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Un deseo contenido se desató en aquel jardín

antonio chavezantonio chavez Miguel de Cervantes s.XVII


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Un deseo contenido se desató en aquel jardín

En la ciudad de Sevilla, un sábado por la noche de un mayo caluroso, me reuní con unos amigos y una chica en un chalé que tenía un amplio y florido jardín, propiedad de los padres de uno de ellos. La chica y yo nos conocíamos de antes, pero nunca habíamos tenido nada. Hacía algunos meses y días que no la veía, pero ella me explicaba que hacía poco había regresado de New York con sus padres, y que se habían desplazado hasta Norteamérica para celebrar la mayoría de edad de su única hija, ella, y la mayor parte del tiempo, para inspeccionar la contabilidad y otros menesteres de un negocio familiar, ubicado en la zona central de Manhattan.

Ambos sabíamos que nos atraíamos, pero esa noche no hablamos en todo el tiempo. No se nos presentó la oportunidad. Es que ni siquiera nos mirábamos. Ella me evitaba constantemente, pero no era por rechazo, sino por lo que inevitablemente llegaría más tarde...

Hasta que aparecía la bendita madrugada y se iban yendo algunos los amigos, y solo nos quedábamos aquellos que siempre lo pasábamos deputa madre hasta el amanecer, además de la chica.

Sabía el porqué de que no me quería mirar; pero, por fin, cedía. Antes sólo era yo el único que la observaba, pero, cuando finalmente ella lo hacía, aunque de refilón, mis ojos buscaban con ansia los suyos, que ahora los traía hacia mí, y podía ver lo que hasta entonces era oculto: una mirada como un rayo de Sol, retenida en su iris azulino, que solo duraba un segundo. Después bajaba los ojos, tal vez por timidez al ver que los míos la reclamaban.

Por fin, conseguimos quedarnos solos. Nos sentamos, con su mano izquierda sobre mi mano derecha, en un coqueto banco blanco de madera que había en el jardín, que decoraba el ambiente y que acompañaba a una fuente, rodeada de césped y de flores. Y la brisa de la noche nos llevaba a un deseo, de mucho antes contenido.

Las estrellas, las únicas testigos de todos los poemas y también testigo de lo que iba a ocurrir inminentemente, me veían a mí recostado, y a ella con unos movimientos cadenciosos de mar. Las estrellas y yo podíamos ver en ese momento el arte de la desnudez pura, de la sinceridad física hecha seda y poesía.

Nuestra ropa empezaba a alfombrar el césped. Un jazmín adornaba el ambiente. La Luna llena hacía brillar la mirada de ella, alumbrando su fragilidad. Y los astros, en lo más alto del firmamento, eran los que enaltecían aquel cuadro vivo, lleno de dulce gracilidad.

Mi mano, posada en sus muslos, comenzaba a subir la Torre de Babel en la búsqueda de la Caja de Pandora, la reveladora majestuosa de todas las maravillas, y la chica se recostaba sobre mí y yo hacía lo mismo sobre ella.

Aumentaba yo a propósito las notas musicales de los ángeles cantantes, mientras el vientre de la chica temblaba, gozando de su canto, y su bello rostro expresaba el regocijo proveniente de la fusión de las flores en el valle de las palomas blancas, mientras yo acariciaba una y otra vez su pelo rubio, esparcidos en su blusa carmesí...

No recuerdo ahora cuánto duró exactamente la música, pero diría que mucho. Casi al unísono, dimos un comienzo y un final a un lujurioso concierto, no sin antes culminar juntos, complacidos y excitados, la placentera sinfonía de los Querubines.


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Antonio Chávez López
Sevilla octubre 2002




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