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Mi amiga especial

antonio chavezantonio chavez Miguel de Cervantes s.XVII


Slo escritos erticos - Pgina 2 Escrit73


Mi amiga especial

¡Cuánto me gustaría tener un marido que me friegue los platos!

Eso me decía Pepita, recostada sobre el fregadero y mirándome mientras yo fregaba platos, cubiertos y la olla del almuerzo que habíamos tenido. La miré, me sonrió y le dije que me volvía loco la forma de hacerme el amor.

Con su pelo recogido, sus pechos redondos con mamelones afilados, su faldita corta, que dejaba ver sus muslos largos, y sus sandalias de cuero rojo, reía:

-Y a mí me encanta comerte entero.

Terminé de fregar y me refresqué la cara. Pepita me acercó una toalla. Me sequé, me fui a la nevera, saqué una cerveza y me tumbé en el sofá. Pepita se sentó a mi lado. Tan guapa y sensual ella, puso la mano sobre mi pene y comenzó a acariciarlo. Mientras me bebía la cerveza, veía en la televisión que acababa de empezar una película que no me llamaba la atención. En vista de ello, dejé mi botellín sobre la mesa, puse la mano derecha en una nalga de Pepita, tiré del hilo del tanga y se soltó; y con la izquierda cogí el mando y busqué un canal de música para ambientar "lo que iba a comenzar".

-Me gusta ponerme encima de tus muslos y moverme -me dijo.

Me acomodé en el sofá, y Pepita se sentó encima de mí con una agilidad y destreza increíbles. Ya se había quitado el tanga, pero seguía su mano en mi pene, haciéndole diabluras. Me miró de pronto y me dijo:

-Acompáñame. Creo que hay alguien en la cocina.

Me hizo levantar de la mano hacia la cocina, y ya allí, se puso en noventa grados, en ángulo recto, brindándome su hermoso trasero. Siempre lo veía yo más apetecible que la vez anterior.

-Yo soy tu yegua, cabálgame y tírame del pelo.

Y en la cocina no había nadie, lo que quería era ensayar unas posturas nuevas, simulando sacar ropa de la lavadora con su respingón pompi en pompa. Así que otra vez "al lío"; yo desfallecido, y ella, riéndose.

-¡Siempre te dejo hecho polvo!

La abracé y la besé, y le dije que parecía una mesalina.

-¿Y quién es esa? -me preguntó, riéndose de nuevo.
-Averígualo por tu cuenta –respondí, riéndome también.

¿Qué cómo conocí a Pepita?

Pues la conocí hace tres años y dos meses por gentileza de mi mejor amigo. Y esta historia es la historia de ese amigo, de Pepita y mía.

Tres años atrás, Pepe, mi amigo del colegio, coincidía conmigo en una fiesta de una amiga en común. Pepe era un buen tío, al menos conmigo. No era un chismoso y tenía un buen beber, y cuando tenía que discutir con quien fuese por defenderme, lo hacía hasta desgañitarse e incluso hasta llegar a las manos.

En aquella fiesta hablábamos de todo; amores, trabajo, chicas, anécdotas, amigos que viven, amigos que ya no están...

No sabía cuánto habíamos bebido. Serían las cinco de la mañana cuando salimos de la casa de nuestra amiga, pero Pepe me invitó a seguir la fiesta en su casa. No podía, porque tenía que estar antes de las ocho en mi oficina, pero tampoco era cosa de defraudarlo después de tantos años de amistad y algunos sin vernos, pues el solo quería presentarme a su compañera.

Llamé a tele taxi.

Esperamos en la puerta de la casa de nuestra amiga unos diez minutos, hasta que apareció en la distancia un taxi con la luz roja de ocupado.

-sigue-






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    Su casa estaba a las afueras de Sevilla. Pepe era, como dije antes, un buen tío, amigo de sus amigos. Al llegar a la cancela de su chalet, sacó de uno de los bolsillos del interior de su chaqueta unas cuantas llaves, seis o siete, abrió tres cerraduras, tres cerrojos y un candado. Y esto me llamó la atención.

    Casi amanecía. Al entrar, vimos encendida la luz del salón. Me dijo Pepe que me pusiese cómodo. Le pregunté por el baño y él señaló con un dedo borracho.

    Entré en el baño y miré en el espejo mi cara cansada. Me enjuagué la boca, me lavé la cara, cogí una toalla y me sequé, y al poco me fui de nuevo al salón.

    Pepe estaba sentado en un sillón, y yo me senté en el otro. Había sobre la mesa de centro una botella de Chivas, dos vasos y un cubilete y su pinza, todo de plata, con daditos de hielo. Amanecía. De pronto, aparecía una chica en bata. La miré. Estaba pintada, pero era guapa. Pepe y yo nos levantamos.

    -Te presento a Pepita.

    La expresión en el rostro de Pepita mostraba un cabreo descomunal. Regla número uno: “cuando dama no presenta cara amable, no busques mejillas, extiende mano”.

    -Buenos días -le dije.
    Hola –me respondió, secamente, sin siquiera mirarme.

    Breve la presentación. Volví a mi sillón. Ella se esfumó. Aun guapa, había algo en su cara que no sabía captar. Pepe me miró, como esperando mi impresión sobre ella. Cogí un vaso, me eché hielo y Chivas. Miré a Pepe y le pregunté:

    -¿Cuánto tiempo lleváis viviendo juntos?
    -Un año, un mes y seis días –me dijo mirándome.
    -¡Joder, qué bien llevas la cuenta! ¿Y cómo os va?
    -Jodido a veces, feliz otras, pero sobre todo la quiero.
    - Pepita es guapa y, aun en bata, se adivina que tiene un buen cuerpo.

    Pepe me miró, como expectante.

    -Disculpa mi atrevimiento -me apresuré a añadir.
    -Tranquilo. Ciertamente Pepita es guapa y tiene cuerpazo, pero yo soy muy celoso. Tengo miedo de que me deje. La quiero demasiado.
    -A mí también me pasó. Los celos son traicioneros, destruyen el amor -bebí un sorbo de Chivas-. Y si sigo aún sin pareja es porque no confío en las mujeres. Una relación se basa en la confianza. ¿Tú confías en Pepita?
    -No. Mi vida sentimental es una mierda. Pepita no es una mujer.

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    Traté de poner cara de sorpresa acordándome de mi inicial percepción, pero sonreí cínicamente y le dije:

    -¡Claro que no es una mujer, es un bombón! –osé de nuevo a piropearla en demasía.
    -Es un travestí, antes se prostituía. La conocí en un antro a las afueras de la ciudad y la recogí, y ahora vivimos juntos. Por eso desconfío. No quisiera, pero desconfío.

    Me di cuenta de que sufría al decirme lo que me había dicho. Sus ojos se pusieron vidriosos.

    -Ahora vengo –dijo de pronto y se fue hacia el cuarto de baño de abajo.

    El alba anunciaba los primeros ruidos del día. Las trabajadoras domésticas de los chalés salían a comprar el pan. Desde el ventanal de aquel lujoso chalé se veía cómo empezaba el día en aquella urbanización de lujo, habitada por gente adinerada.

    Pepe regresó con la cara mojada. Lo miré y le pregunté:

    -Si no te fías de Pepita, ¿por qué vives con él? O ella, perdón.
    -Simplemente porque la quiero. Ya te lo dije antes -dijo, resignado.
    -¿Y ella te quiere?
    -Creo que sí, y ahí está el problema. Es 14 años más joven que yo, y a veces me sale con unas cosas…
    -¿Cosas cómo qué?
    -Me pide que la lleve a unos sitios horribles, esos sitios que llaman de ambiente. Quiere traer a mi casa a sus amigas, tres travestís horrorosas.

    Lo escuché y sentía lástima de él. Y también de ella o él.

    -Disculpa, Pepe, pero eres injusto con tu pareja. Pepita tenía su mundo antes de conocerte. ¿Qué mejor prueba de amor que dejar su mundo y vivir bajo tus reglas?
    -¡Pero si en mi casa tiene todo lo que quiera…!
    -¿Todo? ¿Qué es para ti todo? ¿Techo, cama, pan, ropa? ¿Pero qué me dices de su vida anterior?
    -Esa vida era una puta mierda.
    -Pecas de egoísta, Pepe. Pepita te quiere, pero tú le pides devoción, y esto es algo que no viene solo, hay que ganarlo.

    Miré mi reloj: las siete y veinticinco. Me tomé el último trago.

    Disculpa que corte nuestra charla, pero tengo que irme a mi oficina. Espero volver a verte pronto.

    Me levanté, y Pepe se levantó.

    -Me gustaría seguir hablando contigo -me dijo.
    -Y a mí también, y para eso te di antes mi tarjeta. En ella está mi móvil particular.
    -Despídeme de tu compañera. Espero tu llamada –añadí y salí de allí aturdido.

    “Mi mejor amigo tiene una relación así”, pensé. Y pasaban los días recordando a Pepe y a Pepita como algo extravagante.

    Pasados dos meses, una tarde en mi oficina sonó mi móvil particular. La llamada provenía de una cabina pública.

    -¿Sí?
    -Soy Pepita
    -¿Pepita? –pregunté, extrañado.
    -Sí, Pepita, la pareja de tu amigo Pepe.

    Aquella voz, marcadamente sensual, me hacía sentir una extraña excitación. Tantas veces había abominado a esta clase de personas, y ahora en el dilema de no quedar mal con mi amigo por tener como pareja un travestí.

    Dudé, pero seguí hablando por cortesía. Y también porque me atraía la voz…

    -¡Ah, Pepita! Perdona. ¿Cómo estás?
    -¿Puedo hablar contigo en algún lugar?
    -Bueno... en este momento estoy ocupado, pero sí. ¿Dónde y cuándo?
    -Ahora, en la calle Betis. Allí hay un bar de copas que se llama “Eros”.

    Miré mi reloj de pulsera; las seis y media.

    -De acuerdo. A las siete o siete y algo nos veremos en “Eros”.
    -¿Te espero entonces?
    -Allí estaré.

    Me quedé sorprendido. Nunca pensé recibir una llamada de ella, o él.


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    “¿Y cómo sabe mi móvil? ¿Para qué me llama?”, pensé. Cogí un taxi. Sentía ansiedad y temor; ansiedad por saber cuánto antes lo que quería, y temor porque me iban a señalar por verme con un travestí, aunque en Pepita era difícil de adivinarlo

    “Me preocupa la situación. Si Pepe se entera de esto voy a tener que vérmelas con él. Pero vamos a ver qué es lo que quiere esta chica o este chico. ¡Puta madre, esta persona, coño!”, pensé de nuevo.

    Llegué a las siete y diez. Busqué un sitio oscuro del local, muy concurrido por cierto. Se me acercó un camarero.

    -Agua mineral helada sin gas, por favor -le pedí.

    Vino el camarero con el agua y me sirvió. El local era de mucho trasiego de gente gay, travestís, chulos y prostitutas. No me gustó para verme con la compañera sentimental de un celoso. Miré a un lado y a otro. No vi a nadie conocido, pero igual me sentía nervioso.

    De pronto, vi aparecer una esbelta figura embutida en un vestido rojo largo ceñido, gafas enormes y zapatos rojos de tacón aguja. Me gustaba su forma de caminar. Los tacones la hacían destacar entre los demás. Cuando me vio, levantó la mano. Yo también alcé la mía.

    “¡Hostia, en qué lío me estoy metiendo!”, pensé.

    Cuando llegó a mi mesa, me puse en pie y alargué la mano recordando nuestro frío encuentro inicial, en el que ni siquiera me miró. Pepita cogió mi mano, se me acercó y llevó su cara a la mía. No la besé, solo junté mi mejilla con la suya.

    -Gracias por venir –me dijo.
    -¿Qué ocurre? ¿Le ha pasado algo malo a Pepe?
    -Le pasan tantas cosas...
    -¿Cosas cómo qué?
    -Pepe es un malvado. Hemos terminado.
    -Pepita, Pepe te quiere…

    Se acercó el camarero, y ella pidió agua mineral helada sin gas, igual que yo.

    Tenía que defender a mi amigo. Uno nunca sabe qué pasa con la gente. Me sentía extraño, atraído por un travestí.

    -Pepita, el día que te conocí, Pepe me dijo antes de yo verte que tú eres su vida. Te quiere demasiado…

    Sacó un pañuelo de papel de su bolso y con la delicadeza de una dama se quitó las gafas y lo pasó por su ojo herido. Era la respuesta a mi defensa de Pepe.

    -¿Pero por qué?
    ____ Me escapé este sábado para verme con mis amigas. Pasear rato, caminar, ver tiendas, escaparates... No le dije nada, o peor aún, no le pedí permiso. Al chalet llegué a las once de la noche, con tres bolsas. A Pepe le compré un regalo. Como no tenía llaves, llamé y me abrió. Al verme me cogió del cuello y me gritó: “¡siempre serás una zorra!”. Me soltó, le dije que era un cobarde y que si volvía a pegarme lo mataba. Me dijo que porqué salía sin su permiso, que su casa no era un corral. Le respondí que no tengo las llaves para tantas cerraduras y que cuando él se va me deja encerrada. Y de nuevo me cogió del cuello, me golpeó y encolerizado me dijo: “¡aquí mando yo, perra, si no aprendiste a respetar, vas a aprender ahora!”.

    Sacó un pañuelo. El otro estaba mojado de lágrimas y manchado de rímel y carmín.

    -Bebe un poco de agua y deja de llorar. Me pregunto que alguna razón ha debido haber para que se portase así.
    -Es un pobre diablo. Cuando lo conocí sentía vergüenza de mí. Sufría cuando me veía con otros clientes, pero después me buscaba y me daba dinero. Me pedía que no saliese con nadie, solo con él. Seis meses pasamos así.
    -¿Y por qué aceptaste irte a vivir a su casa?
    -Hay tantas cosas... Te cansas de tantas batidas de la policía, te cansas de pagar protección, te cansas de chulos, te cansas de las ordinarieces de las putas borrachas y de los maricones borrachos... ¿Sigo?
    -Suficiente.
    -¿Por qué me llamaste a mí?
    -Ese día os escuché. Me gustó tu forma de ver la vida, me caíste bien.
    -No lo parecía. Tu cara decía otra cosa.
    -Eso era para despistar a Pepe.
    -Vale, ¿pero por qué me llamaste a mí? -repetí.
    -Porque no tengo a quien recurrir. Mi familia hace años que se olvidó de mí. La última vez que vi a mis padres, y de esto hace ya más de dos años, me amenazaron con mis hermanos. Me ordenaron que desapareciese del mapa o me denunciarían y me vería obligada a emigrar. No tengo amigas. Las únicas que puedo llamar amigas son para el trabajo nocturno. Ahora estoy parando en una pensión de mala muerte. Necesito que me ayudes.
    -¿En qué te puedo ayudar?
    -Necesito dinero, un préstamo.

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    “En mi vida, ante los problemas, siempre evalúo el problema y luego lo que puede significar ayudar a alguien. En este caso, un travestí, ex prostituta. Después está Pepe, mi amigo de la infancia. ¡Joder, qué follón!”, pensé.

    -Mejor será que hable con Pepe y a ver si consigo que se arreglen las cosas entre ustedes de nuevo.
    -No, no quiero que nadie interceda por mí. Necesito un préstamo, y si tú no puedes o no quieres dímelo y veré lo que puedo hacer, pero si hablas con Pepe, mis planes se irán a la mierda.

    Bebí agua tratando de descifrar qué estaba planeando. Pero no me era posible. No veía en sus ojos un solo gesto en el que se pudiesen ver sus reales intenciones. Solo veía una señorita tan fina que no parecía un travestí. Pero no podía ocultar que me excitaba su presencia. Sin pensarlo dos veces le dije:

    -De acuerdo. Acepto.

    Me sonrió con una expresión de sincero agradecimiento, y me cogió la mano con tal ternura que sentí instantáneamente una aceleración en todo mi cuerpo.

    Miré mi reloj; las ocho menos cuarto.

    -Tengo que regresar a mi oficina. ¿Cómo lo hacemos para los detalles?
    -Yo te llamaré a las nueve.

    Nos despedimos. Ella o él salió primero. Esperé unos minutos y salí yo. Parte de la tarde me la llevé pensando “qué tendrá en el coco, en qué empleará el dinero; ¿un negocio? ¿Una estafa? ¡¿Un crimen?!”.

    Pensé también en Pepe. ¡Qué pedazo de imbécil por enamorarse de alguien tan complicado que puede acarrearle problemas! ¡Encerrarla, golpearla, qué estúpido! Y pensé en mí por aceptar ese trato. Se me juntaban tres cosas: curiosidad, excitación y lascivia. Sobre todo, la último. Recordé los sermones de mi padre: “si practicas sexo anal, contraerás sida”. Y al final, si me ocurría algo, me jodía yo solo. ¡Y al puto agujero!

    Sonó mi móvil. Eran las nueve en punto.

    -Soy Pepita.
    -¿Dónde quedamos?
    -Estoy en La Alameda de Hércules, en la Pensión Alameda, cuarto 27.
    -En unos veinte minutos llegaré. Salgo ahora mismo.


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    Salí de la oficina y cogí un taxi. Conocía bien aquella zona, que era de hospedajes para prostitutas. En mi época universitaria iba por allí a calmar “mi calenturas. En aquel entonces, por 300 o 400 pesetas conseguías sexo rápido, no muy bueno, pero sexo, al fin y al cabo.

    Cuando llegué, un hombre canoso de recepción me ofreció condones. Rehusé y entré. Busqué el cuarto 27 en el segundo piso, que era oscuro y con las paredes pintadas en rojo. Olía a orín, tabaco y humedad. Llamé a la puerta.

    Me abrió Pepita con el pelo recogido en un historiado moño. Cuerpazo embutido en vestido rojo transparente y ceñido. No llevaba sujetador. Aun su cara herida y sin maquillar, me seguía gustando a rabiar.

    Me quedé embobado mirándola. Me sonrió. Le sonreí.

    Me acerqué y me dio un beso en los labios, con los suyos cerrados. Se me puso tiesa. Su perfume era caro. Mi experiencia en regalar perfumes me daba esa certeza.

    En una pequeña mesa había una botella de plástico de litro y medio de Coca Cola, y tres o cuatro vasos de plástico. Me sirvió uno. Bebí un sorbo.

    Se sentó frente a mí de esa forma tan peculiar que adoptan las mujeres para subir los pies al sofá, como gatas dormilonas.

    -Bueno, hablemos de negocios –me dijo.
    -Antes, dos cosas -respondí-. Siento que Pepe te haya pegado; y la otra, ¿cómo has conseguido mi número de móvil?
    -Busqué en el escritorio de Pepe y vi tu tarjeta.
    -¡Vaya con Pepita! Eres una chica atrevida.

    Me sonrió y se sentó en el sofá.

    -Ahora sí, hablemos de negocios –le dije.
    -Quiero venganza. Pepe piensa que con su dinero todo lo puede resolver y todo lo puede comprar. Piensa que me compró y que soy un mueble más de su casa. No puedo pensar, no puedo tomar decisiones, solo estoy para darle gusto en la cama o donde le apetezca y cuando le apetezca.
    -¿Cuál es tu plan? ¿Dónde entro yo en este melodrama?
    -Necesito me prestes 6.000 euros. Te los iré pagando en diez meses, 600 por mes. Con ese dinero daré la entrada para un piso. Si antes no lo sangré, lo voy a sangrar ahora. Me iré sin decirle nada, cuando crea que ha alcanzado el cielo conmigo. Con lo que le saque, te pagaré y adelantaré lo del piso. Y en diez meses seré libre.
    -Ah, una cosa más, te pido por favor que hables con él y le digas que estoy arrepentida y triste y que quiero regresar –se apresuró en agregar.
    -¿Cómo? Se dará cuenta –le pregunté, intrigado.
    -Dile que te llamé y que hablé contigo y que estoy viviendo en una pocilga. He vuelto al cabaré para ganar dinero, pero esto último no se lo digas.
    -Interesante tu plan, pero, ¿qué te hace pensar que me fíe de ti?

    Su cara cambió. Me miró y sus ojos se encendieron.

    -¿Tú piensas que yo soy una basura?
    -No, pero Pepe es mi amigo.
    -Pepe no es amigo de nadie. Quien pega a una mujer, merece un castigo.
    -Así debe ser. ¿Pero y yo? No tengo motivos para traicionarle. Pepe nos presentó y ahora yo voy a colaborar contigo para hacerle daño.

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    Bajó los ojos y se quedó en silencio. Sentí que la había acorralado con lo último que le dije. Finalmente, levantó la cabeza y me miró fijamente:

    -Cuando yo era un niño, mi padre siempre me decía que los hombres deben tener palabra. Bueno, ya soy hombre, como tú, y lo único que tengo es mi palabra. Tienes la palabra de un travestí. Pero no te vas a arrepentir si es que tienes la voluntad de ayudarme. Mi palabra es todo lo que te puedo ofrecer, por ahora...

    Después de decirme esas palabras y de la forma que me las dijo, la tomé más en serio.

    -¿Tienes cuenta bancaria para ingresarte el dinero? –le pregunté.
    -Sí, pero mejor te envío el número por correo electrónico, y así quedará constancia del dinero.

    Me gustó sobremanera su sentido de la responsabilidad.

    Busqué un papel en aquel antro, lo hallé y lo rompí en dos partes. Cogí un bolígrafo, que estaba sobre la mesa, y escribí su correo en una, y en la otra el mío, y después le di la parte en la que estaba escrito el mío.

    -A la espera quedo de tu cuenta –le dije
    -Sí, pero antes apunta lo que vamos a hacer paso a paso.

    Me dictó paso a paso lo que íbamos a hacer para hacer añicos una amistad de la infancia y ganar la amistad de un travestí que quería vengarse.

    Me levanté, se levantó y me abrió la puerta. Su perfume me puso de una excitación insospechada...

    -Adiós, Pepita. Tranquilízate, u cuídate.
    -No te he firmado un recibo. Me da miedo que me falles.
    -No te voy a fallar. Tu palabra me basta.

    Se me acercó, me estrechó suavemente y me dio un beso en la boca, con sus labios abiertos, cuyo beso lo sentía intenso y caliente. Era la primera vez que me besaba en la boca alguien que no fuese una mujer. Ahora la abracé fuertemente, y me llamó la atención la pronunciadas curvas su cuerpo. Nos separamos.

    -Ea, ya está firmado el papel –le dije, sonriendo.

    Pepita también sonrió.

    -Hasta luego.
    -Hasta luego.

    Se iban cumpliendo los pasos del plan. Ella me envió el número de su cuenta por correo, le transferí el dinero y le confirmé el ingreso, también por correo.

    Llamé a Pepe.

    Ya tenía el libreto de lo que le iba a decir. Lo invité a comer en un restaurante de Triana, cerca del Altozano y del Puente de Triana.

    Llegó puntual. Hablamos de fútbol. Empezamos a comer y, en base a mi discurso, solté la pregunta del millón:

    -¿Cómo se encuentra Pepita?
    -Bien. Está en casa.
    -¿Y cómo vas tú con tus celos?

    Vi fastidio en su cara, que era lo que yo quería: fastidiarlo con mis impertinencias.

    -En realidad, nos hemos peleado. Se ha acabado lo nuestro.
    -Pero tú la quieres, ¿verdad?

    -sigue-

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    Le presioné con preguntas, y Pepe hacía lo que hace todo el mundo cuando tiene un vaso con agua o alguna bebida en la mano y tiene que decir algo sin meditarlo: mirar el vaso como si en él estuviese escrita la respuesta.

    -Más que a mi vida, y siempre la voy a querer -respondió, al fin.
    -¿Por qué entonces no te arreglas de nuevo con ella?
    - Es que se ha ido y no sé dónde está. La hice daño, la ofendí, y me siento mal por todo eso.
    -Lo sé.

    De pronto, puso su vaso sobre la mesa y me preguntó.

    -¿Y tú cómo lo sabes?

    Intenté concentrarme. Sabía mi discurso, pero no podía dejar huella de sospecha.

    -Pepita me llamó y me lo dijo. Añadió que te ama, que os peleasteis, que te faltó el respeto y que por esto decidió irse.
    -¿Cómo consiguió tu teléfono?
    -Eso sí que no lo sé –por primera vez en mi vida mentí.
    -¿Sabes dónde está ahora?
    -Me dio su dirección y me pidió que te buscase y que te la diese. En realidad, mi invitación a comer solo tenía como objeto decirte esto.

    Me miró. Su mirada me recordaba a un perro que yo tenía y al que le gustaba que le cepillase el pelo. Siempre me miraba así mientras se lo cepillaba. Era una mirada de agradecimiento, y de satisfacción también.

    -Eres un buen amigo. Y en cuanto a Pepita, la quiero de veras.
    -Entonces... ¡ve ya a recogerla, joder, y deja de pelearte más con ella, coño!
    -Eso voy a hacer ahora mismo. Gracias. Muchas gracias, amigo.

    En ese momento me sentía como un Judas cualquiera, después de cobrar las 30 putas monedas, que no recuerdo ahora si eran de plata o de bronce.

    En los siguientes meses me comunicaba con Pepita vía correos. Religiosamente, con sus pagos mensuales cumplía. Mi deseo por ella permanecía. Un sábado, Pepe me invitó a almorzar en su casa, y también para ver en la televisión un clásico Sevilla-Betis. Llevé una botella de Chivas etiqueta negra, para tomar una copa durante el partido. Llegué a las dos en punto, según lo acordado. Me abrió la puerta Pepita, más guapa, y más despampanante que nunca, y al mirarla me hizo un guiño.

    -Hola, Pepita –le dije.
    -Hola. Pasa y ponte cómodo.

    Puse en su mano la botella de Chivas. La televisión estaba en la previa del partido. Salió Pepe, nos abrazamos y retomamos nuestra charla sobre los amigos de nuestro barrio; de fulano, mengano… y de los chismes de veinte años atrás.

    Terminamos de almorzar. Todo había sido exquisito. Cogí el Chivas, serví tres vasos y cínicamente propuse un brindis por la amistad. Comenzó el partido. Nos levantamos y nos fuimos al salón para verlo más cómodos. De repente, apareció Pepita portando una bandeja de plata y en ella la botella de Chivas, un cubilete con hielo y dos vasos altos de talla fina “La Cartuja”. Pepita miró a Pepe y le dijo:

    -Ya mismo regreso. Voy a recoger un poco la cocina.

    Vimos el primer tiempo bebiéndonos un Chivas cada uno. Y como Pepita se había ido unos momentos a la cocina, Pepe aprovechó para decirme:

    -La semana próxima me iré a Italia. Tengo allí un negocio importante y necesito residir en Milán unos meses o quizás un año Me llevaré a Pepita.
    -¿Y qué dice ella? ¿Está de acuerdo?
    -Aún no se lo he dicho. Buscaré una oportunidad para ello.

    Me quedé callado. Pepe estaba echando todo a perder.

    Finalizó el partido. Por cierto, ganó el Betis 3-5 en el “Pizjuán”. Me levanté y le dije a Pepe que me disculpase y que me despidiese de Pepita. Salí del chalé pensando en qué haría ella con la variación de Pepe, que podía alterar sus planes.

    -sigue y termina en página siguiente-


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    Se va el 13 de este mes y pasados unos días enviará a por mí. Todo sigue según lo hablado. Te llamaré el miércoles.

    Eso decía el último correo de Pepita. El día 13 era domingo. Le habían organizado los amigos una despedida. Me invitaron. Dudé, pero acepté finalmente. A las12 llegué. Ellos llevaban allí un rato. 20 años después, nuestro barrio estaba poblado de nuevos edificios y de galerías comerciales. Pepe estaba medio borracho. Me vio, se me acercó y me abrazó.

    -¡Hola, mi buen y gran amigo! –me dijo, con exagerada grandilocuencia.
    -Hola, Pepe. Veo que ya estás con media papa.

    Me sirvió, a petición mía, medio whisky y me lo bebí del tirón.

    -Espero y deseo que te vaya bien en Milán con tu negocio nuevo. Seguro que prosperará.
    -También yo lo espero.

    Me mosqueó pelín su énfasis al decir: "¡hola, mi buen y gran amigo!". Se nos acercaron otros amigos y seguimos bebiendo en grupo. Pasada una hora le dije a Pepe:

    -Buen viaje. Avísame cuando regreses para comer juntos.

    Pero me retuvo, nos apartamos del grupo y me dijo:

    -Lo sé todo. Pero a pesar de eso, te considero mi mejor amigo.
    -¿Qué es lo que sabes? –le pregunté.
    -Que contactas con Pepita y que tenéis un plan para joderme.
    -No tenemos ningún plan, solo negocio, pero, eso sí, ni quiero ni tengo por qué joderte.
    -Espera un momento -me dijo.

    Se alejó dando tumbos y regresó con dos whisky. Me cogió del brazo y me llevó a un lugar aparte. Se quedó con un vaso y me entregó el otro.

    -Lo que valoro más en ti es que siempre tienes en la boca la mejor respuesta a la peor pregunta. Por eso eres mi amigo. Esa cualidad tuya es suficiente para valorarte.
    -¿Cómo sabes que me comunico con Pepita?
    -Fácil. Mandé instalar un GPS con un transmisor en su móvil.

    Lo miré beber whisky. “Me asquea que vigilen de una forma tan mezquina a alguien, y en este caso, es alguien que él mismo dice que ama a la persona que vigila”, pensé.

    -Salud, Pepe.
    -Salud, mi buen amigo.
    -¿Pepita no ha venido?
    -No, no le gustan estas fiestas. Prefiere quedarse en casa.
    -¿Sigues encerrándola?

    Agachó la cabeza. Se hizo un silencio expectante.

    -No, ya no la encierro. Todo cambió cuando regresó. Gracias a ti.
    -¿Tampoco le pegas?
    -Tampoco le pego.
    -Cuando me buscó y me halló, estaba enferma de soledad y resentimiento.
    -¿Me puedes decir cuál es el plan que tiene ella? -cambió de tema.
    -No puedo. Pero no te va a joder. Pienso que va a ser bueno para ti. Si entiendes lo que te estoy diciendo. A partir de ahora, lo que debes hacer es darle amor. Y si no eres capaz, mejor será que te quedes solo.

    Nos despedimos. Nos prometimos no decir nada a nadie de lo hablado.

    Solo me quedaba confiar y esperar.

    Pepe se fue a Milán el día previsto y a la hora prevista. Contaba los segundos esperando la llamada de Pepita el miércoles. Me llamó y me dio su nuevo domicilio, al que raudo fui.

    La encontré en uniforme de faena, con un pañuelo sobre la cabeza. Trataba de buscar al hombre que había tras la apariencia femenina y no lo veía por ninguna parte. Este acertijo permanente aumentaba mi lívido.

    -Hola, hombre bueno.
    -Si tú lo dices…
    -Lo digo y lo confirmo.
    -¿Todo bien? –agregó rápidamente.
    -Todo bien. Vine a conocer tu nueva casa.
    -La estoy limpiando. He traído cosas mías que estaban en el chalé de Pepe. El resto lo voy a vender, y con ello bastará para pagarte lo que resta del préstamo.
    -Precisamente de eso quería hablarte. Dejemos el préstamo. Págame cuando puedas y como puedas, y si no, algo mejor, no me pagues nunca.

    Pepita dejó de hacer lo que estaba haciendo, me miró y me dijo:

    -Te di mi palabra. Eres la única persona en toda mi vida que ha creído en mí. Y voy a cumplir con mi palabra.
    -Pero me siento mal haciendo negocio con la pareja de mi amigo a su espalda.
    -No estamos haciendo nada malo. Es solo eso, negocio.
    -¿Cuándo te vas?
    -En un mes, más o menos.
    -¿Cómo os lleváis ahora?
    -Pepe ha cambiado. Pero ya no lo amo, solo es un compromiso, que, por supuesto, voy a cumplir.
    -Pero Pepe te ama.
    -Pero es un bruto. ¿Qué pasará si vuelve a pegarme y a encerrarme?
    -Pues regresas de Milán y… punto y final.
    -¿Por qué no me pides tú que me quede contigo aquí, en Sevilla?

    Su cara sin maquillar, su pañuelo floreado cubriéndole el pelo, su ropa de andar por casa... todo se me iluminaba.

    -Yo no puedo enamorarme de ti. Sería peor que Pepe. Ni siquiera permitiría que te roce el aire.

    Se me acercó y me abrió la camisa. Me atrajo hacia ella. Le dije:

    -¿No estás operada?
    -¿Y eso importa?

    Me besó y yo la besé, apasionadamente.

    -¿Qué ves tú en mí?
    -Una mujer hermosa.
    -Tú eres un buen tío, ¡y además estás buenísimo, cabronazo! –se echó a reír.

    Me iba quitando la ropa poco a poco. Intentaba hacer lo propio, pero con un cierto temor. Parecía que ella se daba cuenta de ello. Me abrazó y nos tendimos medio desnudos en el sofá.

    -¿Qué temes? -me preguntó.
    -Que me sorprendas.

    Mi inexperiencia con travestís era evidente. Pepita me dijo:

    -Mira, han pasado infinidad de hombres por mi vida: heterosexuales puros, como tú; maricones que te quitan la ropa y se la ponen ellos, y algunos de los que “les da igual la carne que el pecado”. No tengas miedo. Soy mujer, solo que no me corté el pene porque este negocio así lo exige. Pero la tengo bien recogido en la parte de atrás y solo lo usaré si tú me lo pides.

    Llevé mi cara a la suya, me miró a los ojos y añadió:

    -Me gustas y te quiero, y te adoro porque siempre has creído en mí.
    -He creído en ti porque me hablabas con el corazón.

    Mis palabras se ahogaron en sus besos. Ella lo hacía todo. Yo solo la seguía. Una experiencia inolvidable. Nunca me llamó la atención la bisexualidad, y nunca me han gustado los penes ajenos, pero Pepita me volvía loco...

    Con el paso de los plazos cumplía su palabra y saldó su cuenta conmigo, como me había prometido. Me siento orgulloso de que sea mi amiga. Es una mujer con los pies en el suelo. Tiene una responsabilidad poco habitual en la gente con la que se ha relacionado en años. Pero ahí está la diferencia: Pepita es Pepita, y punto y aparte.

    No nos hemos hecho una promesa eterna de amor, ni ataduras absurdas, pero ambos sabemos que nos gustamos y que nos queremos.

    Pepita será siempre para mí una amiga especial. Cada vez que viene a Sevilla, una vez al mes, nada más pisar el aeropuerto de San Pablo me telefonea, “y no solo para saludarnos o preguntarnos por la salud”. Así que, si mi lector quiere saber más, que pongan a trabajar sus genitales...

    Y ahora, miren detenidamente la foto de ahí abajo, y a ver quién tiene cojones de decir que Pepita no es una mujer.


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    Antonio Chávez López
    Sevilla febrero 1998


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