Laurita
Era un sábado de mayo y estábamos en la ciudad de Sevilla. Una vez en la habitación del hotel, me di una ducha con un gel perfumado para liberarme de los efluvios de la leña y el cordero asado que habíamos comido un ingeniero y una ingeniero (Pepa) de nuestra misma empresa, y yo. Cuando salí de la ducha, telefoneé a la habitación del “objeto del deseo de todos los machos y de algunas hembras de la plantilla de nuestra empresa”: una despampanante rubia, Laurita, que era una de mis otras compañeras. Quedamos para cenar juntos en el mismo restaurante de aquel magnífico hotel.
Mientras cenábamos iba contándole lo hablado en el almuerzo, omitiendo el memorable episodio con Pepa. Habituado a las dosis de alcohol de los viernes por la noche, acabé la cena saboreando un Chivas, que no hacía sino acrecentar más mi casi molesta erección.
Laurita insistía en que teníamos que repasar los trabajos del lunes, lo que sería decisivo en el curso de las negociaciones con nuestros clientes. Propuso acabar la velada en la oficina de nuestra sucursal de Sevilla, que, por ser sábado, y solos los dos, podíamos trabajar con más tranquilidad ultimando detalles.
Caminando con un ademán profesional la seguí hasta la oficina. Ya en ella, la dejé proponerme una mejora en los precios de nuestros productos, mientras yo me debatía entre mi envolvente etílico y un fuerte impulso de sellar un apretado beso en los labios de Laurita, y seguidamente empujarla suavemente contra la mesa del escritorio.
La observaba mientras hablaba. Hacía tiempo que trabajaba con ella y habíamos colaborado y hecho muchos viajes juntos. Nunca la había visto como la veía aquella noche. Desbordado mi pene por un deseo irrefrenable; ante mí, un bombón de 23 años, pelo rubio, cara guapa, ojos verdes (más verdes que los de Pepa), cuerpo no muy delgado, pero extraordinariamente proporcionado, e imaginaba unos pechos puntiagudos bajo la blusa. Por primera vez fijé mi visión en su redondo culo y en sus muslos, y los sopesé con la mirada mientras caminaba con un contoneo natural pero excitante, mientras iba a coger unas bebidas de la mini nevera de la oficina.
Contra más la miraba, más la deseaba. Ardía mi miembro. Cogí dos bebidas y le di a ella la más fuerte. Bebía distraídamente mientras tecleaba en el teclado del ordenador portátil. Pasado un instante, veía su contento como el calor que se desprendía de su normal compostura, más formal. Esperé unos segundos hasta dejar que los efectos del alcohol fluyesen cual incentivo. Sentada estaba en un sillón giratorio, el portátil sobre la mesa, y yo en una silla de enfrente, pero me levanté, cogí la silla y me senté a su lado.
Empecé a acariciarle el cuello:
-Deja eso ahora y relájate un poco. Permíteme que te masajee un poco las cervicales.
Cedía a mi propuesta con cara de alivio. Bajaban mis dedos por su espalda, soltando Laurita un ¡ah! Alejó el portátil y se abandonó a mis dedos, que los acompañé con otros dos de la otra mano, hasta que se dejó caer sobre la mesa, vestida aún, pero con su redondo culo en pompa entre el ordenador y los papeles esparcidos. Y entonces me incliné de lado sobre ella y le mordí la boca, metiendo mi deseosa lengua en busca de la suya.
Ella se dejaba hacer. Le palpé los pechos por encima del sujetador: eran como las había imaginado: grandes y firmes. Le abrí la blusa y le quité el sujetador, y aparecieron, en medio de dos aureolas amarronadas, dos rosados mamelones erguidos; los mordisqueé, pero conteniendo mi vehemencia. Gemía Laurita mientras le quitaba el resto de la ropa.
Desnudos los dos, nuestros cuerpos envueltos, y mi miembro presionando contra sus nalgas.
Tras varios segundos, con rápida agilidad descendió y se sentó encima de mis muslos, lamiéndomela con la boca, húmeda y cálida. La sostuvo de ese modo un rato, con un rítmico movimiento de su lengua, lo que me la endurecía hasta unos límites insoportables. Me giré para poder a mi vez lamerle el sexo. Al ritmo de mis lamidas, ella gemía y se estremecía, pero seguía con mi miembro en su boca, envolviéndome el glande con sus labios superiores, lamiéndomelo en toda su largura y grosor. Hubiese podido permanecer así una eternidad, merced al efecto retardado del alcohol. Pero Laurita me puso boca arriba, se empotró encima de mí y se la metió de golpe en su cueva. Cabalgaba sobre un pene engrosado y marmóreo, hasta explotar en un orgasmo que la acometía largos segundos, cayendo sobre mi pecho desnudo, y su cuerpo convulsionándose.
La dejé descansar, y luego la giré. Me posicioné sobre ella en su culo. Acaricié sus nalgas y le pasé el dedo del corazón de la mano derecha por el sexo, metiéndoselo después en el agujero negro, que estaba dilatado a causa del reciente orgasmo, y entonces le metí el pene vibrante empujando para ir profundizando. La oía gemir de placer. Mantuve un ritmo permanente, acometiéndolo varias veces, pero el culmen de mi excitación aceleraba mi verga, hasta que con una pronunciada sacudida descargué largando rugidos de lobo. Me recliné sobre ella y le mordí los pezones. Nuestros cuerpos fundidos y enlazados, rendidos y satisfechos, y felices también.
Mientras tanto, el portátil pitaba insistentemente por falta de batería
Antonio Chávez LópezSevilla mayo 1999