
Más que una calentura veinteañeraDespués de seis semanas y cinco días sin saber nada de ella, decidí visitarla de nuevo. Y no quería porque era una agonía de la que no quería ser partícipe un segundo más. ¿Acaso no se daba cuenta? Obviamente no. Para ella sólo era sexo, pero para mí no, para mí era amor. Lo podría definir de otras maneras, pero la más acertada es amor. La amaba con toda mi alma y en absoluto me importaba la diferencia de edades entre nosotros dos.
El cielo estaba plomizo, encapotado, gris, como mis ojos, como mi ánimo… Para evadirme un poco, encendí el móvil y me puse los auriculares. “Lágrimas Negras”, versionada a violín Stradivarius por el joven cordobés Paco Montalvo sonaba en ese momento. Un tema acorde con mi situación. Aquel violín hablaba, y sus cuerdas me estaban ahogando.
Cogí entre mis cosas una fotografía de ella, y la besé. Rogaba mentalmente que estuviese en su casa, y sobre todo que me escuchase, que me gritase, que hiciese algo, pero que no le fuese indiferente.
Cerré la puerta de mi casa y me metí la llave en el bolsillo, con tanta fuerza que pensé que se iba a romper el forro. Cogí mi bici y empecé a pedalear hacia su casa, hacia mi salvación o hacia mi perdición. No lo sabía aún...
No tenía por qué apresurarme, y tampoco tenía por qué demorarme. Avanzaba a velocidad constante, constante y rutinaria como se había convertido mi vida. Durante el trayecto iba recordando sus abrazos, sus besos, sus gemidos, sus palabras de comprensión, pero también su indiferencia, su rechazo a mis abrazos, a mis besos, a mis palabras...
Las primeras gotas empezaban a caer, mojándome la cabeza, los brazos y la bici. Al poco, desbordaba en un chaparrón, que me estaba empapando. El móvil y los auriculares se apagaron de pronto. Estaban heridos de muerte, pero el agua torrencial acabó por matarlos. Lágrimas hirientes aparecían inconclusas en mis ojos, mezclándose con el agua fría de la lluvia que fluía por mis mejillas.
Recorridos a duras penas los seis kilómetros que separaban su casa de su chalé, llegué con la convicción de que era la casa de mi amiga, la que me doblaba en edad y en sentimientos. Pulsé el timbre y, después de una impaciente espera, miré por la rendija y... ¡oh!, guapa y sensual venía hacia el portón caminando.
Traía un paraguas verde. Llevaba ceñida camiseta y ceñidos vaqueros, exhibiendo la perfección de una anatomía de 44 años, y calzaba unas zapatillas transparentes. Sus delicados y pequeños pies, que tanto me gustan, estaban decorados con uñas pintadas en rojo. Saltaba de puntillas, esquivando los charcos acumulados en el trecho hacia el portón. Me abrió la puerta y me miró largamente, con los ojos sorprendidos y las cejas enarcadas, como si fuese una aparición lo que estaba viendo...
- ¡¿Qué es lo que haces aquí?! -me preguntó, airada.
- Necesitaba verte. Y no me niegues la entrada que vengo empapado.
- ¡Pasa, pasa, pero eres un tonto y vas a coger una pulmonía!
Entré con mi bici, y, ya protegido de la lluvia, me sacudí la cabeza, rociando agua a mis alrededores.
- Voy a traerte una toalla –me dijo, más tranquila, y se fue hacia la vivienda, y yo detrás de ella.
En el interior de la casa, se podía oler el olor picante de pasiones ocultas, en mi caso de una cuarentona y un veinteañero.
Regresó con una toalla verde grande. La cogí de su mano y me sequé. La toalla olía a su perfume. Cerré los ojos y aspiré con fuerza.
- ¡Solo a un loco como tú se le ocurre venir hasta aquí en bici con este tiempo! ¡Y no me digas ahora que no sabías que iba a llover! -me recriminó, airada de nuevo.
A su modo, seguía protegiéndome. Le sonreí, como un agradecimiento.
- ¿No te gusta verme? Mira que todavía estoy a tiempo de irme –le dije, a la vez que le devolvía la toalla y me iba hacia el portón.
Me detuvo poniéndose delante de mí.
-sigue y termina en página siguiente-
Comentarios
- Ya que has venido hasta aquí, quédate al menos hasta que escampe -me pidió, acercándose más a mí, sonriéndome seductora y cambiando de talante.
- Anoche soñé contigo -añadió, súbitamente.
- Y yo todas las noches. Pero no de la forma que estás pensando. Solo vine porque quiero que hablemos -respondí.
Por un instante, una estela de temor se asomó en sus ojos. No creo que fuera miedo a que la dejase. Era una mujer fuerte y me lo había demostrado más de una vez. No tenía por qué tener miedo a una separación, porque estaba en una excelente situación económica y además tenía una armonía física sensacional con la que podía conquistar fácilmente a cualquier hombre. Pero si realmente tenía miedo, no me lo iba a decir.
- ¿Y de qué quieres que hablemos? -me preguntó, pasados unos minutos.
- De algo que tú no sepas ya. Te amo.
- Ya estás de nuevo con tu cantinela de siempre -se apartó de mí.
Alargué el brazo y la atraje. Enmudeció cuando la estreché a mi cuerpo, mojada mi ropa aún. La miré y le dije:
- No lo comprendes o no lo quieres comprender. No me conformo con tenerme a tu disposición en tu cama cada vez que te pique ahí abajo, lo que quiero es estar contigo en todos los sitios. Lo que siento por ti es más grande que el mejor polvo. ¡Por favor, tómame en serio!
Se soltó bruscamente de mis brazos sintiendo de pronto un dolor en el pecho. Pero al poco se repuso y me dijo en forma de pregunta:
- No ves que lo que me estás pidiendo es un imposible? Tengo 44 y tú 22. En 7 más habré sobrepasado la barrera de los cincuenta, y probablemente mi sexo no funcionará del modo que tú quieras y yo quisiera, por lo que buscarás otra para tus desahogos. Fui engañada una vez, y te juro que no lo seré más.
- ¡No buscaré a ninguna otra! ¡Seguiré enamorado de ti! -me sulfuré.
- ¡Sal inmediatamente de mi casa! -me ordenó, como única respuesta.
Empero su enérgica respuesta, me aproximé más a ella, llevé mi cara a la suya y la miré a los ojos, color miel, y le dije:
- Tú no quieres que me vaya, así que de nada te sirve sofocarte.
- ¡Lárgate! ¡No piensas! ¡Eres un inconsciente!
- Impetuosa me ordenas, pero sin convencimiento. Te conozco más de lo que tú crees. Conozco perfectamente bien cada detalle tuyo. ¡¿Obligarme a que me vaya?! ¡Intenta echarme si es que puedes y eres capaz!
Dicho eso, le besé el cuello, suave y terso para su edad. Movió la cabeza y cerró los ojos. Sus manos hacían presión contra mi pecho tratando de que me apartase, pero poco a poco la presión iba cediendo.
- No me hagas esto –ésa su frase, “calientemente sexual”, la incitaba.
- Sientes lo mismo que yo, pasa que no te atreves a reconocerlo -le dije, como si mi corazón contraatacase.
En un fuerte arrebato, le besé la boca; suavemente primero, y después salvajemente, acariciándole la lengua con la mía. Pero como su respiración empezaba a agitarse, me aparté.
Comencé a tranquilizarla abanicándola con una de mis manos. Los auriculares, aún en mis orejas, me estaban fastidiando, así que violentamente me los quité y los arrojé contra el suelo, junto con el móvil.
- ¿Por qué tiras eso? -me preguntó, recuperando su respiración normal.
- No funcionan. Se los cargó la lluvia. Pero eso no importa ahora.
Súbitamente y con desesperación, sus manos se aferraron a mi espalda, intentando arañarme por encima de la camisa, la cual, rápidamente me quité. Mis manos se posaron en su cuerpo, recorriendo con lentitud cada curva, como si quisiesen memorizarlo. Sus sentidos se iban aflojando y un suspiro profundo embriagaba mi oído izquierdo, cálidamente...
Entre unas leves lágrimas de ella y suave sonrisa mía, en brazos la llevé hasta la amplia y mullida alfombra roja de su salón, extendida en medio de dos modernos y cómodos sillones reclinables con fundas rojas.
Una vez en la alfombra y con más libertad de movimientos, profundicé mis besos en su cuello, mientras una de mis manos iba transitando por la parte más alta de sus muslos...
Se le escapó un gemido a la vez que accidentalmente mi boca rozó uno de sus erectos pezones por encima del sujetador, y ahí me corroboré una vez más que me sentía, que me amaba, que me deseaba, pero que luchaba contra sus sentimientos para no sentirme, no amarme, no desearme...
Sin embargo su aparente oposición, con ternura y no menos decisión me quitó toda la ropa, lo que me alentó a quitarle la suya, admirándome una vez más la perfección de su desnudez. No me dio tiempo a ser yo el primero en iniciar lo que tanto ansiábamos, porque separó rápidamente sus muslos, invitando a que mi lengua, como lanza, se hincase en su humedecido y deseoso sexo...
Y así -disfrutando los dos al máximo- vino lo demás que dos amantes enamorados son capaces de inventar, saliendo de nuestras bocas los gemidos más fuertes de todas las veces que antes habíamos hecho el amor. Y al final de tanto y tan variopinto placer, ella, con los ojos llenos de lágrimas, me dijo que su voluntad le pedía a gritos que no nos viésemos nunca más, pero que su corazón y su sexo estaban completamente sordos.
Antonio Chávez López
Sevilla febrero 2004