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PAN DULCE CON SABOR AMARTO PARTE II

editado octubre 2023 en Grupos de Lectura

            A la tierna edad de diez y ocho años, Lourdes inició un viaje que la llevaría al umbral del amor y la responsabilidad. Fue un sendero bañado por la luz del destino, el día en que pronunció sus juramentos matrimoniales. Allí, en ese momento trascendental, abrazó con gracia y determinación el rol de ama de casa, convirtiéndose en la tejedora de sueños en el rincón del mundo que compartía con su amado.

 

            Pero, en los secretos recovecos de su corazón, se albergaba una melancolía oculta. Las primeras experiencias de su vida íntima con su esposo no se habían desarrollado según sus ensueños románticos. La pasión, el deseo contenido, el dulce juego del amor, el cortejo antes y después del acto íntimo, todo ello se hallaba distante de las expectativas que había abrigado. El amor se tornaba terrenal, carnal, carente de los sutiles matices de la pasión y la atención que esperaba recibir como esposa.

 

            En medio de las horas que fluían en su día a día, cualquier otro asunto parecía adquirir una relevancia superior a las noches y mañanas de entregas en la intimidad. Aquel rincón del amor, donde los sentimientos deberían haber sido el epicentro, se veía eclipsado por las sombras de la rutina y la falta de conexión emocional.

 

            Lourdes, en su papel de ama de casa, tejedora de sueños, anhelaba que el amor entretejiera su vida con el mismo esmero que ella dedicaba a su hogar. Su alma buscaba un romance encendido, un deseo compartido que trascendiera lo carnal y se elevara a las alturas del alma. Pero en su rincón del mundo, esta búsqueda era pospuesta por las demandas del día a día, y Lourdes, con un suspiro, ansiaba que el amor floreciera con la pasión y la ternura que su corazón anhelaba en silencio.

 

            Con apenas veintidos años, su ser irradiaba la dulzura de la juventud, y, al mismo tiempo, la madurez de una madre, pues ya cuidaba con devoción a una niña y un niño, dos destellos de inocencia que llenaron de color su vida. Mientras su esposo ascendía en el sendero de su carrera profesional, ella, como una artista incansable, bordaba el tapiz de su hogar con los hilos del cariño y sostenía la armonía con la moneda de amor que él le confiaba.

 

            Quince años se deslizaron, como hojas doradas en un río tranquilo. Quince años de dedicación inquebrantable, en los que su voz se sumía en los ecos de las tareas diarias, en la música suave de las noches compartidas en soledad.

 

            En las profundidades del corazón de Lourdes, reposaba un secreto, un anhelo silencioso que ardía con la intensidad de una llama en la negra noche. Sus deseos eran como aves ansiosas por alzar el vuelo, explorar los confines del firmamento y descubrir sus propias alas para elevarse hacia el resplandor de las estrellas. No obstante, como sombras ancestrales, las murallas del pasado se cernían amenazantes, mientras las voces de su familia y su esposo, se convertían en cadenas que la mantenían prisionera de un destino preescrito.

 

            Desde su adolescencia, le habían susurrado que su papel primordial era tejer los hilos invisibles de un hogar acogedor, mientras su esposo proveía el sustento. Pero en la profundidad de su ser, Lourdes sabía que su alma era un vasto océano ansioso de exploración, un jardín de sueños que ansiaba florecer.

 

            La historia de Lourdes, la incansable ama de casa y madre, aguardaba pacientemente el día en que las estrellas alinearan su destino, en que sus deseos se alzaran como mariposas al viento, y su espíritu, finalmente, encontrara el camino hacia la libertad y la realización de la mano de su esposo.

 

            En vez de eso, una tarde, al celebrar su trigésimo tercer cumpleaños y quince años de matrimonio a sus espaldas, recibe un llamado de su esposo, diciendo que deseaba hablar con ella de un tema personal ese mismo día. Lourdes se sorprende, pues pocas veces hablaban de cuestiones personales; sus conversaciones solían limitarse a asuntos de la casa, los niños, preparativos para reuniones sociales o planificaciones para salidas con amigos.

 

            Cuando su esposo finalmente llegó a casa, los dos se sentaron en la sala, pero el rostro de él no transmitía buenas noticias. Con palabras que parecían atravesar el espacio como una flecha envenenada, le confesó: "Mira, me cuesta encontrar las palabras, pero debo decírtelo. Hay otra persona en mi vida, nuestro camino juntos ha llegado a su fin. Es hora de que enfrentemos esta realidad como adultos y consideremos el divorcio".

 

            Lourdes se quedó atónita, como si un tornado hubiera arrasado con su mundo en cuestión de segundos. Había dedicado toda una vida a la construcción de un hogar, apoyando a su esposo en cada uno de sus sueños y desafíos. Ahora, todo lo que habían edificado parecía derrumbarse sin un atisbo de misericordia o consideración por ella, como un castillo de cartas arrastrado por una ráfaga de viento implacable.

 

            En un intento inútil por mitigar su propia culpabilidad, su esposo le prometió que le proporcionaría su pensión, mantendría su compromiso con sus hijos y le ofreció la oportunidad de perseguir sus propios sueños. Explicó que planeaba formar una nueva familia, ya que su nueva pareja estaba embarazada. Sin embargo, para Lourdes, sus palabras caían en un abismo de shock y desesperación.

 

           ¿A quién le importaba lo que podría tener en términos de dinero, el tiempo que podría reclamar para sí misma o cualquier promesa futura? Había perdido no solo quince años de su vida, sino también un hogar, una familia, el futuro que habían planeado juntos y, lo más doloroso, a su propio esposo. Todo aquello que alguna vez había sido su ancla emocional se desmoronaba. El centro de su universo era absorbido por la gravedad egoísta de un agujero lúgubre, derrumbándose ante el horizonte de eventos inexplicables de traición y apatía.

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