Mis masajes con técnica oriental
Llegué al chalé de los señores García (urbanización VIP a las afueras de la ciudad de Sevilla) a la hora convenida. Mi maestra y amiga Aiko le había pedido al matrimonio García una cita para mí, con la idea de que empezase a abrirme paso en el oficio de masajista, con técnica japonesas encauzada a un estilo de vida pura y basada en la filosofía y medicamentos orientales. Y así se entregaba yo diariamente, a dar alivio a mis semejantes. Por supuesto, cobrando por mis servicios prestados.
Tenía yo por aquel entonces 25 años. Ese tarde estaba nerviosa, porque los señores García era gente influyente y adinerada, y yo quería causarle una buena impresión como profesional en masajes. Como era julio, vestía blusa blanca y una minifalda negra, tangas y sujetador, negros, y sandalias negras de tacón. Una melena azabache y piel morena hidratada con aceite, y brazos y tobillos adornados con pulseras y otros abalorios de bisutería fina, que había comprado en mi último viaje a Japón, todo eso completaba mi imagen, salvo la blusa. Me sentía bien por cómo iba vestida. Siempre me había gustado el negro para mi ropa cada vez que tenía que acudir a una cita de trabajo, que en mi vida particular no siempre lo usaba, a no ser para alguna fiesta de postín. El negro estiliza la anatomía de toda mujer.
Llamé al portero electrónico del portón de aquel suntuoso e inmenso chalé, que se levantaba entre pinos centenarios en un paraje de ensueño. Me abrió una doncella con cofia, y a pocos metros de ella se iba acercando la señora García: una esbelta mujer, frisando en los 50, elegante, refinada, amable. Juntas las tres entrábamos a la vivienda, que estaba limpia, reluciente, fresca y silenciosa.
Me decía la señora García durante el trayecto hacia el chalé que tenía que comenzar primero el masaje a ella, y después a su marido, Don Alfonso, que estaba en cama debido a una lumbalgia. Pensé que la señora quería comprobar mis capacidades antes de someter a su esposo a mis enérgicas manos.
Me llevó a un cuarto en el que había una cama alta y pomposa. Supuse sería su dormitorio porque había diferentes objetos femeninos en un mueble de caoba. En la cama se tumbó supina, solo con un camisón azul de seda, y yo procedí a iniciar el masaje, empezando, como solía hacer siempre, por la nuca y las sienes. Su energía estaba en equilibrio, por lo que no era necesario trabajar con demasiado dispendio.
Relajada estaba la señora. Me hablaba de Aiko, de cómo se habían conocido, de su esposo, y de trivialidades. Su cuerpo iba cediendo a la suave presión de mis palmas. Su piel era blanca y cuidada, y perfumada con ese costoso perfume “de los tres Quizá, de Loewe". Iba tocando todos los puntos de su cuerpo, en especial los pies, y eso la llevaba a un estado de relajación, dejándose mecer por el tintinar de mis pulseras. Una vez que había terminado con ella, después de unos cuarenta minutos, cogí una sábana, la tapé y se quedó dormida en el acto. Cerré despacio la puerta y me fui hacia otro dormitorio, donde antes la señora me había presentado a su esposo.
Esa habitación era más amplia, pero acogedora también y además estaba lujosamente equipada. Una suave brisa soplaba las cortinas de un ventanal entreabierto. El señor, medio desnudo, yacía en la cama, solo llevaba slips negros “la Perla”. Entré en silencio y me quedé pasmada al ver aquella escultural figura bronceada y tendida. El señor llevaba bloqueado dos días, tras haber estado cortando el césped de su jardín, según me había dicho su mujer. Era un hombre de unos diez años más que su mujer. Aun tumbado, veía que era alto, y ya a su lado podía ver unos ojos verdes de ensueño, una piel morena, y un cabello moreno con algunas canas en las sienes. Un porte impresionante. Con esfuerzo, lo puse boca abajo y me inicié a masajear la parte dolorida, comenzando con suave presión por los discos. Su aura rebosaba energía.
El contacto con su piel me causaba hormigueo en mis pezones; se me erizaban. Maldije mi blusa transparente, bajo la que era difícil esconder mis hermosos pero erguidos pechos. Mientras movía la mano por su columna, uno de mis senos topaba con su espalda. Mis mamelones estaban erectos y sus aureolas grandes pegadas al sujetador. Me percaté que a Don Alfonso se le aceleraba la respiración. Pasé a las piernas y los pies, evitando el contacto con los muslos y así ir comprobando si cedía mi excitación. Pero un deseo se adueñaba de mí, flaqueando mi fuerza, que hacía que no me concentrase. Llegó el momento de darle la vuelta para seguir con el resto del masaje, y de nuevo de la cabeza a los pies.
En esta técnica japonesa, los genitales no entran en contacto con las manos; quedan suspendidos para dejar fluir la energía sobre ellos, sin tocarlos ni presionarlos.
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El señor seguía en silencio, solo me miraba con la respiración entrecortada a medida que su pecho se iba llenando de aire. Me daba cuenta de que estaba excitado, y eso causaba unas palpitaciones en mi entrepierna. Para seguir con el masaje en el vientre y las piernas, me arrodillé sobre el borde de la cama, pero le rocé sin querer la rodilla al tenderme sobre él. Seguí en el bajo vientre, y pude ver cómo su erecta y verticalizada masculinidad empujaba bajo los calzoncillos. No hablábamos, con la mirada nos entendíamos. Desde ese instante, mis contactos cesaron. Pero, de pronto, él llevó una de sus manos a uno de mis senos y lo sobaba sobre la blusa, cuyo pezón era roca. Cerré los ojos para sentir más placer del que me estaban dando sus dedos. Mi sexo se estaba humedeciendo progresivamente. Me escurrí hacia su miembro, que, rozando mi teta derecha, se aposentó en su rosado glande, haciendo que se le pusiese más duro y erguido. Con la lengua lamí repetidas veces su glande rosado. Don Alfonso gemía.
El dormitorio de la señora estaba al otro lado del pasillo y temía que le diese por venir al de su esposo, pero el deseo mutuo era incontrolable. Así que me levanté la falda, y mis muslos a caballo sobre sus caderas; me aparté el tanga a un lado, cogí su dura verga y la metí en mi dilatado hendidura, soltando unos gemidos apagados.
Le dije a don Alfonso que yo llevaría el mando, para evitar que empeorase su espalda. Comencé a cabalgar a un ritmo lento, metiéndome su pene, mientras él me frotaba ahí abajo con los dedos y con su mirada puesta en el rebote de mis pechos. Y descargamos, pero sin pronunciar palabra ni sonido. Mientras iba a su escritorio, para ajustarme la ropa, me dijo que quería verme completamente desnuda, a lo que le respondí que no, que tenía miedo de que apareciese su mujer, pero que si quería darle gusto a su curiosidad regresaría otro día, barajando la posibilidad de que la señora no estuviera en la casa. Ingenua yo por mi precaución, cuando se veía palmariamente que eran un matrimonio de relación abierta.
Mientras iba caminando por el jardín rumbo al portón, la señora salió a despedirme y a pedirme que volviese de nuevo para concluir el tratamiento a Don Alfonso, que para entonces estaría más aliviado, y porque ella también necesitaba otro masaje, y así sentirse más liberada.
Regresé diez días después de aquello. Era un día fresco, aun verano siendo, así que iba embutida en un ceñido vestido rojo de entretiempo, abotonado por delante; una chaquetilla de punto, también roja, y sandalias rojas cubiertas. Muy conjuntada de rojo me presenté en esa ocasión, y además con aires de vampiresa.
Los García aguardaban cada uno en su alcoba. Por dentro, la casa en penumbra y con las ventanas entornadas. Saludé a Don Alfonso que permanecía en cama. Me correspondía sonriéndose y penetrando sus ojos más allá de la botonera del vestido. E inicié el masaje a la señora. Vestía es vez un camisón celeste de raso con tirantes. Muy relajada, esperaba el contacto de mis manos. La veía muy tranquila. Ahora no me parloteaba, solo mantenía los ojos cerrados, concentrada en los efectos que mis masajes le estaban procurando.
Me atraía su piel, que cedía bajo el calor de mis palmas. Cuando concluí su sesión, abrió los ojos, que habían adquirido un brillo especial. "Sorprendentemente", me cogió la mano y la llevó directamente a su vagina. Me miró con ese tipo de miradas que solo corresponde a un deseo carnal, y me dijo con voz dulce y suave: "Sigue ahí, por favor".
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El señor, impaciente y cachondo, esperaba. Le advertí que primero tenía que curarle la espalda y que luego ya veríamos. Tendido boca abajo hice contacto en la zona lumbar, donde la inflamación no existía ya. Acabé, y se incorporó. Le tocaba iniciar el juego a él.
-¡Desnúdate! –me dijo con voz enérgica cargada de deseo.
Me desabroché de espalda a él, despacio y provocativa, los botones. y el vestido caía. Me miraba en silencio, sobándose el pene, enarbolado bajo la sábana. Me quite, también de espalda, el sujetados y mis pechos salían al aire. Me subí a su cama y posé mi sexo en su boca, lamiéndolo furiosamente. De tanto placer junto temía caer y tuve que apoyarme en el cabecero de la cama. No paraba hasta no escucharme gemir y sentir los fluidos que salían y corrían discontinuos a través de los muslos.
Me tumbó y empezó a recorrer, con boca hambrienta y lengua salvaje, todos y cada uno de los rincones de mi anatomía; me lamía los pezones erizados, perdía su cara entre mis pechos, para poco después bajar hacia mis muslos. Se me puso encima y con un rápido vaivén de piernas abrió las mías, metiendo vehementemente en mi hendidura correosa su tranca poderosa. Arremetía con fuerzas. Con mis piernas enlazadas a su espalda, lo sentía en lo más hondo, contagiándome su calentura. que me hacía vibrar, pero solo los pechos los tenía descubiertos; el sexo estaba cubierto con el tanga y parte del vestido, antes de penetrármela y después de sacármela.
Mantenía un ritmo inusual para su edad, y me acometía con igual ímpetu del inicio, hasta que, finalmente, descargamos a la vez, como en la otra ocasión. Permanecimos tendidos unos minutos. Medio repuesto, cogió un bloc y una pluma, que estaban sobre su mesilla, escribió unas letras y extendió la mano.
-Esa es el domicilio de un amigo mío. También él necesita un masaje de estos tuyos -me dijo con una voz, obviamente, cansada.
Me encaminaba hacia la puerta de salida al jardín, rumbo a la calle particular, cuando la señora me detenía y ponía un sobre en mi mano:
-Ese dinero es por tus buenos servicios. Y gracias por haberte molestado en venir a mi casa desde Sevilla.
Me sorprendí por el dinero, pues mis servicios me los había abonado Aiko. Confundida, entré a mi coche. Pero ya dentro me pudo la curiosidad, por lo que, nerviosa, rasgué el sobre y... ¡oh, 2.000 euros en 4 billetes de 500 había en el interior! Y también había un papel escrito, cuyo texto decía:
"Mi marido y yo te esperamos una o dos veces al mes, como mínimo. Gracias de nuevo por todos tus servicios. Buen viaje de regreso. Un beso para tus labios".
A pesar de mi negativa de antes de empezar “aquel masaje completo, que tanto había relajado a mi paciente del lumbago”, y ya desposeída de la sábana en la que iba envuelta desde su alcoba hasta su escritorio, para ya allí vestirme de nuevo y arreglarme un poco el pelo, era cuando a hurtadillas me hacía Don Alfonso una fotografía de mi cuerpo, pero de espalda, cuya foto, haciendo gala el anfitrión de la casa de una amabilidad combinada con un atrevimiento, me la envió a mi Whatsapp desde el suyo. Y la verdad, sin modestia, es que tengo una espalda, unas caderas, un culo y unos muslos que quitan el hipo.
Esa de ahí abajo soy yo.
Antonio Chávez López
Sevilla agosto 1999