Era el sexo el motor de su vida
“De tanto persignarse, de tanto rezar, de tantos golpes de pecho y de tanta castidad, la mitad de la mitad”. Este popular dicho corre que se las pela de boca en boca por todos los recovecos de las salas de ambientes nocturnos de una localidad fronteriza del Sur del país más grande, con más superficie y más habitantes de la Península Ibérica, España.
Mi nombre no importa. Ni yo mismo quiero recordarlo. Y menos aún cuando huyendo de la inopia he llegado a un lugar del que dicen que es el límite entre el bien y el mal. Un balcón hacia un lujurioso lugar que espera pacientemente para satisfacer los deseos carnales de los turistas adictos a los placeres eróticos.
Y buscando, buscando… hallé y me he alojé en un burdel, con paredes de terciopelo rojo con flores de disímiles colores. Un antro perfecto para los mastuerzos que buscan sexo y lujuria. “Deleite del Sur”, denominan a este “5 estrellas”.
Cuando acabé de inscribirme, tomamos café la propietaria, Carmela León, y yo; una mujer guapa, con buenas hechuras, ojos grises, pelo caoba y piel cálidamente marmórea. Fumaba puros habanos. Pasada la medianoche se daba a oscuras tareas, tal vez al contrabando o tal vez a la droga. Un algo extra lo suficiente rentable para proporcionarle un buen nivel de vida que, a juzgar por su costosa indumentaria y por las joyas que lucía, deduje apenas la vi.
Me ubicaba la señora Carmela en la parte más alta de su burdel: un ático alejado del ruido infernal, pero no del olor a cloaca del burdel. Solamente había que hospedarse un día para comprobar la fauna habitual del lupanar.
De las putas del burdel, era Sol, una sevillana tetuda, la primera en llamar mi atención. No era la más guapa, ni me hubiese fijado en ella a no ser por la fotografía que colgaba del vestíbulo del burdel. Allí, junto al ventanal, con un aire triste otoñal, posaba Sol con sus tetazas y su tanga verde. Veía hermosa su generosa defensa delantera, y la fotografía era deliciosamente sexual. Aun entradita en carnes, sus curvas trastornaban a todos los machos que pasasen por su lado. Era, en conjunto, una mujer resultona.
La subí a mi ático y la hice posar como en la fotografía. Su rostro era morboso, sus ojos oscuros y su frente despejada, y una expresión ingenua y hasta boba tenía siempre en su cara. Sonreía con esa expresión del chucho que obedece a su amo. Me pasaba toda la tarde regodeándome en su total desnudez. Y, también, sacando decenas de fotos de su vagina, sus tetas y su culazo, y filmando las mil y una obscenidades que le iba pidiendo. Y al final, claro, normal, nos metimos mano a fondo.
Del burdel mucho y no todo bueno podría contar, pero mejor opinar con cautela sobre su gente y sus entretelas.
Acudía a la biblioteca y me entregaba a escrutar vetustos libros. Allí conocí a una bibliotecaria madura de pelo rubio, dientes blancos y alineados y ojos marrones en una cara enjuta. Tendría 45 años y, aunque la piel en su cara y su cuello podría caer de un momento a otro, su culo era el más enhiesto que había visto, adornado de una esculpida cintura, como esos culos de chicas adolescentes.
Pepa, que era su nombre, enseguida se fijaba en mí. Su manera de hablar delataba una falta total de cultura, además de un desproporcionado desdén por otras razas. ¿Acaso una racista cuarentona, rubia, con un culo perfecto no levantaría el falo al menos sexual de los mortales? Nunca había tenido pareja, quizá por su carácter, realmente fuerte, agrio, ácido... Pepa era de una esas mujeres que cuanto más odias más deseas, en un desmesurado afán por humillar una vagina ufana que se atreve a ofender a todo ser inteligente que caminase a dos patas.
Algunas veces, sexo anal o vaginal, practicaba con Sol, imaginándome que era la bibliotecaria con un culo enhiesto. Aunque hubiese preferido sus tetas y su lengua para desahogar mis más bajos instintos.
Un tipo, llamado Roberto, entraba en mi vida: era feote, y con grandes dientes equinos. Su piel era pálida, pero tan morbosa como hermosa a ojos de un morboso como yo. Enseguida congeniamos, pero con ese misterio de dos extraños antagónicos que empero se atraen como el imán. Pero no era la mía una atracción puramente sexual, sino truculenta y malsana contra un ser que parecía venido del planeta Marte.
El ser humano siente una fascinación irracional por lo desagradable. Pero lo desagradable en Roberto me era agradable a mí; extrañamente agradable.
Roberto era un ser muy inferior, al que podías manejar a tu antojo; un objeto ajado y enfermizo al que podías maltratar sin escrúpulo. Una noche lo invité a cenar. Lo llevé a mi ático para que me enseñase su único talento, del que tanto hablaban las prostitutas y el camarero del burdel. Y su talento consistía en algo realmente descomunal… una verga larga y gruesa que Sol no dejaba de lamer, hasta llegar a parecer el mástil de un velero bergantín. Sol se afanaba en dar placer a aquella tranca que por su envergadura apenas un cuarto entraba en su boca. Lamía ella el bálano purpúreo y a la vez cascaba con las manos el saco de nueces, rubio y peludo, que eran sus enormes testículos. Y miren por dónde acababa de nacer una pareja artística con Roberto y Sol, para mis depravadas aficiones.
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Comentarios
No tardaba Carmela León en mostrar interés por mi persona. Hasta ahora solo habíamos mantenido relaciones cordiales. Pero una noche la invité a cenar, y ella elegante acudió al lugar escogido: un mesón de cierto prestigio llamado "La Almeja". A una de sus mesas, coquetas y con velitas rojas, nos sentamos y comimos, y bebimos, y algunas copas de más. Si Carmela León sentía curiosidad por mi pasado, yo sentía ávida curiosidad por su oscuro presente.
-Entonces se llama usted Alfonso -frunció las cejas, dudando.
-No sé qué tiene de feo un nombre tan aristocrático -respondí.
- No si feo no es, lo que pasa es que no le pega.
-¿Ah no? ¿Y cuál me pega?
-Quizás Antonio.
-¿Antonio es el nombre de ese santo semi calvo que lleva un niño en los brazos y al que las mujeres rezan para que les traiga un novio?
-Eso dicen.
-Entonces no me pega nada.
Ambos reímos a carcajadas.
¿Fornicar? ¿Y por qué no? En el aseo de señoras del mesón, por detrás como animales y con la ropa puesta y embriagándome su perfume, celebré mi primer polvo con mi casera; una mujer de nariz aristocrática y con grandes pechos con pezones como nueces.
Me extrañaba sobremanera que regentease un burdel, y también el hecho de que viviese sola, sin aparentes recuerdos, sin siquiera una fotografía de algún familiar...
La parte del burdel que usaba como hogar, era lujosa. Sin ser nada del otro mundo, tenía cierto empaque presuntuoso y burgués. Su sofá de terciopelo era una delicia, y tumbado en él, desnudo, se sentía uno deleitoso. Me atraía el pelo caoba de la señora León.
El hecho de que con frecuencia metiera mi canario en la jaula de Carmela, no afectaba a nuestra relación casera-inquilino. Tampoco era cuestión de hurgar en nuestras vidas si nos apetecía intimar sexualmente.
Ambos odiábamos las ataduras. Pero yo, tan orgulloso de mi anatomía, me cabreaba por no tenerla más arrancada. Sin embargo, eso me hacía ver más atractiva y más apetitosa a una mujer que ya comenzaba a rebasar la línea del medio siglo.
En la primera quincena de mi estancia en aquel pueblo el lugar se convirtió en un tórrido paraíso sexual para mi pene: Carmela León, la sevillana Sol, las masturbaciones y besos con Roberto, la bibliotecaria Pepa y las prostitutas del burdel. Y si todo eso fuese poco, enfrente se alzaba una pecaminosa roca, que, aun la obstinación de la cacatúa Isabel, peñasco español por los cuatro granitos es.
A los curiosos por saber exactamente dónde me hallo, les informo que estoy en uno de esos paradisíacos y, en cierto modo, afrodisíacos rincones del Sur, donde, por una cena en un mesón de medio pelo, una buena dosis de desparpajo y visión, y el atrevimiento de un hombre lanzado, puedes cabalgar todas las veces que quieras encima de todo lo que se menea a dos patas.
Antonio Chávez López
Sevilla enero 2005