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Las trompetas del mar

Las trompetas del mar



  

Mantenerse en pie, en ocasiones es pura ostentación del sinsentido más obstinado, como una ruina. Después del suceso, la vida -¿quién si no yo mismo?- me incorporó a su arenal movedizo, hundiéndome torpemente hasta el último centímetro, mientras conseguía abrirse paso el aliento sobre el pecho oprimido, contra toda voluntad. Un día, por fin, emprendí la ruta que tantos otros ya antes…, conocedor de que nunca escucharía mis trompetas del mar.

Llegué al puente en la noche cerrada. Los veloces faros, allá abajo, me hechizaban. Se me figuraron almas aceleradas hacia ningún lugar. Apoyé mis palmas sobre el pretil, comencé a concentrar mis músculos, que para sorpresa de nadie se habían reservado bajo un mínimo suficiente para la ocasión. Y cuando ya colgaba mi torso en el vacío, sujeto apenas por la balaustrada, me di cuenta de la mujer oscura: elegante, alta, deprimente… A todas luces había trazado la misma ruta que yo. Estas historias son bien conocidas, por lo que me ahorraré el cliché, si eso fuera posible. Si acaso soñé aquellas palabras o las escuché en realidad, transformadas nada más salir de aquella boca sin vida, y a la vez vivificante, en los elegantes arpegios dorados de Chet, nunca lo sabré. No vi ningún error de cálculo en postergar un rato mi partida, y aunque siempre he sido una calamidad en el baile, acepté la oferta, principalmente porque no pude resistirme a aquellos labios inertes que no hablaban, sino que fraseaban tristes compases de trompeta con el sonido nítido que era habitual en Chet.

 

Maté a un niño: ese fue el suceso. Un jarrón se hace trizas en un instante y ya no hay reparación posible. Para un matemático, como yo lo fui, las trizas afiladas de la probabilidad penetraron cada entraña, cada nervio. Porque no es justo que una vida intachable se trunque de esta manera, como tampoco lo es que lo haga el aliento de un inocente. Pero la vida no es un algoritmo que se pueda corregir, esa es su grandeza y su pequeñez. A la criatura me hubiera sido imposible verla salir a la calzada abierta entre dos coches aparcados, pero podría haber anticipado la tragedia si mis ojos etílicos hubieran visto el balón de cuero, deslizándose por el plano de la tragedia como un sólido platónico, sordo y estéril. La Medalla Fields descansa ahora en algún océano de basura, junto al anillo de matrimonio, junto a mi carrera y mi esperanza. Junto a mi alma. Que la jodan a la Medalla Fields.

 

Siempre fue un obtuso para todo lo que no cupiera en el ámbito del estricto orden, de lo mesurable, lo geométricamente argumentable… Y aunque soy conocedor de que la música tiene su base ponderable y exacta, tuve siempre animadversión hacía ese universo de caos programado. Hasta que conocí a Chet. Ignoro su verdadero nombre. Alguien del gremio debió ponerle el sobrenombre en honor al famoso trompetista. Era bueno, muy bueno. No sé por qué razón persistía en vivir en la calle, pues cada día llenaba su gorra de calderilla e incluso algún que otro billete. Alguna vez que por azar había podido ubicar mis cartones en el suelo, cerca de Chet, intenté darle conversación, pero ni hablaba nuestro idioma, ni parecía con intención de hacerlo. El vino te lo aceptaba sin rechistar, a cambio de algún arpegio sardónico. Si le conseguías ginebra británica tenías asegurada la banda sonora de tu noche ciega y lisérgicamente infernal, donde los plateados hilos de algún gusano cósmico te protegían como a una larva.

Mis vagabundeos de mendigo terminaban en ocasiones junto al muelle, donde Chet fraguaba su magia al atardecer. Lejos de él, en algún ponzoñoso recodo.

Así pasaban los miserables años.

Hasta que Chet se fue también. Aquella última tarde no tocaba. La trompeta permanecía guardada en su estuche. Lo vi observar el mar como quien observa un espectáculo único. Vi a Chet llorar de felicidad. Esa noche le acerqué a Chet un rioja que había robado en un ultramarino. Él me preguntó si yo también las había oído. Oído el qué, Chet, le pregunté, bebiendo del gollete del rioja. Las trompetas del mar, me dijo, el sonido más bello del mundo. Las malditas trompetas del mar.

Chet se marchó.

Encontré su trompeta junto a mis cartones cuando rompía el alba.

Tardé meses en sacar el más mínimo ruido de aquel instrumento, que parecía vinculado exclusivamente a su dueño. Tardé años en tocar si quiera la mitad de bien que Chet. Apenas obtenía donativos en mi redondo sombrero de matemático. A mi eso no me importaba, yo solo quería ser meritorio de la respuesta del otro lado de las olas. Ganarme la indulgencia del destino. Escuchar mis propias trompetas del mar.

 

Toqué y toqué hasta desfallecer.

Un día y otro.

Nunca escuché nada proveniente del mar.

Al final una noche partí, sin esperanza. De mi fardo saqué un viejo traje que se conservaba intacto. Una vez fui un hombre correcto y quise irme conservando mi esencia. Irme tal y como había venido.

Llegué hasta un puente, había una mujer muerta en vida, con labios rojos como el fuego…

 

En una pista de baile nimbada de girones de humo y luces australes está ella bailando. Yo quisiera levantarme, caminar hacia sus labios rojos como el fuego, pero ya no puedo. A duras penas, derramando buena parte del líquido puedo apurar la copa a la que ella me ha invitado hace un momento. Y todo se va fundiendo en colores nunca vistos, y de repente la orquesta deja paso a un sonido sorprendente, vibrantes arpegios me despiden para siempre.


Comentarios

  • Marcelo_ChorenMarcelo_Choren Juan Ruiz, el Arcipreste de Hita s.XIV
    Estupendo (y no es peloteo).
    La muerte del niño, que no se muestra, es terrible.
    Me impactó la caída a los infiernos, la resignación ante lo inevitable, y el final a toda orquesta... No, a toda orquesta no, a toda trompeta.
    ¿Este era el cuentucho? No jodas.

    Saludos,
    Marcelo
  • Uno nunca está contento con sus criaturas. Lo bueno de los foros es la visión de los otros, a veces. La alternativa es dejar descansar el texto, como un vino, durante meses o años y leerlo habiéndolo olvidado, como si así leyera uno un texto ajeno. Para mi jugar con elementos tan trillados como matar a un niño en un accidente de coche, me parecía un camino directo al lugar común. He tenido que hacer un malabar, como cuando uno se aburre en una comida familiar y intenta dejar la cuchara sopera sobre el borde de un vaso. Y luego tengo la sensación de que después de tantos años sin escribir, tengo los mismos vicios, sigo siendo yo, maldita sea. Quién demonios querré ser? En todo caso, este cuento es lo de menos: me resulta reconfortante este "reencuento". Un abrazo. 
  • Marcelo_ChorenMarcelo_Choren Juan Ruiz, el Arcipreste de Hita s.XIV
    Lo mismo digo. Usar un lugar común de manera que no sea un lugar común, requiere mucha esgrima.
    Un abrazo
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