Al menos practicando sexo, la improvisación desbanca palmariamente a la premeditación. El placer hacia lo desconocido es mayor que el conocido. Pero el amor no tiene nada que ver en esto. Hablo de actos puramente carnales
Espectadora interviniente
Una joven pareja pasaba un largo finde (por coincidir fiesta en jueves), en una granja propiedad del padre del chico, sito en la Sierra Norte de Sevilla, concretamente en Cazalla de la Sierra. Se gustaban y se deseaban desde la adolescencia, y con el paso de los años se veían como "amigos con derechos", aprovechando todas las oportunidades para hacer el amor; y allí, en aquella apacible granja, dónde mejor y más excitante que en el granero.
La amante estaba echada en una manta que el amante había puesto sobre una paca de paja. La única luz que allí había era la tenue de un farol, que haces blancas dejaba en las piernas y en los pechos de la amante.
Hablaban en voz baja. El amante, de rodillas frente a su amante, lamía su entrepierna dejando un surco regado, para volver a recorrerlo y después posarse en sus carnes hermosas, deseosas de recibir placer, y lo hacían sin prisas, como si tuvieran todo el tiempo del mundo. Y, en realidad, lo tenían.
Tan entregados se hallaban el uno al otro que no vieron que eran espiados por una joven de aspecto rústico, que resultó ser una hija del capataz de la finca, y al adentrarse en el pajar vio la escena, que sin poder sucumbir a la tentación, veía cómo la espalda del amante se arqueaba para ahondar con fuerza en el sexo de su amante, que cogía su cabeza para ayudarlo en los movimientos. Admiraba la intrusa los grandes y redondos pechos de la amante y la tersura de su piel, y se estremecía al oír los gemidos que emitía. Empezaba a sentir húmedo su sexo, nada más verlos copular, y sus rosados pezones se endurecían al mismo tiempo que la amante no paraba de gemir.
La amante se entregaba a una pasión sin límite, modulándose y estremeciéndose como pez en río. Gotas de sudor perlaban su frente. Con los labios entreabiertos y lanzando chillidos ahogados, la intrusa posaba su vista en aquella espiral de gozo. El amante saboreaba las mieles de su amante para después subir hasta sus labios y así acallar sus gemidos con besos.
El amante se dejaba hacer; se echaba en la manta y la amante se acaballaba sobre él, lamiendo y mordisqueando con locura sus orejas, bajando por la nuez y dejando que la lengua de su amante recorriera su cuello, hasta llegar a sus viriles pezones, que jugaba con ellos, los saboreaba y seguía bajando, como un baile desenfrenado. La boca de la amante envolvía a aquel miembro erguido y punzante como una infinita tarea de mamar en la más recóndita intimidad, hasta que el amante no podía resistir más y se abalanzaba sobre la amante, penetrándola con toda su fuerza.
La intrusa ardía al ver cómo el amante hacía suya a su amante, y ella quería también ser tomada. Así que se alzó su falda y su mano buscó la humedad en su sexo, cuyo epicentro de los labios menores latía con desespero.
La amante la vio, y en lugar de ruborizarse, sonrió pícaramente y la llamó para que se uniese a la bacanal de sexo. La intrusa se acercó y lo primero que hizo fue acariciar y besar la espalda de la amante, recorriéndole toda la columna a la vez que con ambas manos daba pellizquitos en sus generosos pechos.
Luego vio cómo la amante bajaba hasta las nalgas de su amante, saboreando su mundo oculto. Soltando sus pechos iba lamiéndole el miembro en cada acometida y la intrusa por segundo se sentía más caliente por ver tan excitante felación, a la cual se agregó.
La traviesa boca de la intrusa apartaba la boca de la amante, y ella sola no paraba de succionar aquel abultado miembro. El amante no podía resistir y se volvía para ver quién era que le llevaba a tanto placer. Y fue entonces cuando vio a una joven campesina, con el pelo rojizo y turgentes labios. El amante miró a la amante e hizo un gesto de que se apartase. Se giró y jugó con el pelo de la intrusa, mientras ella iba acariciando con la lengua su reluciente glande, ya de por sí brillante.
La amante se les acercó; quería entrar en el juego. No en vano, fue ella la que descubrió a la intrusa; besó a él y se enredó en los vellos públicos de la intrusa, mezclando salivas y sabores. Con una mano acarició el sexo de la intrusa, jugando con sus jugos y metiéndole dedos, uno a uno, que entraban y salían con precisión, mientras el amante por detrás la agasajaba colando su lengua lasciva en el agujero negro.
Entre los dos amantes llevaron a la bella intrusa al paraíso. Él, de espaldas, se puso a admirar la redondez de su culo. Luego, cabalgó encima de la amante a un ritmo frenético, dejándose llevar por un instinto primitivo. La intrusa bajó hasta la altura del sexo de la amante y mientras ésta cabalgaba, con el visto bueno de su hombre, le lamía los labios vaginales según los cánones de la lujuria más ortodoxa. Con manos de odalisca pellizcaba los grandes senos de la intrusa, haciendo que éstos se colmasen de placer.
No pudiendo más, la intrusa aceleraba las embestidas, urgiendo para que él con sus manos, todavía posadas en el culo, la ayudase en la tarea. Rodaron en un macro enredo de piernas, manos, besos, jadeos, sudores... para juntos los tres llegar a un soberano orgasmo, que solo los que tienen la capacidad de entender un polvo así, son capaces de valorar.
Y aquella intrusa, que, espiando por travesura, se vio inmersa en un placer inimaginable.
Los ring ring ring... del despertador lo devolvían a la realidad. Angustiado despertaba y fue cuando se daba cuenta de que esa historia la había soñado. Deliciosa historia, pero un sueño.
Antonio Chávez LópezSevilla julio 2003