Ni el dinero en cantidad puede con la diferencia de edad
El sesentón hacendado, protector de la joven meretriz, llegó al piso de lujo, que él le había regalado, y pasó directamente al dormitorio principal. Vio la cama revuelta (como de haber habido acostado en ella más de una persona acostada), pero en ese momento solo estaba su amante, dormida. Salió de él y se fue al salón, sacó un folio y una pluma de su portafolios, se sentó en un cómodo sillón de cuero y escribió esto que sigue a continuación…
Una noche más te encuentro sumergida en la serenidad de mis sábanas. Desnuda yaces en una guarida que mi pasión ha ido forjando. Un punto de encuentro para caminos divergentes. Una manera de acallar a la rutina y dar voz al placer. Ahí, mis pesares desaparecían hasta el momento en el que era consciente de que no quería volver a verte. Hoy he llegado antes de lo acostumbrado y es por esto que la sorpresa se me ha adelantado en tu conquista.
Bruscamente me he puesto a tu lado y he visto cómo rincones de tu espectacular anatomía asoman para disfrute de mis ojos de tonalidades lascivas. El destello de la luz del salón hace brillar tus muslos, que la penumbra esconde tu fruto prohibido, mi único alimento. Tu sobada espalda por tu chulo reposa curvada a la espera del frenesí de mis manos. Aunque creo que te haces la dormida, no puedes borrar de tu expresión una repulsa ansiedad de dejarte llevar por el más feroz de tus instintos, el que ahogaba mi angustia y desataba tu placer. Tu boca entreabierta confiaba en encender la yesca que envolvía mi pasión avivando el calor que, ferviente, se desplazaba por mis descontroladas arterias. Aunque callada, tu actitud desafiante pide a chillidos morir arrollada por el tren que mi billetera puede impulsar; sí, ese tren que silba a la entrada y la salida de tu túnel, ese tren que espira negra niebla al llegar a tu estación.
A diferencia de otras noches, no enloquecí mientras me quitaba mis ropas. Enjaulé al animal que quería devorarte y liberé a otro animal desconocido por ti, un animal cargado de ira. Quería conquistar los paraísos que aún desconocía del mapa de tu anatomía, surcarte sin que pudieses notar el balanceo de mis olas, hallar reposo en tu vientre, enredarme entre el pelirrojo de tu cabellera, escalar tus senos, sin temor a caerme; divisarte desde tus pezones, barrer tus muslos con mi saliva y luego saciar mi sed en tus labios, los de arriba y de abajo; perderme entre tus nalgas, bañarme en el agua que emana de tu poza, cubrir tus pechos con los impulsos de mi lengua, hacer de tu ombligo mi nido, abrigarme con el fuego que mora en tu piel, vaciarme para después desvanecer todos tus sentidos, desvivirme por exprimir, uno a uno, tus deseos; y desangrarme para que hacerte el amor fuese pura poesía.
Sé que lo habrías sentido. Sé que en algún momento ibas a saltar de tu sueño a mi delirio. Tu flor comenzaría a temblar con los movimientos de mi impetuoso miembro. Tus ojos se nublarían al son de mis respiraciones aceleradas, una capa de sudor nos fundiría en uno. Los silencios se teñirían de dulces gemidos y de un relinchar del viejo somier. La pared proyectaría una película de sombras, que pelearían enzarzadas en un movimiento salvaje. La explosión semántica no tardaría, pero seguirías pensando en que aquello no era del mundo real.
Empapado de placer y embriagado de una sublime sensación, alojaría mis huesos cerca de los tuyos, clavaría mi boca en la tuya y dejaría caer por ella un beso hondo que distraería a las agujas del reloj por un momento, que parecería infinito.
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Cuando la prostituta despertó, se levantó de la cama y después leyó lo que interpretó como un ataque de cuernos. Al final del mismo folio y con la misma pluma, escribió lo siguiente:
Me he puesto mi bata. En la mesilla he encontrado un cheque, que reza mi nombre con la firma de un hombre celoso y la suma de ¡10 míseros euros! como pago de no sé qué. Cabreada, he contemplado mi desnudez en el espejo grande del baño y he decidido que nunca más quiero verlo. Mi interés por su dinero se ha convertido en el mayor de los odios. He recogido el cheque y lo he roro en mil pedazos.
A veces se hace necesario que los sueños de los ilusos despierten de su letargo; nunca se hacen realidad.