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La LISTA 6ª edición (fuera de concurso) El muerto era un "vivo"

antonio chavezantonio chavez Miguel de Cervantes s.XVII


El muerto era un “vivo” 

Mi nombre es Félix de Lugo y Pérez. Tengo 55 años y todavía sigo soltero. Desde primeros de este año permanezco de baja laboral, y ahora estoy todo el tiempo en casa porque tengo debilitado el corazón, con dos infartos y tres embolias de pecho a mis espaldas. Y después de las fatales consecuencias de esta verídica historia, que relato a continuación, tengo que estar medicándome con ocho pastillas diarias de por vida.
 
Estaba sentado en mi sillón frente al fuego de la chimenea, observando el balanceo de las llamas, cuando recordé que tenía que echar un vistazo a mi correspondencia. Entre todas las cartas que había, una de ellas llamó especialmente mi atención. Provenía de los Pérez y Pérez. Recordaba este maldito linaje, al que, aunque lejanamente, pertenecía. Por fin, el viejo conde había muerto. Para mi sorpresa, estaba invitado al velatorio a celebrarse en la mansión familiar, sito en la localidad de Motril (Granada), tres días después de recibir la carta
 
La numerosa familia Pérez y Pérez se remontaba al siglo XIV. Y a mí, aun estando en remota rama del árbol genealógico, me pidieron que asistiese. Preso de las dudas estaba en aquel momento, pero después de aclarar conmigo mismo ciertas cosas familiares, decidí asistir. Y mi duda era, básicamente, en que aquel bicho sangre azul, primo de mi difunta madre, se adueñó de la herencia de mis antepasados, e incluso de la que le correspondía a mi progenitora.

Era una fría mañana de enero con un cielo gris, pero presagiaba un día feliz. Tras un cómodo viaje en tren, estaba frente a la suntuosa mansión de los Pérez y Pérez. Se alzaba, inmensa e imponente, junto a un acantilado, donde las crestas de las olas golpeaban con frenesí la parte más baja. Un sendero flanqueado por una serie de árboles viejos sin pelaje discurría hasta la misma puerta de la entrada.

Empecé a recorrer el sendero con una anormal lentitud. Quería retrasarme lo máximo posible en llegar, ya que no quería ver concurrido el velatorio. Las piedras entrecruzadas del camino parecían retorcerse en cada paso que yo daba. Las sombras se alargaban, y el crepúsculo del horizonte se asemejaba a un tinte púrpura.

Alcé la mirada hacia el claro que se abría ante la mansión y vi que lujosos autos, seis, permanecían aún estacionados. Crucé con paso firme el estacionamiento y me detuve justo enfrente de la puerta principal.
 
Entré a la vivienda, a la vez que tres personas, que yo no conocía, salían del vestíbulo después de ofrecer sus condolencias a la señora condesa. Tras saludar, amable y cortés, con una leve inclinación de cabeza a los invitados, avancé en el tramo del pasillo que conducía al dormitorio principal, justo el del extinto conde.
 
Me hallaba parado en el umbral, inmóvil, mirando el macabro lecho. La sombra proyectada por el candelabro que iluminaba el cuarto bailaba alrededor del féretro, como si fuese un ser de ultratumba acechando a su víctima.
 
El cuerpo petrificado yacía en un pomposo féretro, vestido con un esmoquin negro, camisa blanca y palomita blanca, de la que colgaba un medallón, seguro que por algún mérito hipócrita en alguna cruzada. Sus manos mostraban una enfermiza palidez y reposaban alargadas. En el dedo meñique de la mano derecha tenía incrustado un grueso anillo de oro y platino y dos diamantes, con el escudo heráldico del apellido Pérez. Su poco pelo estaba peinado cuidadosa y pulcramente, como en vida, según una fotografía que yo conservaba, ya que nunca lo vi vivo en persona.
 
Aun teniendo el cuerpo sin vida de aquel malvado aristócrata ante mis ojos, no podía creer que estuviese realmente muerto.
Era de prever que su dormitorio estuviese vacío. Nadie quería a aquel bastardo. Durante su vida, había amargado la vida de todas las personas de su alrededor. Aún podía sentir la malaleche del condenado conde.

La fría expresión de su semblante, solo era alterada por una diabólica imitación de una sonrisa humana. Estaban estirados sus finos labios, victoriosos incluso muerto. Intenté apartar los ojos del occiso, pero algo me lo impedía. Tras manifestarme en fuerte oposición, de su nefasta influencia conseguí liberarme.

Al volver a mirar su mueca sonriente, se me deslizaba un gélido escalofrío por todo el cuerpo, y sus oscuros ojos parecían escudriñarme, hundidos en sus órbitas
 
"¿Cómo puede ser que un ser humano pueda causar todavía tanto horror a pesar de que está muerto? ¡Ojalá ardas entero en el infierno, cabrón!", me pregunté y me dije para mi interior.

Luego de que ese pensamiento emanase de mi mente, un crepitar de velas parecía estremecerse, realzando el tormento del aquel lugar maldito. Me estremecí, pero me repuse y me entregué al cometido para el que había acudido al velatorio.
 
Me acerqué más al cadáver del conde, al mismo tiempo que el resplandor del cuarto centelleaba sobre su cara, dándole, más aún, un semblante falsamente cálido. Vi en su mano el costoso anillo. Dudé durante un momento, pero, al ver cómo lucía injustamente en su agarrotado dedo, mi duda se disipaba, volviendo a poner en su debido lugar la creciente repugnancia que sentía.
 

-pasa a 2ª y última página-


Comentarios

  • antonio chavezantonio chavez Miguel de Cervantes s.XVII


    Mi conciencia estaba de acuerdo mis intenciones en ese momento.

    Sentía entre mis dedos el gélido cuerpo del finado, mientras intentaba extraer el anillo. Parecía fundido en el propio dedo. No conseguía sacarlo.

    Terribles nervios se apoderaban de mí. Temía que alguien entrase al cuarto justo en ese momento. Cogía con más firmeza la mano y hacía girar el anillo sobre el dedo. Luego de tres intentos, logré que se desprendiese de la rígida extremidad. Mientras miraba el oro, el platino y los diamantes, la expresión en mi cara era de triunfo.
     
    “Me llevo esto que le robaste a mi madre, carroña”, me dije.

    Una lengua de fuego danzante sobre las velas se alargaba tétricamente. Pero frente a mi triunfo, decidía no prestar atención a eso.
     
    Me sentía feliz y satisfecho.
     
    Iba saliendo del cuarto, cuando oí un leve golpe que alteró el sobrecogedor silencio. Me di la vuelta a ver qué era lo que lo había ocasionado. Me quedé petrificado. No me sentía aliviado al cerciorarme que era la fría mano del finado al golpear el féretro lo que originó ese ruido. Algo había cambiado en los ojos del conde; ya no escudriñaban solo los míos con ira, ahora estaban más altivos y parecían salirse de sus órbitas, como si estuviesen intentando hipnotizarme.

    Deseché cualquier idea supersticiosa de mi cabeza y salí al pasillo, el cual no se veía más reconfortante. A pesar de eso, anduve con pasos rápidos. Los invitados se hallaban en la cocina. Me apresuré hacia el salón principal de la mansión. Todavía me sentía nervioso por el escalofriante momento del hurto.

    Al abrirse ante mí el espacioso salón, una poderosa sensación de vértigo se abría paso a través de mi subconsciente. Me apoyé en la puerta. Tenía que tranquilizarme. Todo había acabado. El conde estaba muerto, y yo ya podía regresar a mi casa con mi anillo. Con ese pensamiento revoloteando en mi interior, me senté en un suntuoso sillón junto a una no menos suntuosa chimenea.

    Del techo pendía una pesada araña de bronce, donde, al final de cada una de sus patas, crepitaba una llama alocadamente.
     
    Debí quedarme traspuesto, tal vez por mi enfermo corazón, puesto que tanto familiares como invitados se habían ido ya. Un repulsivo silencio se cerraba contra mí.

    De pronto, el sepulcral silencio era roto por algo deslizante que provenía del pasillo. Mi espalda se pegaba al sillón al oír un sonido acercarse por el pasillo. En aquella mansión todo parecía siniestro, y vivo. Todo sonido se asemejaba a algo agonizante que emergía del sótano. Entero y sereno tenía que mantenerme.
     
    “Lo más sensato sería irte ahora mismo de aquí, Félix”, me dije.

    Pero, súbitamente, un ruido apareció cuando unos largos dedos se aferraron al marco de la puerta. Una pequeña hendidura indicaba que anteriormente uno de esos dedos había llevado un anillo. Angustiado, deduje que era la mano del conde.

    Me erguí frente a tan horrible secuencia. El aristócrata arrastraba penosamente sus pies y trataba de acercáseme. Sus ojos no solo me escudriñaban como antes en su lecho, sino que también palpitaban, coléricos y centelleantes, bajo una más que repulsiva expresión de desesperada agonía. Traspasó el umbral, tras algunos pasos, extendió los brazos en el aire, como en una constante amenaza.

    “¡Está vivo! ¡Este hijo de puta no ha muerto!”, grité.
     
    Con mis propios gritos, mi corazón dio un vuelco. Mi mano se posó firmemente contra mi pecho. Mi corazón no podría soportar aquel creciente terror que se iba apoderando de mi persona. Observaba, enloquecido, cómo sus blanquecinos dedos temblaban ante la desesperación de asirse a mi cuello. La locura y la maldad no habían desaparecido en el alma negra del conde. Sin duda, aquel maldito ser quería recuperar su anillo.

    Estaba paralizado. Las manos del conde se cerraron fuertemente alrededor de mi cuello. Su expresión cambió a una horripilante risotada que, curvada en los extremos, se alzaba hacia los pómulos enfatizando su demencia, enfermiza locura en vida, podrida y mórbida en muerte.
     
    “¡Deja de reír, maldito bastardo!”, grité de nuevo.

    “¡Aparta de mí tu mirada!”, volví a gritar.

    Pero mis gritos no eran escuchados por nadie. Mi garganta no emitía voz. Mi cerebro le dijo a mi corazón que lo mejor para mi salud era que me tranquilizase del todo.


    Pero todo ese horror final salió de mi subconsciente. Lo que no salió, que es real, es que el anillo de oro, platino y diamantes está ahora en mi poder, cuyo valor es incalculable. Y mi felicidad es inmensa, pero no solo por tener semejante joya a mi disposición, pues no tengo problemas económicos, sino por haber saldado la herencia de mi madre.



    Antonio Chávez López
    Sevilla marzo 2022

      

  • antonio chavezantonio chavez Miguel de Cervantes s.XVII


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     :)

     
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