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Sobre cómo terminó y comenzó nuevamente.

Hola comparto uno de mis cuentos cortos de ficción, el título fue improvisado porque no tengo uno todavía. Saludos.


Sobre cómo terminó y comenzó nuevamente.

 

En la noche primaveral de un lugar lejano, el ensueño me aborda nuevamente y recuerdos ajenos de tiempos remotos flotan sobre mis párpados cerrados. Ahora puedo ver con claridad una costa distante, el mar chocando en las rocas rojizas de un acantilado, formando remolinos de espuma, salpicando y cubriendo con sal las altas paredes rocosas. También se sienten días cálidos en este lugar, el sol brilla y la brisa lleva un aire calmo y sereno, pero es engañoso, una voz o un recuerdo, no estoy seguro, me dicen que ese lugar es un rincón donde la vida agoniza.

Ya no hay bosques ni ríos, el lánguido avance de la tecnología hizo a la tierra estéril, contaminó los cielos y los mares, aniquiló especies y ecosistemas, ya no queda de dónde quitar ni a quién recurrir. Cuando la civilización moderna se dio cuenta de dónde estaba, cuando dejó de hacer la vista gorda abrazándose plácidamente a la ignorancia, ya habían pasado muchos años del punto de retorno, solo quedaba seguir resignado y tembloroso hacia el final de sus días.

El mar continúa inmutable golpeando las orillas del acantilado, los rayos del sol llegan y calientan su superficie húmeda y salada, hay cosas que no cambian. Por un segundo pienso, un acantilado como este no puede ser natural, no lo es, es una muralla, una barrera contra la hostilidad del mundo para poder protegerse. No hay playa, tampoco arena, solo grandes paredes formadas por rocas rojizas y pedregosas que se estiran a lo alto durante cientos de metros. Dentro se ve un valle con pastizales verdes, tan verdes que tampoco parece natural, tal vez ya nada sea natural en el mundo. Pero por más barreras que uno ponga, no importa qué tan altas sean las murallas, una enfermedad de siglos bajo un rostro de discordia y desesperación se filtra entre las grietas e impregna el aire, no hay isla que valga ni pared que cubra lo inevitable del viejo progreso devorador.

Ya son pocas, no son casi nada las razas que quedan, cada una adaptada a su manera, sobreviviendo por su cuenta con mecanismos retorcidos, parche sobre parche para ganar una bocanada más de tiempo.

Una de ellas era conocida como los hombres-maquina, una raza muy reservada que vive oculta bajo tierra en laberintos y túneles imposibles de cruzar, desde hace algunas generaciones atrás comenzaron a reemplazar partes de sus cuerpos para poder sobrevivir a los drásticos cambios en la tierra, así cambiaron sus hígados por filtros industriales para poder asimilar el agua pesada y sus pulmones por avanzados sistemas de ventilación comprimida que filtraban las diminutas concentraciones de oxígeno en el aire. Poco a poco los hombres-maquina dejaron de lado su humanidad si es que aún quedaba algo y se ocultaron cada vez más en lo profundo de la corteza terrestre. En su época de auge hubo ciudades enteras con los tesoros más valiosos de la ciencia y el saber, ahora aquella meca había muerto hace tiempo, no hubo truco ni ingenio suficiente, las arenas del tiempo son la certeza de nuestra transitoriedad y al final, en la lejana isla, cuando los últimos de éstos pudieron sentir el final de su extenso y cansador recorrido, entraron en una profunda contemplación.

El estado REM de los hombres-maquina es como una vibración que los abordó a todos en una especie de transe hipnótico. Y pudieron ver, como en un claro y distante paisaje, las muchas civilizaciones que los antecedieron, los distintos significados del honor o la gloria a lo largo de los siglos, los errores, el egoísmo, la agonía de un mundo que nos padeció sin tregua alguna, sin menguar un ápice de duda desde los rascacielos de verdes papeles o de las altas chimeneas humeantes, al igual que nosotros hoy en día. Y, por último, al final de este cuadro dantesco, después de las delicias y los placeres perfumados, la agonía de la propia existencia, la certeza de cómo termina la historia para cada una de las razas en aquella isla y en el resto del mundo. En lo que quedaba de la gran red, donde los incorpóreos revolotean desde tiempos remotos, se llamó a un consenso.

“La paz será la calma en nuestros corazones, es la única forma y la más digna de perpetuar nuestra huella en la tierra. Tal vez nadie sabrá jamás de los hombres-máquina, pero aún así habremos creado las bases del nuevo mundo, sobre nuestros hombros podrá descansar el peso de la esfera y habrá un principio después de nuestro final, este será nuestro legado.”

Así crearon la semilla, una semilla artificial que venía de sus extraños laboratorios con tecnología que ninguno de nosotros podría comprender. Ellos dijeron que esta semilla tenía dentro el principio más fundamental y desesperante en la naturaleza de toda planta, vivir, adaptarse y tal vez con el tiempo transformar todo lo dañino en algo puro.

Una cálida mañana de Agosto, con hermoso sol y tranquila briza de mar, un pequeño artefacto volador desentonaba con su cuerpo metálico, destellando reflejos de luz en el paisaje azul del cielo. Merodeando en los acantilados rocosos como una avispa sobre las flores, fue depositando cargas explosivas en toda la periferia de la isla. Es extraño cómo suceden las cosas a veces, casi parece irónico que ese mismo día una pequeña raza de hombres llegara para luchar y hacerse un lugar como tantas veces había pasado antes. Al instante los habitantes de la isla prepararon sus defensas y comenzó la batalla, sordas explosiones se vieron aquí y allá e instantáneamente en el aire se formaron grandes nubes de humo con aroma a pólvora y metales extraños. En el ajetreo cayeron varios guerreros de los transportes voladores directo a las saladas aguas del mar, uno de ellos, un comandante que llevaba en la cabeza una corona tan delgada y fina como un anillo que brillaba como la plata, llegó nadando exhausto a las rocas de los acantilados. Cuando comenzó a trepar en la pared agrietada se encontró uno de los explosivos, se acercó con cautela y se detuvo a unos pocos pasos de este, su pelo era largo y negro, su piel blanca como la leche, con una nariz afilada y puntiaguda bajo unos ojos vidriosos que estudiaban la esférica carga explosiva. No intentó desactivarla, sabía que era tarde, podía escuchar las explosiones a lo lejos, exhaló un suspiro que parecía contener desde hace días, sonrió, puso su mano sobre el aparato y dijo “Aquí estamos nosotros, ya estamos en casa”.

Las cargas se activaron, los acantilados cayeron y las aguas arremolinadas del mar cubrieron toda la tierra de la isla. A lo lejos, sobre un gran montón de aparatos y máquinas que flotaban ya como basura en el mar, estaban Finn y su compañero. Su compañero estaba de rodillas golpeando el suelo con los puños y llorando desconsolado. 

- No hicimos nada. - Decía una y otra vez.

Finn tenía las semillas con él, probablemente ellos también iban a morir en poco tiempo.

- No podíamos hacer nada. - le contestó con lágrimas corriendo por su rostro. - No podíamos hacer nada.

 

Fin
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