Nos pilló mi abuela
Yo solo tenía 16 años, pero aquel chico me miraba atrevidamente, directo a mis pequeños pechos, mi culo y mi entrepierna. Él tendría sobre 25 años: alto, rubio, macizo. No era un modelo, pero mostraba una masculinidad que me atraía. Me sentía cohibida con su presencia, por lo que acababa siempre bajando la cabeza y acelerando el paso hacia la vivienda, sintiendo sus ojos pegados a mi coqueta retaguardia. Latía con fuerza mi corazón, y no podía dejar de fantasear en cómo sería “mi primera vez” con él, mientras mi tanga se iba humedeciendo.
Llevaba diez días de vacaciones en la finca de campo de mi abuela. Después de almorzar, venía el jardinero, tres veces por semana a regar y a arreglar el jardín. Si bien sus manos eran fuertes, tenían sutileza para cuidar las flores, a las que parecía mimar. Sobre las diez, mi abuela me enviaba a que le llevase un vaso con zumo, que se bebía de un sorbo, pero sin dejar de mirarme. Siempre intentaba entablar alguna charla amable con él, pero mi timidez me impedía quedarme a su lado; solo le había dicho cosas como: “hola, me llamo Alicia”, o “adiós”. Me inquietaba que pensase que era una niña tonta que lo miraba altaneramente por ser supuestamente de una escala inferior. Pero no, no era ni es esa mi manera de ser.
Era mi último día de vacaciones y estaba decidida a hablar algo más con el jardinero. Quería decirle algo, como que yo no era una niña de papá. Mi abuela me dejaba preparado el zumo, mientras ella salía a hacer la compra. Mi corazón se agitaba cuando llegaba al jardín. Tenía una mirada extraña mientras le daba el vaso. No llegué a hablarle, cuando él me cogió de la cintura, me pegó a su torso y me besó. Sus labios hacían que abriese los míos. Su lengua se metía en mi boca en busca de la mía, y sus grandes manos me recorrían la espalda, la caderas y las nalgas. Mi pequeño cuerpo, de 1,52 de estatura, parecía perderse en el de aquel hombretón. Nos tumbamos sobre el césped y empezó a besarme el cuello. De mi blusa desabrochó los botones y encontró dos erectos pezones, que devoró cuanto quiso a su antojo. Hasta ahí era lo máximo que antes había hecho con algún chico, pero aquel era un hombre que iba a por todo y yo estaba dispuesta a darle todo.
Mientras su lengua lamía mis pezones, mis manos me subían mi vestido blanco y me bajaban el tanga. Seguía acariciando la tibieza de mi poco frondoso pubis y la humedad de mi gruta. Se bajó sus ceñidos vaqueros, que le oprimían su espectacular figura, y yo vi un pene boscoso y duro cual roca por la pasión del momento. Me separé las piernas para que él se me pusiese encima. Puso su miembro viril en la puerta de mi vagina. La emoción de la primera vez me desbordaba. Estaba nerviosa pero también deseosa. Antes de poseerme me preguntó que si era virgen. “¿Tanto se me nota?”, pensé. Le dije que no, pero creo que no se lo creyó, como después demostró con su delicadeza cuando me desvirgó.
Había oído y leído sobre el sexo, pero sentirlo era otra cosa. Gemía de dolor, pero aguantaba estoica sus vaivenes viriles. Me deseaba y yo a él. Mi cuerpo de hembra púber se iba acoplando al del macho adulto, y mi flor juvenil regada por un hombre era un mar de sensaciones que se iba desatando para pasar del dolor a la lujuria.
Me cogía con sus muslos y los atenazaba con los míos, y después su pene se abría paso en lo angosto de mi himen. A sovoz me decía que era toda una mujer, una linda hembra, mientras yo no podía más de placer y sentía un calor envolvente desde los pies a la cabeza. Mis gemidos aumentaban, y él me la metía con más fuerza. No podía evitar gritar mi primer orgasmo, a la vez que por mis mejillas corrían unas lágrimas. Pero él no tardaba en descargar. Sentía su semen tibio caer dentro de mi sexo, que se mezclaba con la sangre por el desgarro del himen. Cuando acabamos me preguntó que si me había dolido y le dije que no. Lo abracé agradecida y nos besamos tiernamente. Enseguida empezamos a vestirnos. Pero algo ocurrió que me sacó de golpe del regusto que aún seguía sintiendo.
Mis gritos y gemidos habían llegado a oído de mi abuela, que no podía creer lo que estaba oyendo. Se iba presurosa hacia el jardín, y en el verde veía a su nieta semidesnuda junto al hombre que la había hecho mujer por primera vez, al que miró y le dijo que quedaba despedido, no sin antes propinarme un leve cachete en la cara. Pero no le contó a mis padres lo que había ocurrido, y con el paso de los años, me perdonó, volviendo a ser su nieta preferida.
Pero más tarde me llevé una decepción, porque después de salir él de la casa me dijo mi abuela que era un hombre casado y con hijos, con lo que mi deseo por volvernos a hacer el amor se iba a freír espárragos. ¡Y Menos mal que no me embarazó!
Ahora tengo ya 22 años y a veces recuerdo con nostalgia a aquel mocetón, que había sido mi primer hombre y que me había regalado mi iniciación en el sexo. Siempre le desearé lo mejor.
Antonio Chávez LópezSevilla mayo 2002