El casamiento no es garantía de felicidad
Primavera loca de remate: frío durante la mañana, calor durante el mediodía, calor intenso durante la tarde, durante la noche de nuevo frío, y más frío durante la madrugada. Por eso, normal, he cogido un tremendo catarro. Es frecuente resfriarse en climas así. Pero resfriarse con un sol brillante, es lo más tonto que le puede pasar a uno.
Era un lunes, y, como siempre, a las tres salía de la oficina. No paraba de estornudar. Me dolía horrendamente la cabeza. Me crujían todos los huesos, me costaba caminar, y más aún conducir, por aquello de los cambios en la caja cambio y debido al enorme tránsito de vehículos, con el añadido de hora punta. Pero los lunes eran mis días predilectos, sobre todo para una infidelidad asegurada, sin sospechas, sin temores. Los lunes son adrenalina pura. Hoy, resfriado, con un pañuelo de papel en una mano y la otra sujetando el volante del coche, rumbo a mi casa voy. Me espera un zumo de naranja y un Ibuprofeno. Mi mujer estaba para salir, solo me dijo que había dejado en la nevera una jarra con zumo de naranja y, sin decir más, abrió la puerta de nuestro piso y se fue. Y entonces me fui al botiquín y saqué una pastilla de la caja del Ibuprofeno. Me encaminé con dificulta hacia la cocina, cogí un vaso y me serví un zumo. Me sentía más que jodido. “Los lunes de carne” me tomaba un zumo de naranja con ron. Pero, ahora, un zumo de naranja con un Ibuprofeno.
A ella le gustaba el ron. Es un licor tan dulce como ella. Salía de la oficina a las tres, como yo, pero nos veíamos poco. Era la secretaria de nuestro director, y yo el contable de la empresa. Ella, con un marido guaperas y aventurero compulsivo; y yo, con una esposa ausente, ocupada y preocupada solo por su línea. Casados y cansados estábamos los dos de tanto tedio…
Me gustaban sus manos, sus uñas rojas, sus tacones, que sonaban al acercarse a mi departamento; sus medias color carne, sus pantorrillas, que parecían decirme “tócame ya”. No sé ni cómo nos hicimos amigos, pero no me gustaba como amiga. Mi obsesión era revolcarme con ella. Solo con verla, mi miembro viril hervía, y su voz alentaba y llamaba a mi lívido.
Un día de aquellos me encontraba solo en departamento, centrado y concentrado en mis números. No la sentí llegar. Solo oí su voz. Me di la vuelta. Me miró en forma rara. Sin hablar, me levanté. No había nadie, únicamente ella y yo. Le cogí la mano y se la besé. Sorprendida, me miraba. Primero le besé suavemente cada dedo, cada muñeca, cada palma, y luego le dije hola. Estaba ella como queriendo decirme algo, pero no; colgó su brazo en mi hombro, nos besamos, su cara pegada a la mía. Su boca abierta parecía comerme. Mi mano en su espalda buscando… buscando ese mágico broche que lo abre todo. Lo hallé. Sabía que si apretaba caería la falda, y quizá algo más. La miré. Seguía besándome, su mano en mi pecho. Pulsé el broche, y cayó lo que queríamos que cayera. Sentía su tensión y yo me sentía en la gloria. “Hoy sí que vas a ser mía”, pensé.
Una de mis manos bajó a escudriñarla. Me atraían sus piernas cubiertas con medias. Me puse en cuclillas. ¡Hermosa mujer! ¡Hermosa anatomía! Besé sus rodillas. Me cogió el pelo, no veía su cara, su preciosa cara. Le besé una pierna, no, la saboreé. Conté todos lunares pequeños mientras subía. No me soltaba el pelo. Suave, con mis dientes, tiré de ese tirante que sujeta esa pieza de tela nimia que cubre su pudor. Tiré dos veces y en las dos sentía su calor. Dejó de acariciarme el pelo. Mi pelo se convertía en el soporte de su estremecimiento.
Dudaba de cuál iba a ser mi siguiente paso. No quería defraudarla. Me gustaba, la deseaba y a la vez la respetaba. Pero creo que percibía mi duda. Me cogió la mano y tiró de ella. La vi de nuevo en forma panorámica: hermosa mujer. Me dijo: “¡ven"”. Me llevó a un sofá grande en aquella oficina silenciosa. Hacía yo lo que me decía mi corazón y le pregunté:
- ¿Qué es lo que quieres que te haga?
- Lo que me vayas a hacer es más cómodo aquí, ¿no?
Se tumbó en el sofá. Ahora la veía en horizontal. Me gustaba más así. Trataba de entenderme a mí mismo. No sé de dónde me salía un deseo de morderla, sentir sus suspiros, venidos a quejidos. La besé de nuevo en la boca. Me quitó la camisa. Me rasgó la espalda con sus uñas de gata en celo. Sentía dolor y placer. Mis manos les acariciaban sus muslos y sus cachas. Le besé el cuello, iba bajando. La seguí besando. Bajé, no eso no es lo correcto, me desplacé es lo idóneo. En cada beso su ¡ah! era acelerado. Mis manos me quitaban los obstáculos. Cada movimiento de mi boca era un dulce suplicio para ella.
Sus manos, clavadas a mi espalda. Su respiración, nada agitada hasta hacía poco, iba acelerándose. Me llevó otra vez a su cara, a su melena revuelta, a su mirada dulce, a su brillante sonrisa. “Me tienes loca”, me dijo. “Y tú a mí”, le dije. Y nuestros cuerpos se fundieron y se vislumbraba que tenía que pasar lo que iba a pasar.
Era yo feliz y veía a ella feliz. Me besaba apasionada. Me quitaba el pantalón. Ver aquella mujer dándome placer era más que felicidad; como pasar del sólido al gaseoso, como engullir un poquito de Luna derretida. Ciertamente era predecible. Ella lo sabía, pero mi felicidad era tener sexo con ella y esa felicidad valía más que cualquiera otra cosa…
“Acabamos”, nos vestimos y hablamos. No me amaba, tampoco yo a ella, solo nos gustaba jugar al sexo. Estábamos seguros de eso. Me proponía vernos dos veces, según circunstancia, al mes en algún sitio íntimo. Me pidió que siempre llevase ron, que ella llevaría zumo de naranja. Le sugerí zumo de limón, pero insistía en zumo de naranja. “Y, una vez más, ganó Eva”.
Nuestras relaciones de puro sexo duraron dos años y medio. Pero poco a poco nos íbamos cogiendo cariño. Contribuía su esposo a que lo nuestro acabase, que un día apareció y se la llevó consigo a... no sé dónde. Entonces quedé más solo que antes, a pesar de mi esposa en la casa. Se acabaron mis encuentros con ella, mis charlas con ella, mis besos con ella, mis abrazos con ella, mis intimidades con ella…
Ahora, aquí en mi casa, echado sobre el sofá, y ya sin resfriado, pienso en el ron con zumo de naranja. Pienso en ella y en lo difícil que resulta encontrar una mujer como ella: guapa, cuerpazo, liberal; una mujer, en cierta manera, feliz por como es, pero, en definitiva, una mujer abandonada, como yo.
Por lejos que se la lleve su marido y por acaramelado que ahora se muestre con ella, sé que volverá a mí. Sin ataduras, pero volverá a mí. Yo le di lo que no supo darle su marido. Y mi esposa, como siempre, se daba a sí misma, sin preocuparle mi persona, y mucho menos mis necesidades sexuales.
Pero volvió. ¡Vaya si volvió! Al día siguiente y como loca me buscó. Pero esta vez para no separarnos nunca más. Se divorció. Me divorcié. Y ahora convivimos sin estar casados. La mejor de todo es que ni ella ni yo tenemos hijo de nuestras anteriores parejas. Y también decidimos no tenerlos en común. Somos felices así. Seguimos en nuestros puestos de trabajo. Estamos enamorados. Viajamos, reímos, nos divertimos, hacemos el amor, la amo, me ama. ¡Nos amamos! ¡Ahora, la vida nos sonríe!
Antonio Chávez López
Sevilla agosto 2002
Comentarios
(Muestra gráfica como complemento de mi texto anterior. Con esto de que el sistema de configuración de este foro no admite ocupar equis espacio, trastoca todos los planes de las personas insertamos algo. Por eso, ahí abajo hay dos fotos significativas)