A las diez en punto de la noche
Por fin he llegado a mi casa.
Sudoroso y presuroso
me voy a mi dormitorio; una vez en él, con un rápidos movimientos lanzo los
zapatos sobre la pared. Mientras me voy desvistiendo, saludo con una caricia a
mi querido piano. No estoy de ánimo esta noche para hacerlo sonar, y con hoy
son ya veinte los días que no me siento con ganas para ello.
Sin más rodeos, me meto en la cama. Ha sido un
largo y duro día de palmaditas en la espalda y de: “ya le llamaremos”. Harto
estoy de la misma copla. Lo único que en este momento quiero es dormir, sin
pensar en que mañana me espera una jornada de más de lo mismo.
Pero cuando el sopor está a punto de vencerme,
me espabila una música que proviene de detrás de una de las paredes de mi
dormitorio. El sonido es claramente el de un clarinete, y el músico o la
música que lo toca, a pesar de mi bestial cansancio, me causa un efecto
sedante.
Mientras me debato entre el sueño y la realidad,
siempre con esa melodía de fondo, pienso que llevo tres meses viviendo en mi
nuevo piso, y desde que me mudé no he oído nada igual, por ello es fácil de
imaginar que ha llegado algún vecino nuevo.
Cuando me despierto, sobre las seis de la mañana,
me encuentro relajado. El anónimo músico, sin él o ella saberlo, me ha
ayudado a dormir, y esto me anima a tocar mi piano.
Me desperezo y me voy hacia mi preciado
instrumento, separo el banco y me siento, pongo mis manos sobre las
teclas de marfil, me coloco los cascos, y, ¡venga, a tocar que mañana es tarde! De mi inconsciente surgen las notas que anoche me ayudaron a coger tan
reparador sueño. Poco a poco me voy animando a tocar diferentes melodías.
Después de una media hora tocando, me entra hambre;
como algo ligero, me preparo nuevos currículum y de nuevo me zambullo en la
cama. Pasadas dos horas será un nuevo día y seguramente agotador, como siempre.
Cuando mi despertador suena, me levanto, me
ducho, me afeito, me visto y bajo las escaleras. Hoy no quiero coger el
ascensor, porque me gustaría saber si el inquilino nuevo o la inquilina nueva
es de mi bloque. Llego al portal y no veo un movimiento de mudanza, pero en
ningún descansillo. Decepcionado, vuelvo a mi piso, desayuno y me lanzo a la
calle en busca de un trabajo, como últimamente vengo haciendo.
Pasan los días y me voy dando cuenta de que
quien toca el clarinete ha escogido las diez de la noche como su hora favorita
para ensayar, porque siempre que llego a mi casa es cuando el reloj marca las 10,
y el clarinete comienza a sonar. Con el tiempo me voy acostumbrando, pero quien
lo toca, siempre ejecuta la misma melodía.
Ayer, a las diez menos diez, mientras subía en
el ascensor pensaba "¿y por qué no le acompaño con mi piano? Igual que yo
oigo el clarinete, quien sea oirá mi piano".
Dicho y hecho. Cuando a las 10 en punto comenzó
a sonar el clarinete, emprendí mi acompañamiento acompasado con mi desconocido
intérprete.
Pero, al contrario de lo que había pensado, el
oculto intérprete comenzó a tocar suave, y yo, entusiasmado, lo seguía. Ahora
no me acuerdo cuánto tiempo estuvimos tocando la misma pieza, pero sí recuerdo
que no me cansaba de tocar, y tuvo que ser unas súbitas ganas por irme a dormir
las que interrumpiesen mi éxtasis. Sin darme cuenta, me había metido en la una
de la madrugada, y tenía que levantarme a las siete.
Hoy despierto interesado en lo ocurrido anoche. Decido no salir y me quedo en casa esperando a que mi "colega" toque su clarinete a otra hora. Pero
pasa el tiempo y... nada. Sólo a las 10 en punto, tan puntual como mi puto
despertador.
Vuelvo a acompañarlo en su entrenamiento, con la
idea de hacerlo en días sucesivos. Siempre a la misma hora, sin saber si el tocador o tocadora tiene la misma obsesión que yo.
Una de aquellas noches llegaba nuestra furtiva
hora, pero el o la clarinetista no daba señal de vida. Lo esperé una hora, pero terminé
por acostarme. Al otro día tampoco. Pasaban los días y el clarinete no se oía,
y mi piano sin el clarinete parecía que estaba huérfano.
Una tarde decidía preguntarle a mi vecina de
puerta por el inquietante músico. Esa señora conocía a todos los
residentes, porque llevaba muchos años viviendo allí, y por eso pensé que ella sabría
quién era. Nadie más podría saberlo, por lo que fui a su puerta y pulsé el
timbre. A pocos segundos, noté que alguien se apoyaba en la puerta, a la vez
que yo oía un ligero sonido en la mirilla. Al fin, abría.
—¿Desea usted algo? –me dijo con voz sorprendida,
pues rara vez coincidíamos.
—Perdone señora. Sólo quería preguntarle
por el nuevo vecino. Me gustaría saber en qué piso vive quien toca un clarinete
a las diez en punto de la noche. Quisiera hablar con él o ella –le dije,
ansioso por saber su identidad.
La mujer se pasó la mano por la cabeza, como
pensando, y después me miró. Al fin, respondió:
—Disculpe, pero no sé de nadie nuevo en este
edificio.
—Verá usted, a las diez de la noche es la hora que
emplea para entrenarse, pero hace algunos días que… -me interrumpió.
—¡Ah, sí! Siempre lo tocaba a esa hora y siempre
era la misma música, que hasta llegaba a cansar. ¡Pobre chica! -en su cara se
dibujaba un gesto de tristeza.
—¿Pobre? ¿Qué ocurre? –pregunté, angustiado.
—¿No lo sabía? ¿La dueña de su piso no se lo ha
dicho? La persona a la que se refiere era una chica de 20 años que vivía en el
piso que habita usted ahora. La infeliz se suicidó. Su madre vendió su piso
porque un mal día, de frío y lluvia, a las 10 en punto de la noche, la
encontraron ahorcada en su dormitorio.
A Chávez López
Sevilla may 2023