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El manjar

Lo cierto es que he de utilizar toda mi fuerza de voluntad para no abalanzarme sobre la comida, pero por fortuna todavía conservo mucha de esa fuerza. Eso sí, no puedo evitar pasar la lengua por los labios y chasquear suavemente, anticipándome al banquete que me espera. Todavía está caliente, todo un lujo en los tiempos que corren.
Saco mis cubiertos de un pequeño bolso que todavía conservo y los coloco a mi lado. Hubiese preferido comer sobre una mesa, como antes, pero desde luego no hay ninguna cerca. Coloco la cucharilla de postre a mi lado y rasgo el tenedor contra el cuchillo varias veces, produciendo ese incómodo sonido de metal contra metal. Antes no lo podía soportar, se me erizaban los pelos de todo el cuerpo y me entraban ganas de estrangular a alguien. Ahora ya no me produce ninguna molestia. Es más, siento un extraño placer al hacerlo, ya que lo asocio con la comida.
Pincho la carne con el tenedor y corto un trozo de muslo con finura. La sangre brota con suavidad y se desliza por la piel. Llevo el pedazo cortado hasta la boca y lo saboreo. Es como si fuese la primera vez; siempre es como si fuese la primera vez.
Mientras mastico y engullo observo el cuerpo de la mujer. No debe de llevar ni una hora muerta. Toda una suerte para mí. Corto otro pedazo y lo degusto. Carne fresca… es tan difícil conseguirla, y no digamos no tener que compartirla.
Mis impulsos me llevan a mirar su rostro y lo que se esconde dentro de ese cráneo tan bien formado. Desgarro la ropa y dejo los pechos al aire. Hace unos años lo que tenía entre las piernas seguro que su hubiese puesto tieso como un mástil, pero se me debió caer en algún momento.
Pincho el pezón con el tenedor y corto alrededor con el cuchillo bien afilado; me encanta esta parte más dura. Al brotar la sangre me dejo llevar por mis instintos y me permito un pequeño capricho: me abalanzo sobre la el pecho ensangrentado y succiono y succiono hasta dejarlo seco. Este pequeño arrebato ha mellado mi voluntad. Siempre que dejo que mi naturaleza salga acaba por hacerse con el control.
Debo apresurarme antes de que lleguen los demás, no tardarán en olerlo. Pincho su ojo con el tenedor y lo extraigo, no sin algunas dificultades, tras cortar el nervio óptico cuando ya está fuera. Muerdo el ojo con fuerza; me gusta notar cómo estalla en mi boca y se desparrama su interior. Me recuerda a esa sensación de morder una uva. Mientras mastico con calma dejo el tenedor junto a la cucharilla y cojo ésta con los dedos pulgar e índice. La introduzco en la cuenca vacía del ojo y machaco con fuerza hasta dejar una pulpa. Noto como el ansia rompe mis barreras de voluntad, una a una, de forma implacable. El verdadero manjar está a unos segundos de distancia.
Meto los dedos de la otra mano y retiro la musculatura que me oculta el postre. Introduzco la cucharilla y remuevo en el interior, machacando el todavía duro cerebro. Si pudiese, salivaría.
El deseo irrefrenable que me invade me indica que estoy cerca de sucumbir.
Con el pulso tembloroso extraigo la cucharilla llena de pulpa cerebral y me la llevo a la boca. Ah, esto es el éxtasis. Me deleito con esta explosión en mi interior. Un sabor indescriptible, una sensación embriagadora. Vuelvo a introducir la cucharilla y extraigo otra porción. Delicioso.
Y antes de sucumbir por completo al ansia devoradora me reafirmo en lo que siempre digo: ser un necrófago no tiene por qué estar reñido con la buena educación.
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