Los años van desgastando las relaciones - ¡Muérete ya, cabrona!
- ¡Muérete tú, hijo de puta!
- ¡Vamos a morirnos los dos!
- ¡Mejor, así dejo de3 verte!
El hacha caía certera sobre el cráneo, dejando el filo bien ajustado en el hueso. Enseguida, pequeños arroyuelos de sangre nacían de una herida recién estrenada: los arroyuelos buscaban el camino más rápido hacia el suelo surcando las estrías y las arrugas que conformaban el rostro de la anciana. Pero ella no caía inmediatamente, aun el s
hock que suponía un ataque sorpresa. Sus piernas, desgastadas por la edad, se tambaleaban hacia delante y atravesaban la cocina a trompicones para ir a buscar el apoyo sostén de la encimera.
A cada paso que daba, parecía que fuese a derrumbarse, pero conocida su indómita fortaleza, se iba zafando del desplome en un espectacular
slalom, mientras que su cabeza se iba moviendo, de un lado a otro, espantando moscas con el mango de la herramienta en ristre.
Una mano temblorosa abría el cajón de la cubertería y revolvía, nerviosa, entre tenedores, cuchillos y cucharas, oxidados. Al límite de sus fuerzas, asía un fuerte y puntiagudo útil para trinchar carne y se encaraba hacia su marido, que estaba detrás de ella, presto para rematarla con sus propias manos.
Con media vuelta, el filo atravesaba el pellejo de la garganta del anciano, con facilidad, pero la mujer resbalaba en su propia sangre y tropezaba hacia delante. Al estar férreamente asida al cuchillo, cuando descolgaba su peso sobre el improvisado arma, estirara el profundo tajo hacia abajo abriéndole por completo la garganta.
Aquellos dos cuerpos seniles se precipitaban hacia el suelo, pero como si fuera a cámara lenta, doblándose codos y rodillas lastimosamente, mientras las heridas desparramaban sangre por doquier, y aún tuvieron tiempo de dedicarse unas escuetas palabras mirándose ferozmente a los ojos, incluso con énfasis:
- ¡Puta del demonio!
- ¡Baboso, cabrón!
- ¡Se acabó nuestra historia!
- ¡Nunca debió empezar!
De pronto, su única hija entraba a la casa con su propia llave, alertada por la falta de respuestas a sus repetidas llamadas de teléfono. Cuando entraba a la cocina, se topaba con la dantesca escena que habían protagonizado sus progenitores. Se llevaba la mano a la boca y soltaba el bolso y lo colgaba en la manilla de la puerta.
Poco después, salía al salón para tratar de despejar de su mente aquella macabra visión y se daba unos rodeos improvisados alrededor de la mesa de centro, e intentaba ordenar sus pensamientos. Tenía que planificar tranquilamente todo lo que iba a hacer a partir de ese momento.
Se fue hacia su dormitorio y ya en él desnudaba su cuerpo de un elegante vestido y unos costosos zapatos, para calzarse unas ajadas zapatillas y cubrirse con una usada bata de andar por casa de su madre, que había encontrado en uno de los armarios. Mientras se cambiaba se iba musitando cosas, en voz baja, como si estuviese hablando sola, echándose en cara toda la responsabilidad de aquel macabro suceso.
Sacaba un par de juegos de sábanas, muy usadas ya, y los extendía uno sobre otro, sobrepuestos, por encima del edredón de la cama. Luego, se encaminaba hacia el cuarto de baño y y salía portando algunas toallas que dejaba sobre la mesita para que estuviesen a mano. Retiraba la alfombra, y, por último, cogía varias cosas del botiquín y del costurero de la anciana.
Sobre la marcha, volvía a la cocina, donde los ancianos reposaban retorciéndose sobre una pequeña laguna escarlata. Con mucho esfuerzo, lograba levantar a su madre del suelo, para después arrastrarla como podía desde la cocina al dormitorio, cuidando de no golpear el mango del hacha, y cruzando el pasillo sorteando esos diversos obstáculos. Ya al pie de la cama, soltaba el peso muerto sobre el colchón y resoplaba de alivio por la acertada descarga.
Extendía, bien derechos los brazos y las piernas de la anciana, y enseguida le enderezaba el cuello y lo cubría con una toalla doblada, mostrando al techo su desangrada cabeza y el mortífero estandarte clavado en su frente.
Ese gran esfuerzo la obligaba a tomarse unos minutos de respiro, aprovechando ese momento para encenderse un cigarrillo e ir a hasta la nevera para saciar su sed, aprovisionándose de un bote de salsa de tomate, frío. Se sentaba en una silla para fumárselo y apuntalaba su rostro apoyando el codo en la mesa y la palma en la mejilla. Y así permanecía durante algunos minutos, para descansar y mientras tanto observaba a su padre agonizante en el suelo.
"¿Por qué leche me hacéis esto, papá, mamá?", -se decía en voz alta, mientras exhalaba una bocanada de humo.
Apagaba la colilla en el fregadero y se disponía a seguir con la luctuosa tarea. Cogía a su padre, por debajo de las axilas, y lo iba arrastrando, poco a poco, teniendo que hacer varias paradas.
Después de un buen rato, el varón se encontraba echado sobre la cama al lado de su mujer, permaneciendo tiesos los dos y con los ojos vueltos en blanco. Su hija, exhausta, prendía otro cigarrillo, que quedaba descolgado de la comisura del labio inferior en una pose ciertamente poco femenina, quedando pegado en el rojo carmín que cubría sus atractivos labios. Otra salsa de tomate la ayudaría a reponerse del esfuerzo.
"¡Esta es la última vez, me escucháis?! ¡La última!"- chillaba a la vez que alternaba su mirada entre los dos.
Sus padres yacían en el lecho conyugal. Ahora ella debía ocuparse el resto de la noche en recomponer lo mejor posible ese penoso desaguisado. Cogía con firmeza el hacha y lo sacaba con el mayor cuidado posible de la cabeza de su madre, pero como estaba bien encajado, tenía que ayudarse con un zapato de su padre. Usando su tacón como un improvisado martillo, y con repetidos golpes, iba desencajando la herramienta asesina. Por fin, el arma salía de un empellón llevándose consigo la peluca, y al tirar con tanta fuerza, la chica casi se cae de espaldas.
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"¡Joder..! ¡La última vez...! ¡Lo juro por mis muertos!" -chillaba al aire, de nuevo.
La sangre de la herida mostraba un tono marrón, debido a que se había casi coagulado. Aun eso, el filo le servía de tapón, por lo que no había perdido mucha sangre. Ahora le tocaba el turno a su padre. Él, sí que había sufrido un gran desangrado y aún brotaba hemoglobina fresca por el manantial abierto en la garganta.
La chica cogía agua oxigenada y limpiaba la piel de alrededor de la herida, y después con una aguja, un hilo grueso y, con mucha paciencia, le iba bordando la arteria carótida, que estaba seccionada por completo; y más tarde, los músculos de sus alrededores y las pieles exteriores. Una vez que acababa, pensaba que era una chapuza de operación que remendaba mal el descalabro, pero no tenía más tiempo ni más ganas de esmerarse. Ese zurcido servía más que de sobra para sus propósitos. Proseguía con su madre, una operación ciertamente más delicada, tanto que tenía prácticamente el cráneo parido. Primero despejaba de pelos la herida, puesto que el hachazo había seccionado la peluca que introducía pelos en su interior.
Buscaba un cinturón de su padre, y, ya hallado, lo ataba ceñido al perímetro de la cabeza para poder juntar perfectamente las dos mitades del hueso, antes de proceder a sellarlo con pegamento. Tras un rato de espera y un nuevo cigarrillo, soltaba el cinturón y cosía la enorme herida. El resultado final no la obsesionaba demasiado, puesto que todo iría cubierto por una nueva mata artificial. Le inquietaba la delicada zona de los sesos, que había sido sesgada y que, sin duda, acarrearía alguna secuela importante.
Antes del amanecer, había fregado todo el suelo de la cocina, dejándolo completamente limpio. En la lavadora, se hallaban dando vueltas todas las prendas manchadas de sangre, y en la cesta de la ropa sucia esperaba las sábanas y las toallas su encuentro con un detergente para un segundo turno de colada. Su padre había sido trasladado hasta la butaca del salón en donde reposaba su consunción, tapado con una manta, tras haber sido lavado y provisto de una muda limpia. A la madre, le había aportado las mismas atenciones, pero permanecía acostada en la cama y tapada con una sábana. Su única hija se las había compuesto para remover las manchas, primero de un lado y después del otro, variando alternativamente la posición de la anciana.
Esa noche había sido agotadora pa ella, y un último cigarrillo, tras acabar la tarea más engorrosa, le sabía condenadamente bien. Ahora, tranquilamente, iría suministrándoles a los dos ancianos un bote tras otro de tomate frito, hasta acabar con la existencia. Al día siguiente, la hija era la única que se encargaría de llenar la despensa, aportando una nueva remesa fresca, repleta de vitaminas. Como solía hacer.
Ya no había tiempo de regresar a su casa, así que esa noche descansaría en el hogar de sus padres. Comprobaba que todas las persianas estaban cerradas y se preparaba el sofá. Pero tumbada y a oscuras veía su enorme error, pensaba sobre sus consecuencias y concluía que sus acciones egoístas habían llegado demasiado lejos. Empero, había decidido que se darían juntos una segunda oportunidad. A fin de cuentas, todo había sido promovido por el cariño que les profesaba. Ella sólo les había correspondido con la misma moneda. Sus padres le habían dado la vida y la hija les devolvía el favor regalándole sus dones y evitando de paso su condenación eterna.
Pero sus ancianos padres dependían para siempre de sus cuidados, porque no podían valerse por sí mismos de ninguna de las maneras. Seguirían ellos viviendo sus vidas austeras de sensaciones, enclaustrados en casa, ignorantes del día, ajenos de la noche, inconscientes de sus condiciones, ausentes de sus legados.
Incluso desconocían que sus certificados de defunción reposaban en el registro civil hacía ya 30 años.
Ella pensaba que un matrimonio ejemplar, en todos los aspectos, capaz de soportarse mutuamente y solo cobijados en el amor, hasta llegar a celebrar las bodas de platino, podía seguir eternamente su idílica historia, pero por alguna razón, el cerebro no está preparado para soportar la omnipresencia de una misma persona durante más años de los debidos. Esta coexistencia marital se tornará en un martirio, una ves pasado el centenario, y en estos últimos cinco años había sido un calvario la convivencia mutua. Simplemente, no se soportaban, no había ya nada más que decirse y cada uno buscaba su liberación en el otro. Reclamaban su derecho a quedarse viudos algún día, como todo humano viviente. Poderse echar de menos, quizá derramar unas lágrimas, de tarde en tarde, pero sin llegar a un día más para ver la misma cara sempiterna de la otra persona. Y menos todavía, sumidos en un encierro involuntario, guardados bajo llave por su hija, condenados de por vida a encontrarse en cada rincón de la casa.
Es por eso que ya no se hacían preguntas, y, en ningún momento cuestionaban las extrañas circunstancias de sus vidas. Sus cerebros funcionaban despacio, a impulsos primarios, reteniendo un odio, que más tarde o más temprano salía a relucir en forma descarnada y violenta.
Antonio Chávez López
Sevilla agosto 2001