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Media vida mal gestionada

antonio chavezantonio chavez Miguel de Cervantes s.XVII


Media vida mal gestionada

El espejo de su raquítico cuarto de baño le devolvía una imagen que no quería ver, pero que sin embargo no podía ignorar. 

Frisando los sesenta, se podían ver unas esenciales entradas en lo que en el antaño fuese una profusa cabellera. La barba, prolijamente recortada, enmarcaba una cara que podía verse como común, pero de ninguna de las maneras desagradable.

Pero no era su aspecto lo que quería evitar ver, era lo que ese aspecto ocultaba. Sentía que había perdido una buena parte de su vida, la mayor parte, la parte más importante, y que el hecho de intentar algunos cambios a esas edades, no le daban los resultados apetecidos. 

Había sido un hombre próspero en su juventud y durante muchos años de su adultez, pero la pésima gestión de su vida, con excesivos impagados de algunos de los muchos clientes de su negocio, demasiados gastos improcedentes y, sobre todo, “ciertas amistades no recomendables”, casi acababan por derrotarle.

A veces la depresión le ganaba, aunque siempre sonreía e intentaba que su carácter resultase lo más cordial posible, incluso afectuoso. Sin embargo, por dentro su pena se extendía en forma incontrolada.

Había amado a su esposa, pero jamás se había adaptado a la vida de casado, y esto, día tras día, iba creciendo hasta llegar al divorcio, en la que solo fue ella, ¡la muy zorra!, la única favorecida; es decir, la puntilla para él.

Su formación académica acumulada, encajaba a la perfección en el mundo actual de globalización, de especialización y de ingeniería en todas las áreas, y sentía que era mucho lo que aún podía aportar, pero nunca conseguía transmitirlo a ellos, a sus imaginarios empresarios.

Su estómago empezaba a hundirse por encima del cinturón, y las canas empezaban a ganar la guerra en cabeza y barba. Se estaba haciendo viejo con desmesurada rapidez. 

Encendía allí mismo, frente a su espejo, el primer cigarrillo de la mañana, al que, sin duda, le seguirían al menos diecinueve más, hasta completar una cajetilla. El humo nuevo le obligaba a entrecerrar los ojos, y la imagen en aquel espejo delator se hacía un poco más soportable.

Interrumpía la rutina en el cuarto de baño, para ir en busca de un café negro, y el silencio de la cocina le golpeaba el pecho, oprimiendo lo que él pensaba que debía ser su corazón. Añoraba su hogar conyugal, surtido durante muchos años de todo, de lo superfluo y de lo cotidiano; añoraba la presencia de sus hijos, añoraba... añoraba… y no paraba de añorar... 

Pero un agudo pitido de la cafetera lo arrastraba a la realidad, y en pocos segundos su infame desayuno estaba listo. Era demasiado temprano aún, y el reloj no le impelía darse prisa. Un largo y tedioso día, con poco que hacer y un aburrimiento descomunal, era lo que esperaba.

Sentado a la mesa de su inhóspita cocina, recordaba el sueño de esa noche; no era en él un magnate, ni un célebre artista, ni tan siquiera un hombre soñador, como en otros; era simplemente un humilde obrero, un limpiador de aseos públicos, con un mono blanco y unos guantes azules como vestimenta oficial, que malvivía de lo que buenamente dejaban los usuarios en un cartón, posado en el lavabo, y aunque era el único “ingreso” que tenía, lo odiaba con todo su ser.

Terminaba su café, y también su aseo personal, con una imagen mental de guantes azules limpiando retretes. Un impecable traje gris marengo, una camisa celeste y una corbata de seda, acompañado de unos zapatos de marca, todo esto del antaño, adquirido en su antigua boutique de caballeros, era lo que elegía para vestirse ese día, hasta llegar a su puesto de trabajo, que ya en él cambiaba por la indumentaria citada. Parado en el umbral de la puerta de su humilde piso, echaba un último vistazo para asegurarse de que todo estaba... bueno, en relativo orden, y cogía las escaleras rumbo a la calle.

La misma gente borrega de cada días deambulaba cabizbaja, sin rumbo fijo. Su calle estaba empapada, debido a la intensa y permanente lluvia de la madrugada anterior, y todos los edificios colindantes parecían lavados y resplandecientes con los primeros rayos de un brillante sol de mediado de junio.

Un olor de churros calientes, que salía de una cafetería próxima, casi lo desmayan. Con pasos largos apresuraba su llegada a la Puerta de Jerez. Como cada día estival, buscaba la sombra de un añoso árbol, plantado en unos jardines simbólicos de la ciudad, y, sobre sus exageradas raíces superficiales acomodaba su trasero.

Miraba la gente pasar, apresurada, ignorándole, y el peso de sus penas hundía su cara entre las manos. Lágrimas discretas humedecían sus dedos, y la desesperación le ganaba la primera batalla del día.

Pensaba ir a coger un periódico del día en el puesto de prensa de su buen amigo Curro, para leer un poco, y se imaginaba la lectura de numerosos anuncios clasificados, que ofrecían trabajos para los que él estaba cualificado. Resignado y triste, alzaba con relativa dificultad su enjuto cuerpo, con la idea de ir a cumplir con su cometido. Pero una sorpresa congelaba su tristeza.

Frente a él, una preciosa niña rubita, de unos cuatro añitos, le miraba extasiada portando un original bizcocho firmemente aferrado a sus regordetas manos. 

Se enjugaba sus someras lágrimas, y a su vez la niña ladeaba su cabeza y en casi media lengua que, sin embargo, le era perfectamente entendible, le decía:

— No llores más, toma -y tendía el bizcocho con forma de barco.

Lo cogía sin pensar bien en lo que hacía, y le sonreía a la cría, que, dándose la vuelta, feliz, corría hacia su madre, cuya no le quitaba ojo de encima y que la esperaba en la cola del metro, a poca distancia, emocionada por el bello gesto de su pequeña gran hija.

Más lágrimas pujaban por regar sus ojos, pero se negaba a que saliesen. Miraba el tan oportuno como inesperado obsequio, y el peculiar bizcocho terminaba de tres bocados en su estómago, dejando ver solo el ancla del barco.

Una sonrisa iluminaba la plaza, y parte de la ciudad, por lo menos desde el Puente de San Telmo, hasta el Puente de Triana, recorriendo el Paseo de Colón y la Plaza de Toros de la Real Maestranza, por un lado, y por el otro, el Paseo de las Delicias y el Paseo de la Palmera, hasta el estadio del Real Betis, el Benito Villamarín, club señero de la ciudad de Sevilla.

Se levantaba raudo y miraba el sol por encima de la terraza del Hotel Alfonso XIII, y Sevilla parecía retribuir su sonrisa.

Empezaba a caminar por el césped, recién cortado, de los Jardines de Cristina hacia la Avenida de la Constitución, pero a medio camino se detenía, daba un pequeño salto, juntando por detrás de su cuerpo los tacones de sus zapatos, y con su característico optimismo levantaba sus brazos hacia el cielo y saludaba efusivamente a su ciudad... ¡Buenos días, Sevilla!




Antonio Chávez López
Sevilla agosto 2001


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