Sevilla julio 2024

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Rifle justiciero
Con esposa y seis hijos con ella y con una amante y sin hijos con ella, Jorge era un tipo bien parecido: alto, moreno y de 43 años. Estaba en buena situación económica y era muy seguro de sí. Pero semana atrás, su amante lo había abandonado, y desde esa ruptura se sentía furiosamente despechado y con los ánimos bajo mínimos.
Ese día, las sienes y el cuello le dolían. Se tomaba un Ibuprofeno con un sorbo de agua y dejaba la botellita de plástico sobre la mesilla de noche de su dormitorio, junto con un cuaderno de crucigramas, y una cajita de madera con dos dados; en uno aparecía el "5", y en el otro el "4". Con agua fría se refrescaba la cara, los brazos, las sienes y las manos, y apagaba la luz del cuarto de baño y se iba hacia la terraza.
El aire fresco le venía bien para concentrarse. Era la terraza de un ático, en el que había vivido Sara, su amante, y en el que tenían sus noches de Amor. Ese ático se lo había regalado a ella, pero después de lo ocurrido, lo recuperaba de nuevo.
Sara era una mujer guapa, de 30 años, de mediana estatura, pelo moreno y con un cuerpo bien silueteado, y había dejado a Jorge por otro hombre, cinco años más joven que él y con más dinero que él.
Jorge podría pasarse horas ajeno a todo; pero, eso sí, sumido en la más honda de sus obsesiones: mirar con prismáticos a las personas que pasaban por la calle, doce plantas abajo.
Bajo la luz de las farolas de la calle veía pasar a una pareja cogida de la mano; él, vestido con pantalón azul, niqui verde y botines blancos, iba jugueteando con ella, que vestía minifalda roja, camiseta negra y botines rojos. Seguro vendrían de alguna fiesta de amigos, donde habrían “empinado el codo” más de la cuenta, a juzgar por la pigmentación roja en sus caras y sus andares tambaleantes. Iban dándose golpes de cadera mientras caminaban. Y a cada instante, se paraban y en la boca se besaban. Él le cogía los pechos, mientras ella entrecerraba los ojos, y así se enviaban mensajes, como un anticipo de lo que seguramente vendría más tarde.
Seguía mirando a través del visor de su rifle de alta definición, y ahora sus ojos recaían en una anciana que paseaba con su perrito negro, y que llevaba falda y chaquetilla negras, a juego con los zapatos negros y planos; toda ella de riguroso luto. El perrito le ladraba a un gato que se le ocurría cruzar cual relámpago entre ellos, lo que irritaba a Jorge, pero no tardaban en distanciarse por diferentes caminos la señora con su perrito y el gato.
Aparecía una chica rubia haciendo footing, con unas mallas ajustadas, color azul, a juego con los vaqueros que lucía y que realzaba su figura. A través del visor, veía unos turgentes pechos, lo que le hacía pensar que haría gimnasia. Buena figura tenía la chica. Respiraba profundamente, y después el índice de la mano izquierda (era zurdo) acariciaba el gatillo y… ¡pum! Un sonido seco perforaba la noche.
Una bala del calibre veintidós entraba limpiamente entre las costillas, perforando el corazón con una precisión de cirujano. La chica avanzaba unos metros, hasta que su cuerpo, sin vida ya, caía. Llegaba el servicio de urgencias 061, pero no podía hacer nada por salvarla.
Mientras los servicios médicos de urgencia aguardaban a que llegase la policía, una chica morena, con blusa blanca, que iba hablando por su móvil, se detenía y preguntaba algo a una señora mayor. Jorge era incapaz de leer sus labios, pero le daba igual. No hacía falta: el mismo sonido seco, el mismo impacto y los mismos resultados.
El médico y su ayudante la recogían del asfalto y la subían rápidamente a la ambulancia, que corría a lo Fórmula Uno, rumbo hacia la urgencia del hospital más cercano.
Jorge, de nuevo daba en el blanco, y ahora doble presa.
Con una tranquilidad insultante, se iba hacia el salón y pasaba a su dormitorio; y ya en él, limpiaba el fusil y el silenciador, ambos de última generación, los enfundaba en sus fundas de seda, de color rojo sangre, y, finalmente, los guardaba en una caja fuerte, que se encontraba empotrada con hormigón y con una clave digitalizada, que se hallaba oculta en su amplio y lujoso cuarto.
E inmediatamente después...
Se iba hacia la mesilla, cogía la cajita de madera, sacaba los dados, y, ceremoniosamente, los volvía a tirar sobre la misma mesilla. Y ahora salían dos seis, seis doble, según las reglas del juego. Turno para una pelirroja.