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El fallecido conde era un "vivo" en vida

antonio chavezantonio chavez Miguel de Cervantes s.XVII
editado enero 2023 en Narrativa


El fallecido conde era un "vivo" en vida
 
Mi nombre es Álvaro Cayetano de Lugo y Pérez de Pérez. Tengo 49 años y aún sigo soltero. Vivo en un chalé a las afueras de la ciudad de Sevilla acompañado de mi amigo, mi perro labrador “Pérez”. Desde enero del año pasado estoy de baja y permanezco todo el tiempo reposando en mi casa porque tengo debilitado el corazón, con tres infartos de miocardio a mis espaldas. Y después de esta historia, que seguidamente relato, tengo que estar medicándome de por vida con ocho pastillas diferentes diarias y cuatro revisiones anuales.
 
Estaba sentado en mi sillón frente al fuego de la chimenea, mirando el balanceo de las llamas, cuando recordaba que tenía que ver mi correspondencia. Entre todas las cartas, una de ellas, especialmente llamaba mi atención. Provenía de la mansión de los Pérez y Pérez. Recordaba aquel maldito linaje, al que, aunque lejanamente, también pertenecía. Por fin, el viejo conde había muerto. Para mi sorpresa, estaba invitado al velatorio, a celebrarse en la mansión familiar, ubicada en Motril (Granada), tres días después de recibir la carta.
 
La numerosa familia de Pérez se remontaba al siglo XIV. Y a mí, aun estando en una remota rama del árbol genealógico, me pedían que asistiese. Preso de la duda estaba en ese momento, pero luego de aclarar conmigo ciertas cosas, decidía asistir. Y mi duda era, básicamente, que ese tiburón sangre azul, primo segundo de mi madre, se adueñó de la inmensa herencia de mis antepasados, incluyendo la que le correspondía a mi difunta progenitora.

Era una fría mañana de enero con un cielo gris, pero presagiaba un día feliz. Tras un cómodo viaje en taxi, estaba frente a la mansión de los Pérez. Se alzaba, imponente, junto al acantilado, en donde las crestas de las olas golpeaban con frenesí las partes más bajas. Un sendero, flanqueado por un ahilera de árboles viejos sin pelaje, discurría hasta la puerta de la entrada de la mansión.

Empezaba a recorrer el sendero con anormal lentitud, intentando retrasarme el máximo posible en llegar, porque no quería ver concurrido el velatorio. Las piedras del camino parecían retorcerse a cada paso que daba. Las sombras se alargaban, y el crepúsculo del horizonte se asemejaba a un tinte púrpura.

Alzaba la mirada hacia el claro que se abría frente a la mansión, y veía que coches de alta gama, unos seis, permanecían aún estacionados. Cruzaba con paso firme el estacionamiento y me detenía justo delante de la puerta principal.

Entraba a la mansión a la vez que tres personas salían del vestíbulo, después de ofrecer sus condolencias a la condesa. Tras saludar, cortés, a inquilinos e invitados, avanzaba por el tramo del pasillo que llevaba a la alcoba del conde.
 
Me hallaba parado en el umbral, inmóvil, mirando el macabro lecho. La sombra proyectada por un candelabro que iluminaba la cama del cadáver, era como si fuese un ser de ultratumba acechando a sus víctimas.
 
Su cuerpo petrificado yacía en pomposo féretro, vestido con un esmoquin negro, una camisa blanca y una palomita blanca, de la que colgaba un medallón, seguro por algún mérito hipócrita en alguna cruzada. Sus manos, que mostraban enfermizo demacre, reposaban alargadas. En el dedo anular de la mano derecha tenía incrustado un grueso anillo de platino y oro con el escudo heráldico del apellido, y diez diamantes puros, de herencia familiar. Su escaso pelo, pulcramente peinado como en vida, según una foto que yo conservaba, puesto que solo lo vi una vez vivo, pero de lejos, en persona.
 
A pesar de tener el cuerpo sin vida de aquel malvado ante mis ojos, no podía creerme que estuviese realmente muerto.

Era de suponer que su alcoba estuviese vacía. Todos odiaban a aquel bastardo. Durante su existencia, había atormentado la vida de todos los que lo rodeaban. Aún podía sentir la malaleche del condenado aristócrata.

La fría expresión de su semblante, solo era alterada por una diabólica imitación de una sonrisa humana. Sus finos labios se encontraban estirados, como victoriosos, incluso muerto. Intentaba yo apartar los ojos del occiso, pero algo me lo impedía. Tras manifestarme en una fuerte oposición, de su nefasta influencia conseguía liberarme.

Al volver a mirar su mueca sonriente, corría un gélido escalofrío por mi cuerpo, y sus oscuros ojos parecían escudriñarme, hundidos en sus cuencas
 
“¿Cómo puede ser posible que un humano pueda producir todavía tanto horror a pesar de que ya está muerto? ¡Ojalá ardas en el infierno, cabrón!”, me preguntaba y me decía para mis adentros. Y tan feliz.

Luego que este pensamiento emanase de mi mente, un crepitar de las velas parecía estremecerse, realzando el tormento del aquel sitio maldito. Me estremecí, pero me repuse y me entregué al cometido para el que había acudido al velatorio.
 
Me acercaba más al cuerpo del conde, al mismo tiempo que el resplandor del cuarto centelleaba sobre su cara, dándole, más aún, un semblante falsamente cálido. Veía en su mano derecha el costoso anillo. Dudaba un instante, pero, al ver cómo lucía injustamente en su agarrotado dedo, mi duda se disipaba y volvía a poner en su debido lugar la creciente repugnancia que sentía.
 
Mi conciencia se  hallaba de acuerdo conmigo en la misión que estaba apunto de realizar.

-sigue y termina en página siguiente.


 

 

 

 

 



Comentarios

  • antonio chavezantonio chavez Miguel de Cervantes s.XVII
    editado enero 2023


    Sentía entre mis dedos el gélido cuerpo del finado, al intentar sacar el anillo de su dedo. Parecía estar fundido en el propio dedo. No conseguía extraerlo.

    Terribles nervios se apoderaban de mí. Temía que alguien entrase en ese momento. Cogía con más firmeza la mano e hacía girar el anillo sobre el dedo. Luego de tres intentos, lograba que se desprendiese de la rígida extremidad. Mientras miraba el platino, el oro y los diamantes, la expresión en mi cara era de triunfo.

    “Me llevo esto que le robaste a mi madre, carroña”, me dije en voz baja.

    Una lengua de fuego danzante sobre las velas se alargaba hacia un lado en forma tétrica. Pero, debido a mi euforia, decidía no prestarle atención a eso.
     
    Me sentía feliz y satisfecho.
     
    Iba a salir ya del cuarto, cuando oía un leve golpe que alteraba el sobrecogedor silencio. Me daba la vuelta para ver qué era lo que lo había causado. Me quedaba petrificado. No me sentía aliviado al cerciorarme de que era la fría mano del difunto al golpear el féretro lo que había causado el ruido. Algo había cambiado en los ojos del conde. Ahora no escudriñaban solo los míos con furia, estaban más altivos y parecían salirse de sus órbitas, como si intentasen hipnotizarme.

    Desechaba toda idea supersticiosa de mi mente y salía al pasillo, el cual no se veía más reconfortante. Aun ello, empezaba a caminar con pasos rápidos. El resto de los invitados estaba en la cocina. Me iba hacia el suntuoso salón de la mansión. Aún me sentía nervioso por el escalofriante momento del hurto.

    Al abrirse frente a mí el espacioso salón, una poderosa sensación de vértigo se abría paso a través de mi subconsciente. Me apoyaba en la puerta. Tenía que serenarme. Todo había terminado. El conde estaba muerto, y yo podría regresar a Sevilla, a mi casa con mi anillo. Con ese pensamiento revoloteando en mi interior me sentaba en un lujoso sillón, justo al lado de una no menos lujosa chimenea.

    Del techo pendía una araña de bronce, donde, al final de cada una de sus patas, crepitaban las llamas alocadamente.

    Debí quedarme traspuesto, quizá por mi corazón, pues tanto los familiares como los invitados se habían ido ya. Un repulsivo silencio se cerraba sobre mí.

    Pero, de pronto, aquel sepulcral silencio era roto por algo deslizante que provenía del pasillo. Mi espalda se pegaba al sillón cuando oía yo acercarse un sonido. En la mansión todo parecía siniestro. Y vivo. Todos los sonidos se asemejaban a un algo agonizante que emergía del sótano. Entero y tranquilo tenía que mantenerme.
     
    “Lo más sensato sería irme ahora mismo de aquí”, pensaba.

    Pero el ruido seco se producía cuando largos dedos se aferraban al marco de la puerta. Una marcada hendidura indicaba que con anterioridad ese dedo había llevado un anillo. Angustiado, deducía que era la mano derecha del conde.

    Me erguía ante tan horrenda escena. El aristócrata arrastraba penosamente sus pies y trataba de acercase a mí. Sus ojos no solo me escudriñaban como antes en su lecho, ahora palpitaban coléricos y centelleantes bajo la repulsiva expresión de una agonía desesperada. Traspasaba el umbral, tras pasos, y extendía los brazos en el aire, como en una amenaza.
     
    “¡Está vivo, está vivo! ¡Este hijo de puta no ha muerto!” -gritaba.

    Frente a mis propios gritos, mi corazón daba un vuelco. Mi mano se posaba firmemente en mi pecho. Mi corazón, enfermo, no podría soportar el creciente terror que se iba apoderando de mí. Veía, enloquecido, cómo los blanquecinos dedos del conde vibraban ante la desesperación de asirse a mi cuello cruelmente. La locura y la maldad no habían desaparecido en el alma de aquel conde del Diablo. Sin duda alguna, aquel maldito personaje quería recuperar su anillo.

    Estaba paralizado. Las manos del condenad conde se cerraban fuertemente alrededor de mi cuello. Su expresión cambiaba a una horripilante risa que, curvada en los extremos, se alzaba hacía los pómulos, enfatizando su demencia enfermiza, locura en vida podrida y mórbida en muerte sufrida.

    “¡Deja de reírte, maldito bastardo!” -gritaba, de nuevo.
    “¡Aparta de mí tu asquerosa mirada!” -volvía a gritar.

    Pero mis gritos no eran oídos por nadie. Mi garganta no emitía voz, y menos aun gritos. Mi cerebro le dijo a mi corazón que lo mejor para mi salud era que me serenase y que me fuese e aquel lugar.
     

    Todo ese horror final lo ha inventado mi inspiración. Lo que no ha inventado, que es real, es que el anillo de platino y oro y diamantes está ahora en mi poder, y cuyo valor es incalculable. Y ahora mi felicidad es inmensa, pero no por tener tamaña joya a mi disposición, pues, por fortuna, no tengo dificultades económicas, al contrario, sino por haber saldado definitivamente la herencia de mi añorada madre.


     

    Antonio Chávez López
    Sevilla enero 2001

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