Lo aplazaron hasta la mayoría de edad
Enterrada la cara en su pelo, olía a perfume, a deseo... Mientras una mano insaciable intentaba abarcar la espalda, la otra le acariciaba los labios. La chica, sonriendo, le daba mordisquitos en los dedos, los que intentaban entrar a su boca.
Por fin, el adolescente encontró el cordón que dejaría a sus ojos la desnudez de su amada; pero, en lugar de tirar de él, se enfrascó en recorrer con deliciosos besos el cuello de la adolescente. Oía su respiración agitada, pues el oído le quedaba a la altura de la boca que, entreabierta, dejaba escapar ligeros gemidos y jadeos constantes. Mientras ella exploraba el torso de él, miraba sus fuertes brazos y acariciaba su musculatura...
De pronto él caía de rodillas. Sin levantarle el vestido empezó a acariciarle las piernas. La parte inferior, todavía sin formar enteramente, mostraba unos recios gemelos y unas generosas nalgas, acabando en unas anchas caderas.
Cuando las manos de él llegaban a la parte más alta, ella no podía contenerse y dejaba caer el vestido. Él, aún de rodillas, se quedaba sorprendido al encontrarse de pronto con la parte más íntima de toda mujer. Al igual que en la cabeza, el pelo allí abajo era negro y rizado, aunque en menos cantidad.
Al levantar la vista veía que ella tenía los ojos cerrados y la cabeza hacia atrás, con la boca abierta y la respiración acelerada. Llevaba sus manos a las nalgas de él, mientras que las de éste acariciaban los duros pechos y los pezones de la chica, ya de por sí endurecidos.
Volvía a llevar su atención al epicentro de ella. Unas gotas espesas resbalaban por los muslo. Acercaba su boca y comprobó que el líquido tenía un sabor salado, pero a él le parecía el más dulce de los manjares.
Sin saber qué hacer, empezaba a besar tan delicada parte de aquella anatomía femenina, y a la vez observaba las reacciones de la chica, atento a las zonas que le ofrecían más placer. Mientras deslizaba la lengua a través de algún concreto lugar de la parte superior, el espasmo que recorría el cuerpo de su chica era tanto que se dejaba caer sobre un hato de paja y apoyando la espalda sobre la pared. Se encorvaba, dejando escapar gritos de placer y apretándose con fuerza sus pechos.
Los escalofríos dejaban de atacarla, pero aún seguía con los ojos cerrados y la cabeza hacia atrás sobre la pared.
Los gritos dejaban paso a un jadeo constante, y éste a una respiración que empezaba agitada y acababa relajada. Ya serena, la chica abría los ojos, miraba a su amado, sonreía y se abalanzaba sobre él, lo silenciaba poniéndole un dedo en los labios y cubría con besos su torso desnudo; él se echaba sobre el suelo del granero y acariciaba el pelo de su chica.
Cuando ya no quedaba milímetro de piel que sus labios no hubiesen besado, la chica deshacía el nudo que tenía el pantalón; apartaba los calzoncillos, dejando a la vista el pene, que, durísimo, se alzaba reclamando una atención que hasta ahora no se le había sido brindada.
Por un instante, la chica no sabía qué hacer, porque nunca había yacido con macho, y se quedaba quieta, mirando el pene y su vello negro rizado. Después de tragar saliva, se sentaba sobre él, y entre ambos lograban que sus partes se acoplasen. A partir de ahí, la sabia naturaleza los guiaba.
Por un instinto, empezaba a moverse rítmicamente, arriba y abajo, cerrando las piernas. Volvía el jadeo, volvía la respiración acelerada, y los gemidos volvían. Y los aullidos no tardaban en aparecer...
Por su parte, el chico le acariciaba los muslos y, cuando los escalofríos recorrían su espalda, se aferraba a ellos con tamaña fuerza que los hacía sangrar, como comprobaban más tarde.
La hembra se tumbaba sobre el pecho del macho, tratando de recuperar el aliento. Su pelo cubría la cara de él, que la cogía suavemente de la barbilla y la besaba con una pasión inusitada.
La lengua de la chica asomaba por la boca del chico, e incluso acariciaba su lengua, pero la retiraba, quizás asustada, quizás deseosa...
No obstante, en el momento de separar sus labios, la chica se demoraba durante unos momentos, cogiendo con sus dientes el labio inferior de su amante.
Éste creía que era el momento de cambiar los roles, por lo que cogía a la chica de la cintura y la ponía en el suelo, soplando un beso pícaro que hacía que él suspirase de placer, de un inmenso placer...
Viéndola allí desnuda en el suelo, lleno de paja, riendo maliciosamente con el pelo revuelto cayéndole sobre la cara, los ojos le brillaban y el pecho se agitaba al compás de una respiración acelerada. La piel de los pequeños senos, duros y turgentes, era nívea, como la del resto de su cuerpo, y creaba un extraño contraste con el rosado de los erectos mamelones.
Su vientre plano daba paso a un sexo que mostraba sin pudor, con las piernas abiertas ofreciendo una fruta que nadie había probado jamás. Daba las gracias a los dioses por permitirle vivir este momento, y los maldecía por no poder disfrutarlo día a día y plenamente. Pero no era el día para los dioses.
Volvía a penetrarla. Primero, despacio, buscando una postura idónea. Una vez encontrada, las embestidas iban creciendo en intensidad y en rapidez. A cada una, ella dejaba escapar un grito. Se mesaba el pelo, se pellizcaba sus pezones o llevaba una mano a la entrepierna de él.
Ambos llegaban al clímax, pero él no descargó dentro de la vagina de ella. La cordura se impuso y le dijo a él que eso era peligroso y con un alto sentido de la responsabilidad, y más aún a sus edades.
Él, ahogaba un grito. Su espalda se encorvaba y se le erizaban los vellos de todo el cuerpo. Cerraba las manos con tal fuerza que, al abrirlas, tenía una herida en cada palma.
Ella, todavía tumbada, se incorporaba al llegar el placer. Con una mano se cogía al cuello de su chico y con la otra le arañaba de tal forma la espalda que le causaba varios hilillos de sangre.
Besaba el cuello de su macho buscando sus labios; una vez hallados, los besaba con una pasión irrefrenable.
Permanecían momentos así, separados por un milímetro. Las respiraciones agitadas se aleaban. Seguía ella con la mano en la nuca de su amante, y con la otra dibujaba formas abstractas en su ancha espalda. Él la abrazaba con fuerza, enterrando la cara en el pelo revuelto.
Sin dejar a un lado las caricias, los besos, los abrazos, y las promesas que ambos sabían que no se iban a cumplir nunca, se quedaban dormidos.
En ese momento no pensaban que esa no sería la única vez en que dieran riendas sueltas al amor que desde niños los había mantenido unidos, aun los contratiempos pasados, pero culminarían como mandan lo cánones una vez cumplida la mayoría de edad los dos.
Antonio Chávez LópezSevilla marzo 2001