¿Y después qué?Eran las diez de la noche de un viernes. Me tumbé en la cama y me puse a ver tranquilamente una película. No tenía ganas de hacer nada más. Ya había cenado. Agotador había sido mi día de trabajo. Cuando llegué a casa, a las ocho y media, nos cruzamos mensajes Lito y yo, pero aproveché que me dijo que iba a cenar para relajarme un poco.
Lito era buen amigo. Frecuentábamos un foro desde año atrás, intercambiando mensajes; nada especial, trabajo, aficiones, y poco más. Pero sabía que me gustaba, y también sabía que yo le gustaba. Su madurez, sentimental y física, era admirable y él decía lo mismo de mí, por lo que podría decirse que teníamos una cierta química.
Aunque vivíamos en la misma ciudad y sabíamos nuestros domicilios, e incluso nos conocíamos en persona, prometimos no visitarnos el uno al otro. Él quería comenzar una relación conmigo, pero yo no estaba segura de ello, así que, sencillamente, opté por darme tiempo. Lo aceptó, dolido, cual niño que se está comiendo un pastel y se lo quitan. El caso es que lo asumió. En realidad no teníamos una relación estrecha, solo éramos amigos de un foro de Literatura, por lo que otra cosa de lo que quiera que fuese, estaba por empezar.
La noche era fresca, y hacía poco que había salido de una gripe, pero ahora me encontraba mejor. Empezaba a reproducir la película, cuando me llegaba un mensaje. Era de Lito, diciendo que me tenía una sorpresa. Le pregunté qué era, pero no me lo quería decir porque era una sorpresa, que esperase...
No podía concentrarme en la película. Releí el mensaje y me era imposible no sentirme húmeda. Y no me refiero a lo sexual, porque hay dos tipos de humedades, la física y la emocional; o sea, hablar con uno que con tan solo oír su voz te tiemblan las piernas, como si el amor de tu vida fuese. Y Lito dominaba esas dos humedades.
Traté de seguir viendo la película, a pesar de que mi cabeza estaba en otro lado, cuando, de pronto, el timbre de la puerta me sobresaltó. No sabía cuánto tiempo había pasado; ¿media hora? Así que me levanté, me puse mi bata y mis zapatillas, y me fui hacia la puerta. La abrí y, para mi sorpresa... Lito estaba ahí.
-¡¿Tú?! -pregunté, enojada-. ¡Convinimos que no nos íbamos a visitar, ese era el trato, ¿no?! –añadí.
-Sí, era el trato, pero tenía que verte. Esta era mi sorpresa. Toma –puso en mi mano un rosa roja-. ¿Estabas acostada?
-Solo estaba echada viendo una película. ¿Por...?
-Porque necesito hablar contigo.
-Podías haberme dicho lo que quería por el privado del foro.
-Tenía que ser en persona.
Entramos a mi dormitorio; apagué mi pequeño vídeo, lo cogí del fondo de la cama y lo dejé sobre la mesilla. Y de nuevo me eché en la cama, apoyando la espalda sobre el cabecero. Él se sentaba a mi lado y empezaba a oler a su alrededor.
-Tu cuarto tiene olor a ti. Me gusta. Es un olor de cuarto de mujer, como ese olor a tierra mojada en una tarde de otoño...
-¿Todo lo tienes que decir tan poéticamente? -le interrumpí.
-Es que no sé hablar de otra forma -respondió.
-Lo sé. Pero vamos a lo principal. ¿Qué te trae por aquí?
-Decirte que odio los protocolos. El amor es una característica innata en el hombre y reniego de eso. La espina del dolor y la duda me aparecen -me miró-. Algo me dice que tengo que ir despacio contigo –lágrimas aparecían en sus ojos.
-Tranquilo, soy tu amiga y puedes desahogarte conmigo.
-Dalia, compréndeme. ¿Cómo quieres que gobierne mi corazón si es el mismo que me impone decirte que te quiero? ¡No puedo seguir así, no puedo!
Me quedé muda. Sentía un calor y a la vez un súbito escalofrío. Me quité las zapatillas, sacudiéndome los pies. Él se percató de mi maniobra.
-Sabes que mi fetichismo son los pies femeninos, y los tuyos son perfectos -me dijo, acariciándome suavemente los dedos de un pie. Te gusta, ¿eh? Eres una coscona –añadió, más animado.
Jamás había hecho el amor con él, pero me hablaba con tanta dulzura que eso bastaba para hacerme sentir millones de sensaciones, acompañadas de vibraciones. Acaricié su cara. Y esto era todo lo que mi amigo necesitaba. Pero él buscaba mi boca. Se la ofrecí, y nos besamos; primero despacio y después pasionalmente. Difícil contenerme al deseo. Me quitó la bata, quedándome en tangas y sujetador. Excitada, lo desposeí de su polo. Miraba mi cuerpo, que después lo recorría entero con la puntita de la lengua.
-¡No existe una mujer más perfecta que tú! –me dijo, entusiasmado.
Me besaba en el cuello, y yo cerraba los ojos y me dejaba llevar por un arco iris de colores. Sentía que mi respiración se iba acelerando. Mi sexo empezaba a humedecerse, y también me sentía empapada de una emoción por un amor que crecía, agigantándose entre los dos. Deseaba esta oportunidad con todas mis fuerzas...
Sus manos se posaban en mis mejillas. Antes de besarme de nuevo me miraba a los ojos, como queriendo capturar la magia que solo él sabía. Me besaba con pasión, y su mano se deslizaba por mi espalda, desprendiéndome del sujetador. Mis senos reclamaban sus mimos, y, como leyendo mi mente, su mano envolvía mi seno derecho y acariciaba su mamelón. Me cogía de la cintura y, suave, como una hoja mecida por el viento, me recostaba delicadamente, hasta dejarme tendida en la cama. Volvía de nuevo a mi boca, bajaba hasta el cuello y a uno de mis pechos trazaba con la puntita de su lengua un círculo sobre el contorno del mamelón, haciéndome estremecer. Creía que me partía en dos...
Ansiosa, enredaba dos dedos de mi mano en su frondosa cabellera, obligándole a que dejase salir el lobo que había dentro de él. Alzaba la cabeza y me miraba, y yo me relamía los labios. Sabía lo que quería. Lo mismo que quería yo...
Su boca se deslizaba por mi bajo vientre, y con sus dientes cogía el borde de mi tanga y lo bajaba hasta dejarme desnuda completamente. Estaba empapada, y fuera lo que fuese que pensase hacerme, tenía que hacérmelo ya...
Se tomaba su tiempo. Separaba los labios de mi vagina y lentamente empezaba a lamerme el mirto, pero con tal delicadeza y lentitud que me hacían arrancar aullidos de placer. Después de estar un rato torturándome de aquella manera, levantaba la mirada, y yo también lo miraba, pero mi mirada era lasciva, lujuriosa...
-¡Hazme tuya ya, que no puedo más! –grité.
Se quitaba los vaqueros y los calzoncillos y se ponía encima de mí, metiéndomela despacio. Yo lo cogía de la espalda, le clavaba las uñas y tiraba de él, para que su pene me entrase entero, moviéndonos con la sincronía de un sexo ortodoxo. Hasta que culminamos al unísono de una forma salvaje...
-sigue y termina en página siguiente-
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Pero, de pronto, Lito empezaba a temblar. No sabía qué le ocurría. Comenzaba a llorar a la vez que me abrazaba con fuerza, y los espasmos del orgasmo nos invadían aún...
-¿Qué te pasa? -le pregunté.
Aunque sabía yo que estaba batallando contra la incertidumbre de no saber qué iba a ocurrir entre nosotros, luego de esto, bajaba la cabeza y respondía:
-Por ahora, solo puedo decirte que te quiero.
Y se levantaba, se vestía, me daba un beso en la mejilla y se iba hacia la puerta de la calle y salía, dejándome a mí, conmigo, su mar de dudas.
Antonio Chávez López
Sevilla noviembre 2002