Nuestra gran noche
Era noche iguana, pero oscura y fría; la calentaba, la encendía y la iluminaba la pasión, todavía sin amor. El pudor de ella, mi chica, por "su primera vez", se iba dejando querer. El mío, atrevido, porfiaba consigo mismo por tomar el mando. Pero todo eso al inicio, porque, a medida que transcurría la noche, el único que reinaba era un deseo mutuo. Empezamos con besos y caricias suaves, hasta llegar a besos con mensajes sugerentes y caricias tiernamente salvajes por todo el territorio corporal de cada uno, deteniéndonos, recreándonos y deleitándonos, en un continuo toma y daca, en los lugares más recónditos de nuestras, hasta entonces desconocidas, anatomías.
En esto del sexo, no sé yo que exista una preferencia, ni tampoco "un quién empieza primero". Empero, toda la oda que rodeaba ese inolvidable encuentro era propicia, hasta el extremo que podíamos hacer de esa noche nuestra gran noche. Había atracción, cariño (consanguíneo pariente del amor), deseo, obsesión casi, y dos almas tratando de corroborar con hechos lo que desde tiempo atrás había sido con palabras.
Súbitamente, como magia -la gran regaladora de ilusiones-, nos dimos por entero a un intenso e inmenso goce, sin apenas detenernos. Es cierto que "cada vez" es diferente, incluso con la misma mujer. Pero, en este caso, lo diferente se volvió en Deífico. Nuestras bocas y nuestros labios se empleaban a destajo. ¡Qué tarea más guapa!
Instintivamente, me inicié a estudiar sus gustos. Y ella, encantada, tanto que ya moraba en la suite nupcial de la Gloria. Mi lengua, insistente, procaz y atenta a reacciones, la recorrió entera, desde los dedos de los pies hasta su copiosa y morena cabellera. Mis besos, endiablados, se esparcían sin control entre su delicado cuello y su apetitosa boca, deslizándose luego hacia sus empinados pechos, su prominente barriguita y sus enérgicos, largos y torneados muslos.
Seguidamente, hinqué mi lengua, erguida como lanza, en su vagina, ya empapada, proporcionándole un placer nunca antes sentido por ella, como furtivamente parecían decirme sus grandes y bellos ojos soñadores. Y así "se fue", ¡incluso dos veces seguidas! Entretanto, mi pene, ardiente y deseoso, por momento iba tomando posición. Ella jadeaba con espasmos sonoros, y ese jadeo -de tal magnitud compulsiva era que no podía evitarlo- causaba que de mi pene, "sin dar todavía directamente en la diana", emanara ese líquido semi blanco y viscoso, llamado semen.
Los dos, vagina y pene, que ya antes habían gozado por separado de un escape delicioso, sin pausa y con prisa, empezaron a certificar la proclividad del lote 69. Pero por poco tiempo, porque, inmediatamente después, mi pene, más erguido, y más posicionado y más deseoso, irrumpió impetuoso en su vagina, encharcada ya, se fusionaron, y fornicaron y fornicaron, entre gestos de éxtasis, vítores celestiales, de placer, de inmenso placer e incluso de ovación.
"Después" decidimos reposar, para así también dar un merecido recreo a nuestros "guerreros guerrilleros". Siguiendo en la cama aún, "cubiertos de todo", dialogamos hasta el alba, en la que de nuevo ambos sexos se sisearon al unísono y entonces, ¡oh, entonces! Entonces nuestras imaginaciones exageradamente fantásticas lo llevaron a primera plana del diario celestial de más tirada, titulando la noticia: "¡esto sí que sí!". Y en ese culminante punto, que ya había amor, que unido al cariño, a la atracción y al deseo, bagaje almacenado de mucho antes, se desató una explosión sexual inenarrable.
Mi chica y yo sabíamos la fuerza que tiene la fuerza del amor, pero la realidad, una vez más, superó a la imaginación.
Antonio Chávez LópezSevilla diciembre 2022