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El Susto

antonio chavezantonio chavez Miguel de Cervantes s.XVII


El Susto

"Dejé mi corazón en manos indiferentes…". La voz de la niña llegó a mi oído mientras conducía.

Íbamos a la "Granja Lechera", sito en Cerro Hierro para tratar de curar a una vaca, acompañado de mi hija, y era agradable escucharla cantar. Su hermano mayor ya cursaba estudios superiores, y yo añoraba su compañía y sus siempre ocurrentes y divertidas preguntas, además de su asombro creciente frente a las maravillas del campo. Pero ahora, de nuevo todo volvía a empezar con Candela.

A Candela le gustaba cantar, y se había iniciado en ello oyendo música de nuestro viejo fonógrafo. Pero necesitábamos un aparato mejor. La música era su divertimento favorito. En aquella época no habían equipos estereofónicos de alta fidelidad. A lo más que podíamos aspirar era a una gramola. Después de mirar escaparates en Sevilla y de atender los consejos de los comerciantes del gremio, decidimos comprar una gramola.

Era un moderno y elegante mueble con el frente de rejillas, que podía disminuir el volumen de una orquesta y conservar la pureza del sonido a la vez. Pero había una "nimia" dificultad: costaba dos mil duros, y en esa época, eso era mucho dinero. Pero, aun eso, lo compramos.

-Mamá –le dije a mi mujer, apenas terminé yo de instalarla-. Los dos niños pueden utilizar el fonógrafo, pero tenemos que mantenerlos alejados de la gramola. A ver si lo podemos conseguir.

Palabras inútiles. Ese mismo día, cuando regresé a casa, en el pasillo retumbaba... "¡iuu, iuu, oee, oee…! Jinetes en el cielo". Era una de las caras del disco de Enrique y Ana, "Manos indiferentes", uno de los preferidos por mi hija y al que la gramola le estaba sacando el máximo partido.

Me asomé al salón, mientras "los jinetes del cielo se iban alejando", y mi hija, con sus pequeñas manos quitaba el disco y lo metía en su funda. Enseguida, muy presurosa iba hasta una estantería que contenía, entre otras cosas, otros discos. Había seleccionado uno nuevo cuando la abordé.

-¿Cómo se llama ése? -le pregunté.
-"La niña y la mariposa" –ésa fue su respuesta.

Miré la funda y... ¡increíble! ¿Cómo era que lo sabía? Teníamos muchos y variados discos infantiles, y todos ellos idénticos en carátula y en tamaño. Candela no tenía aún cuatro años y no sabía leer …

Con movimiento experto, puso el nuevo disco en la gramola y lo hizo funcionar. Cuando terminó, fue a por otro, realizando con igual destreza la misma maniobra.

-¿Y éste? -le pregunté de nuevo, perplejo.
-"La niña y las olas" –y así era.

Finalmente, tuve que aceptar que era un absurdo mantener alejados a Candela y la gramola; si no me acompañaba a alguna granja, estaba escuchando música de la gramola: su juguete. Y después de todo era lo mejor porque nunca le causó ningún daño a la costosa compra: siempre la mantenía en un perfecto estado de funcionamiento. Y durante los recorridos hacia las granjas cantaba las canciones que había oído. Pero "Manos indiferentes" se había convertido en nuestra canción favorita.

Estábamos aproximándonos a la cancela de entrada a la granja, que íbamos a visitar, y la canción de Candela cesó. Este era un momento importante para mi hija. Cuando paré el coche, se bajó, caminó erguida hasta la cancela y la abrió. Se tomaba en serio su trabajo. Y mientras el coche trasponía la entrada, se podía ver esa seriedad reflejada en su cara. Cuando terminó y regresó, para sentarse de nuevo, con Balú2 bajo sus pies, le di un pequeño golpe de complicidad en la rodilla y le dije:

-Hija, eres una gran ayuda.

Sonrió y adoptó un aire de importancia. Sabía que era verdad, porque abrir y cerrar cancelas era una responsabilidad.

Conduje hasta la granja. El amo del lugar, Curro, primo de Pérez, que se estrenaba como granjero, había ya encerrado a una vaca en un establo, cuyo corredor se extendía desde un extremo cerrado hasta el exterior. Se trataba de un bravo ejemplar de raza suiza con el pelaje negro zaino y mirada de maldad. Vi, con temor, que no dejaba de mover el rabo, y esto era signo de agresividad.

-Hola, Curro. ¿Pudiste atarla? –lo saludé y le pregunté.
-Hola, Amor. No es fácil manejar a esta vaca, porque está la mayor parte del tiempo en el campo y es por eso que es salvaje. Pero no te preocupes. Yo estaré pendiente de ella.

Y era verdad. Todo era salvaje en aquel bovino.

Mientras examinaba a algún animal en alguna granja, sentaba a mi hijo Julio en una paca de heno, cerca mía. Pero a mi hija Candela no la quería tan cerca…


-sigue-



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  • antonio chavezantonio chavez Miguel de Cervantes s.XVII


    -Candela, este no es un buen lugar para ti -le dije-: por favor, vete al coche a escuchar tus canciones o ponte al final del corredor para dejar libre el pasillo de salida –añadí, optando ella por el corredor. No le gustaba estar alejada de su padre.

    Entré al establo. Vi, aliviado, que la prudencia de Curro funcionaba. Se las había arreglado para dejar caer un ronzal sobre la testa de la res, había retrocedido hasta un rincón y había deslizado la cuerda en uno de los palos del establo, y finalmente la había atado a su propio brazo. Lo miré, con duda...

    -¿Podrás sujetarla?
    -Sí, no te preocupes. Ya he hecho esto mismo otras veces –respondió, con voz tranquilizadora. Y añadió-: la herida la tiene casi al final del lomo, justo ahí -señaló un punto.

    Mientras pasaba la mano sobre el absceso, que estaba cercano al nacimiento del rabo, la vaca tiró una coz, la cual rozó mi cabeza. Había pensado que esto podía ocurrir, pero seguí adelante con mi exploración. Empero, puse en marcha mi instinto de protección. Miré a Curro y le pregunté:

    -¿Cuándo le apareció esa bolsa con pus?

    Curro se rascaba la cabeza, como pensando, y tensó la cuerda hasta el límite para evitar futuras sorpresas.

    -Una semana más o menos –respondió al fin, y añadió-: se revienta, pero vuelve a llenarse. Pienso siempre que esa va a ser la última vez, pero, según se ve, no deja de llenarse. ¿Cuál es la causa? ¿Por qué la vaca no se queja? –me hizo éstas dos preguntas seguidas, a su vez.

    -No sé. Pero podría ser una vieja herida que se ha infectado. El drenaje en el lomo de las vacas es reducido, y no es fácil trabajar. Se produce un tejido muerto que hay que retirar para que pueda cicatrizar –hice una breve pausa, lo miré, y seguí hablando-: y en cuanto a por qué no se queja, es porque la raza vacuna es resistente y orgullosa.
    -Candela -miré hacia donde estaba-: ¿puedes traer de nuestro coche unas tijeras, un paquete de algodón y un bote de agua oxigenada, por favor?

    Curro miraba pasmado, mientras la niña, diligente, corría hacia el coche y regresaba con las tres cosas que le había pedido.

    -¡Caramba! Tu pequeña sabe lo que hace -dijo Curro
    -Sí –respondí, ufano-. Es experta en las cosas que necesito en estos menesteres.

    Fui hasta ella a recoger todo lo que le había encargado, y enseguida volví. Pero mi hija permanecía sin taponar la salida del corredor, como yo le había ordenado. 

    Empecé la tarea. Puesto que el tejido estaba muerto, la vaca no sentía dolor mientras sajaba y hacía la limpieza. Pero ello no era impedimento para que siguiera tirando coces a diestra y siniestra; uno de esos animales que no admitían interferencias. Terminé y apliqué agua oxigenada en la zona afectada.

    Tenía confianza en este viejo procedimiento de desinfección, como un excelente antiséptico que es.

    Vi, satisfecho, las burbujas que se iban produciendo en la piel de la vaca, señal de que ya empezaba a sanar. Pero no parecía ella disfrutar de esa sensación, porque dio un súbito salto, arrancó la cuerda del establo y del brazo de Curro, me empujó a un lado, se fue hasta la puerta, que hizo añicos, y llegó al corredor. Desesperado, intenté dirigirla hacia el lado izquierdo, al campo, pero vi, con horror, que corría hacia la derecha; ¡hacia el extremo cerrado en que se hallaba mi hija!

    Fue uno de los peores tragos de mi vida. Escuché una voz infantil que decía "papá, pero ni más palabras, ni un chillido, solo eso pronunciado con relativa calma. Estaba en pie contra la pared. Y la vaca, inmóvil, estaba a menos de un metro de ella. Pero, de pronto, se dio la vuelta al oír mis golpes intencionados en el establo, y pasó frente a mí, trotando hacia el campo. Arropado por una sensación de agradecimiento estreché a mi hija entre mis brazos y la besé repetidamente. Podía haber muerto apenas un instante, pero Dios siempre está ahí. Me percaté de lo poco que había servido las precauciones de Curro, el cual se llevó un susto impresionante. En realidad, estaba tan asustado como yo.

    Nos despedimos de Curro, que estaba blanco aún, recibiendo sus felicitaciones por la celeridad y por el acierto en el trabajo.


    -sigue-

  • antonio chavezantonio chavez Miguel de Cervantes s.XVII


    Mientras nos alejábamos, me vino a la mente algo parecido que había pasado cuando era Julio el que me acompañaba. Pero esa vez no fue tan horrible porque el niño se encontraba en un pasillo, con los dos extremos abiertos, no viéndose atrapado cuando el buey, en el que trabajaba, se soltó y se giró hacia él. No vi nada, pero pude oír un chillido agudo antes de doblar la esquina. Aliviado, vi a mi hijo correr campo a través hacia el coche, a la vez que el buey trotaba en sentido contrario.

    Esas reacciones eran típicas en Julio, que era el ruidoso de la familia. Bajo presión, hacía valer sus sentimientos gritando, por ejemplo: mientras Pérez ponía una vacuna a algún animal que se hallaba en el consultorio, mi hijo anunciaba la aparición de la aguja con... '¡uf, eso debe doler...!'. Pero tenía afinidad con Pérez, que lo respaldaba: "¡sí, Julio, duele una barbaridad!".

    Mientras abandonábamos el lugar, Candela abría y cerraba la cancela, solemne. Ya en el coche, me miraba expectante, y yo sabía por qué. Quería empezar su juego preferido. Le gustaba que le hiciera preguntas sobre distintas materias, lo mismo que a Julio le gustaba preguntarme.

    Entonces empezamos el juego.

    -A ver. Dime el nombre de cinco flores.

    Dudó, pero era obvio que sabía la respuesta.

    -Rosa, clavel, jazmín, margarita y amapola.
    -Eres una niña inteligente. ¿O ya las traías preparadas? Bueno, sea como sea, ¿qué tal ahora cinco pájaros?

    Esta pregunta le pareció más difícil, pero respondió:

    -Gorrión, canario, jilguero, golondrina, y… ¡ay...! ¡ay…! ¡Uno más…! ¡Ya! Periquito.

    Ese juego se repetía a diario, con infinitas variantes. Entonces me daba cuenta de lo afortunado que era. Tenía trabajo y la compañía de mis hijos a la vez. Había muchos hombres que trabajaban tan duro, para poder mantener a su familia, que llegaban a perder el contacto con sus hijos. Pero yo no. Pues tanto Julio como Candela me acompañaban. Hasta que tenían que acudir al colegio, me gustaba tenerlos conmigo.

    Conforme se iba acercando el día en que tenía que asistir al colegio, la actitud de mi hija era maternal. Me hablaba con esa solemnidad, característica en ella.

    -Papá –me decía-, ¿cómo te las vas a aviar cuando yo vaya al cole? –no esperaba respuesta, ella se respondía-: tendrás que abrir y cerrar cancelas y sacar cosas del coche tú solo. Y creo que te va a resultar fatigoso.

    -Es verdad. Te echaré mucho de menos -le acariciaba, para dar seguridad a sus palabras. Y añadía-: pero no tendré más remedio que arreglármelas solo.

    Su respuesta la sabía, porque siempre era la misma: una sonrisa agradable de alivio y unas palabras de consuelo:

    -No te preocupes, papá. Puedo acompañarte los sábados y los domingos y así estarás más aliviado.

    Ahora, en la distancia, supongo que era natural que mis hijos, al ver la práctica de la Veterinaria desde la infancia y testigos directos de la satisfacción que ello me proporcionaba, no pensasen en otra cosa que en ser veterinarios. Siempre quería aconsejarles lo que buenamente podía sobre su futuro, pero nunca me imponía. Ellos decidirían sus respectivos futuros. Y pienso, sin presunción ni falsa modestia, que esta es una medida que todo padre debería adoptar.

    Con Julio no había problema: era fuerte y lo veía preparado para resistir los embates de este oficio. Pero, por algún motivo, no podía soportar la idea de que mi hija recibiera coces y golpes o estuviese cubierta de estiércol.

    En esa época era difícil, pues no habían aparejos para apaciguar los forcejeos de los animales grandes, que eran los que con asiduidad enviaban al veterinario al hospital, con piernas o costillas rotas. Siempre había respetado que mis hijos siguieran sus propias inclinaciones, pero cuando mi hija Candela acabó el bachiller, solté indirectas y no jugué limpio: le hacía ver los trabajos más peligrosos. Y al final, quizás influenciada, decidió cursar Medicina, y hasta hace poco era la médica de nuestro pueblo. Por lo que los augurios del ginecólogo, mi amigo Álvaro, que la "sacó" a la vida, se cumplieron a medias.

    Actualmente, cuando veo el gran porcentaje de mujeres que acuden a las facultades de la Veterinaria y recuerdo los buenos trabajos que hacían nuestros antiguos ayudantes en el consultorio, me pregunto si hacía lo correcto. Pero Candela es feliz con lo que es y con lo que hace. Ostenta prestigio y éxito. Y los padres debemos hacer lo que creemos mejor para nuestros hijos.

    Pero todo esto pertenecía a un futuro remoto, mientras conducía de regreso de "Granja Lechera", con mi hija a mi lado, que ya había empezado a cantar y estaba ya acabando el último verso de nuestra canción favorita... "Dejé mi corazón en manos indiferentes'.

    Felicidad como la que disfrutaba entonces, difícil será que la vuelva a disfrutar. Pero, por norma, todo ser humano tiene que luchar por conseguirla adaptándose a lo que es y a lo que tiene. Porque ansiar una felicidad completa, es un obstáculo para la propia felicidad. Pero dar y recibir amor, tener salud, trabajo y amistad, es una situación francamente feliz para todos lo que se lo propongan.




    Antonio Chávez López
    Sevilla mayo 1995


  • antonio chavezantonio chavez Miguel de Cervantes s.XVII


    ACLARACIÓN

    Ese relato de "El Susto" es uno de lo veinte casos que componen mi novela "Y Dios se detuvo en Cerro Hierro"; los restantes los iré insertando en este apartado de "Narrativa".

    Además de mis estudios universitarios de ingeniero agrónomo, y también especializado en hidráulica y riegos en todas sus versiones, estudié dos cursos y un tercero sin acabar de Veterinaria, que son los que, en parte, me sirvieron en su día para confeccionar dicha novela. Y digo "en parte" porque una de mis hijas es veterinaria profesional, que fue la que me ayudó, en gran medida, con las explicaciones técnicas.

     


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