre.

—Papá, yo no intento manchar nada, amo a Carmen y ella me corresponde. No es justo juzgarla por su origen.

Don Gonzalo, cegado por su orgullo y su sentido del honor, no podía comprender los sentimientos de su hijo por una muchacha pobre del pueblo. Entonces, decidió tomar medidas drásticas y despidió a Carmen, ordenando que fuera enviada de regreso al pueblo y sin posibilidad de retorno.

Alberto, desesperado, intentó interceder. Inútil. En un último intento de estar con Carmen, se fue de la hacienda y siguió a Carmen hasta el pueblo, sin importarle las consecuencias. Permaneció en el pueblo de incognito y vivía en una cuadra, y era Carmen la que le llevaba algo de comer diariamente. Y así, una quincena

La determinación y el Amor de Alberto por Carmen lo llevaron a un enfrentamiento con su padre y con a la sociedad de una manera, a decir del marqués, provocativa y escandalosa.

La historia de este Amor prohibido se convirtió en leyenda en la Sierra Norte de Sevilla, recordada como ejemplo de cómo el Amor puro puede desafiar todas las barreras y prejuicios sociales.

Pero, pasada esa quincena, Don Gonzalo envió a dos de sus empleados para que buscaran a su hijo, y dieron con él y se lo llevaron a la hacienda. Ya ante a su padre, éste cedió al deseo de su hijo, no sin antes ver la sinceridad de sus sentimientos. Seguidamente, permitió que Carmen regresara a la hacienda, y ahora no como criada, sino como parte de la familia.

Al cabo de cuatro meses, se casaron, siendo el padrino de la boda Don Gonzalo y la madrina la madre de Carmen, una mujer madura, pobre pero refinada en el vestir y el hablar. Y al año de la boda le dieron un nieto a don Gonzalo, el cual (el nieto) le cambió el carácter, volviéndose amable y condescendiente, además de que ayudaba económicamente a familias vulnerables de la comarca, incluso facilitaba puestos de trabajo en sus grandes fincas de campo a todos los hombres y las mujeres que lo solicitasen.

La unión de Alberto y Carmen no sólo cambió sus vidas, también las rígidas tradiciones de su época, como así se puso de manifiesto el intenso cariño de un padre por su hijo.

¡Y colorín colorado, este cuento ha acabado!


A Chávez López
Sevilla julio 2024

 :)
 

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