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La cabra tira al monte

antonio chavezantonio chavez Miguel de Cervantes s.XVII


La Cabra tira al monte

-¡Ay, ay, ay...!

Sollozos entrecortados que salían del teléfono me despertaron por completo. Era la una de la madrugada, y mi mujer y yo estábamos en el "afanoso intento" de un hermanito para Julio.

-¿Quién llama? –pregunté, después de descolgar.
-¡Soy don Jaime y llamo desde Cerro Hierro, doctor Amor! –podía oír un tono de voz que suplicaba-. ¡Por favor, por favor, le suplico que venga a ver a mi Joya! ¡Se está muriendo!
-¿Joya?
-¡Es mi perrita, está muy inquieta y jadea como si no pudiera respirar! ¡Venga rápido! ¡Venga rápido! ¡No se demore! –y se apresuró en añadir: ¡vivo en la primera fila de casas, la número dos, paralela a la vía de ferrocarril, en Cerro Hierro!
_Sé donde es. En quince minutos estaré ahí.
_¡Gracias, gracias! ¡No se demore, no se demore!
-Tranquilícese. ¿Qué edad tiene Joya? –le pregunté, para preparar algún medicamento mientras.
-Un año. Pero está crecidita –respondió, más calmado.
-Para esa edad puede administrarle, si lo tiene en su casa, una medida de Carprofeno, para eliminar posible fiebre. Además, facilítele la respiración abanicándola, con breves intervalos.
-Eso haré. Dios se lo pague. Dios se lo pague –asintió, amable y repetitivo. Más tranquilo se despidió y colgó, no sin antes pedirme de nuevo urgencia.

Saqué los pies de la cama. Mientras me vestía, mi esposa, que la despertó también el agudo timbre el teléfono, se reclinó sobre la almohada.

-¿Qué es lo que pasa ahora, Amor? Entre una cosa y otra, nos falta tiempo para…
-Es un caso urgente. Esta noche "seguiremos". Pero ahora tengo que salir. No puedo perder más tiempo.

Me lancé escaleras abajo hacia el garaje. Siempre había sentido admiración por los colegas veterinarios que mantenían la calma en situaciones así. Mi destino, bien conocido por mí, estaba a diez minutos, por lo que no tuve tiempo para pensar antes de llegar. Conduje a alta velocidad. A esa hora, la carretera era para mí solo. Llegué a Cerro Hierro, fui a la casa, llamé al timbre, se encendió la luz del jardín, se abrió la puerta y apareció un hombre que dijo llamarse don Jaime: bien parecido: alto, cuerpo atlético, pelo canoso, buen porte, y de unos setenta años, con la apariencia del aristócrata y escritor don José Luis de Vilallonga, acentuado con prominentes facciones que daban al rostro más distinción. Era un fumador empedernido de tabaco rubio americano.

-Pase –dijo con voz entrecortada. Las lágrimas corrían por sus mejillas-. Gracias por venir a ayudar a mi Joya a esta hora de la madrugada

Mientras hablaba me llegó un fuerte olor a whisky, que me hizo volver la cabeza. Me precedió rumbo a la cocina, y pude ver un marcado tambaleo en el caminar.

Mi paciente estaba postrada en un cesto, al lado de la hornilla de una cocina, lujosamente equipada.

Sentí satisfacción cuando vi que era un animal sumiso. Me arrodillé junto al cesto y miré con atención. Tenía la boca abierta y la lengua colgaba de lado, pero no la veía en una situación de angustia. De hecho, movía el rabo mientras la acariciaba. Y de ninguna de las maneras parecía una dolencia achacable a lo físico.

-¿Cómo la ve? Se trata del corazón, ¿verdad? -se inclinó sobre su perra, y las lágrimas volvían a caer sin control.
-Tranquilícese. No se angustie. Yo no la veo tan mal. Pero, antes de poder darle un diagnóstico, permítame examinarla.

Puse el estetoscopio sobre el costillar de la perra y oí unos rítmicos latidos de un corazón sano. Le tomé la temperatura: sin problemas, normal. Mientras le palpaba el abdomen, don Jaime me interrumpió de nuevo. Vi en él una actitud de angustia.

-El problema es -hablaba con dificultad- que he abandonado a mi pobre perrita. Todo el día lo he pasado en la ciudad de Sevilla, sin siquiera dedicarle un simple pensamiento.
-¿La dejó sola todo el día?
-No. Belén, la señora que se ocupa de la limpieza, permanecía con ella todo el tiempo.
-Entonces -sentía que me estaba inmiscuyendo- ¿no habrá sido que Belén le puso de comer y no la controló?
-No lo sé –replicó, tronándose los nudillos-. Pero no debí dejarla. Piensa en mí. Si pudiera ver la alegría que experimenta apenas me ve aparecer...

De pronto, sentí que un lado de mi cara hormigueaba, a la vez que salían gotas de sudor. El problema estaba resuelto.

-La han puesto demasiado cerca a la hornilla. Jadeaba porque tenía calor y el calor no la dejaba digerir la comida. Además, con todo eso cerrado… –señalé la puerta y la ventana.
-Hace unos días que no cambiamos el cesto de lugar -miró el cesto-. Es que han estado instalando una solería nueva. Pero por lo general, la mudamos todos los días, incluso dos veces.
-En ese caso, vuelvan a cambiar el cesto y volverá a sentirse bien.
_Pero es más que eso. Está sufriendo. Saque su aparato de luz y mírele los ojos, por favor.

Tenía ojos resentidos, muy dados en animales abandonados, y además sabía cómo usarlos. Hay quien piensa que algunos perros son más agudos, en lo que a mirada se refiere, pero yo me inclino por los sumisos. Y, en este sentido, Joya era toda una experta.

-Yo que usted no me preocuparía por eso. Créame, Joya se encuentra bien –apuntillé.
-¿Entonces no va a hacer nada? –a pesar de mis razonamientos, no parecía quedar conforme.


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Comentarios

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    Y esta era la pregunta que más se daba en la práctica veterinaria. La pregunta del millón, como diría mi mujer. Si uno "no hacía algo", nadie quedaba satisfecho. Pero creo que en este caso, don Jaime necesitaba más atención que su mascota. Así que, solamente por satisfacerle, saqué una tableta de vitaminas del maletín y la puse debajo de la lengua de la perra.

    -Con esto se sentirá mejor -lo miré, esperando su aprobación.
    -Gracias –me llevó hasta un lujoso salón y luego, tambaleante, hasta un mueble bar.
    -Tomará uno antes de irse, ¿no?
    -No -me disculpé y le argumenté-: no es prudente conducir bajos los efectos del alcohol.
    -Entonces, si no le importa tomaré yo uno para tranquilizar mis nervios -vertió una respetable cantidad de whisky, Chivas etiqueta negra, en un vaso alto y me invitó a que me sentase.

    "Mi mujer y la cama seguían esperándome", pero me senté frente a él y le escuché mientras bebía. En realidad, sentía afecto por las personas que querían a los animales domésticos.

    En su soliloquio refería que había sido empresario en Sevilla, y que había venido a Cerro Hierro, un año atrás, pero que nació en Cerro Hierro, y de joven se fue a la ciudad, junto con sus padres. Dijo que tenía parientes en Cazalla de la Sierra. Contó que, aunque en esa época no estaba muy vinculado al mundo empresarial, seguía manteniendo interés por los negocios, y que no faltaba a la comida anual de antiguos empresarios. Añadió que había podido aunar un capital, que tenía seis hijos, y todos ya casados y en buena situación, y que hacía tiempo ya que había decidido retirarse para el resto de sus días en Cerro Hierro, su pueblo natal. Después de explicarme a grandes rasgos su vida, me miró y me dijo:

    -Tomé un taxi  que me llevó a Sevilla, donde pasé un día excelente –su cara estaba radiante al recordar eso, mas regresó la expresión del desaliento-. Pero me olvidé de mi perrita. No lo haré más -vi, no sé por qué, remordimiento en su expresión. Siempre había presumido de psicólogo pero esta vez debía ser la excepción de la regla…
    -¿La lleva a hacer ejercicio? –le pregunté, de pronto.
    -Sí. Salimos a pasear todas las mañanas. En realidad, no tengo nada mejor que hacer. 
    -Estupendo –y pensé-: "qué más quisieran otros animales domésticos, abandonados de verdad…".

    Me miraba, al mismo tiempo que se servía otro etiqueta negra. Después, añadió:

    -Se ve que es usted un buen hombre. Vamos, tómese uno antes de irse…
    - Vale, pero écheme poco. Ya sabe... la carretera y el alcohol...

    Empero, se excedió en mi vaso. Mientras bebíamos, me miraba con una especie de devoción en los ojos.

    -Doctor Amor… -empezó a remolonear-. Amor, supongo…
    -Ese es mi nombre. Pero mi padre se llamaba como usted.
    -Entonces, yo te llamaré Amor y tú a mí Jaime. ¿De acuerdo? 
    -De acuerdo –repuse. Bebí un único trago, dejando mi vaso casi lleno-. Pero ahora, si me disculpas, tengo que irme.

    Ya en la calle, Jaime puso la mano en mi hombro, con expresión de gratitud.

    -Gracias, Amor. Joya estaba enferma y tú la has salvado. De por vida te estaré agradecido. Pásame la factura.

    De regreso a casa cobré conciencia de que había fallado en el intento de convencer a aquel hombre de que no había salvado la vida a su perra. Fue esa visita, sin duda, una visita extraña. Don Jaime o Jaime a secas era un individuo enigmático, pero me gustó. No podía decir el por qué. Pero me gustó…


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    Después de esa "interrumpida" noche, veía a menudo a Jaime en alguna calle de Cerro Hierro, paseando a su perra. Parecía feliz. Su cuerpo atlético, aun su edad, destacaba de los demás hombres que circulaban. Sus modos eran racionales, salvo cuando seguía diciendo que había rescatado a su mascota de las garras de la parca. Jamás pude apearle de esa convicción.

    Pero enseguida, no esperado por mí, volvimos de nuevo al principio. De nuevo era pasada la medianoche cuando levanté el auricular y escuché aquellos gemidos entrecortados.

    -¡Ay, ay, ay, Amor! ¡Mi Joya se va a morir! ¿Puedes venir?
    -¿Qué le pasa ahora? –respondí, educado pero contrariado.
    -Sacude todo el cuerpo frenéticamente. No te hagas esperar. Seguro que tiene algo malo.

    Mi cabeza empezó a girar como una noria. "Al menos, esta noche no nos ha interrumpido", pensé.

    -No puede ser que tenga algo tan malo de repente –le dije.
    -Te lo ruego, por favor, no te retrases -volvió a repetir, como si no hubiese escuchado mis últimas palabras.
    -De acuerdo –acepté-. Apenas me vista, apareceré por tu casa.
    -En verdad eres un buen hombre -y la voz se perdió.

    Pero esa vez me vestí sin el pánico y la prisa de la otra. "Seguro que debe tratarse de una falsa alarma pero nunca se sabe", pensé, de nuevo.

    En su lujoso salón me envolvía de nuevo un efluvios del selecto whisky. El señor de la casa, quejumbroso, me llevó corriendo hacia un pequeño cuarto.

    -Es un cuarto para ella sola. Ahí está –dijo, señalando el cesto-. Acabo de regresar y la encontré en este estado.
    -¿Regresar? ¿De Sevilla? Creo recordar que me dijiste que no lo harías más –me atreví a censurarle eso.
    -Es verdad. Pero es que estaba aburrido y fui a dar un paseo a la ciudad. Soy un canalla. Eso es lo que soy, un canalla.
    -No digas disparates, hombre. Una cosa es una cosa y otra es otra cosa. Te dije que no le haces daño con salir, siempre que alguien cuide de la perra. ¿Y qué ha pasado con las sacudidas? Yo la veo perfectamente bien.
    -Cesaron, pero cuando regresé, una de sus patas se movía así –hacía un extraño movimiento espasmódico con la pierna.
    -Tal vez estaba rascándose.
    -No. Repito que está sufriendo. Por favor, mírale los ojos.

    Los ojos de la perra eran todo un pozo de variopintas emociones y en su profundidad podía verse el reproche.

    Le examiné los ojos, convencido de la inutilidad de tal acción. Sabía que no iba hallar nada, pero lo hice por complacer.

    -Ponle en la boca una de tus tabletas. La otra vez la curó.

    Para devolver la paz al inquieto espíritu de su inconsolable dueño, repetí la operación del día anterior. Totalmente curada. Y su amo regresaba al salón y a la botella. Una vez más, el whisky empezó a hacer estragos en aquel juerguista y bebedor.

    -Necesito auparme luego del susto –dijo, de pronto-. También tú deberías tomar uno. ¿Te apetece?

    Igual melodrama se repitió en los días posteriores, siempre luego de sus viajes y siempre después de la medianoche. Tuve amplias posibilidades de analizar la situación, y llegué a la conclusión de que la mayor parte del tiempo se comportaba de una forma normal y consciente de su perra, pero luego de sus sucesivas ausencias y sus copiosas ingestiones, su persona degeneraba en un sentimiento de culpa. 

    Nunca dejé de atender sus llamadas nocturnas. Suponía que su aflicción sería magnánima en el caso de que me negase. En realidad, estaba facilitando tratamiento a Jaime, no a Joya. Me divertía el hecho de que por ninguna vez aceptase mi protesta de que mis asistencias profesionales eran innecesarias, además de costosas Jaime estaba convencido de que en todas las visitas "mi milagrosa pastilla" había salvado la vida a su perra.


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    No rechazaba la posibilidad de que su mascota lo hacía sentir mal, deliberadamente, con sus miradas. Las mentes caninas poseen la capacidad de desaprobar algunas actitudes. Por ejemplo: yo mismo me hacía acompañar de mi perro, pero si iba al cine con mi mujer o a algún otro sitio y lo dejábamos solo en la casa, se metía debajo de la cama, o en otro escondite y a nuestro regreso adoptaba una actitud de resentimiento. 

    El día en que Jaime me comunicó que tenía pensado que su perra se aparease, se me encogió el ánimo. Barruntaba que ese consiguiente estado de preñez iba a acarrear toda clase de amenaza a mi sosiego. Y así fue. Entró en una serie de pánicos infundados, descubriendo imaginarios síntomas a lo largo de la preñez. Sentí alivio apenas supe que Joya parió una camada de seis crías. "Por fin puedo descansar", pensé. Ya empezaba a cansarme tanta llamada nocturna, sin duda causada por las libaciones y los trasnoches.

    Pero pronto, esta vez esperado por mí, luego de la medianoche y después de haber ingerido "sus dosis", explotó en mi oído el timbre del teléfono. Apenas descolgué , escuché un son quejumbroso que ya me era desagradablemente familiar.

    -¡Ay… ay…ay...!
    -¡¿Jaime?! –protesté enérgico-. ¿Qué diablos pasa ahora?
    -¡Oh, Amor, Joya se está muriendo! ¡Ahora es verdad, lo sé! ¡Ven enseguida, por favor!
    -¿Muriendo? ¿De dónde has sacado ese cuento?
    -¡En este momento está echada sobre el suelo de la cocina, temblando y con convulsiones!
    -¡¿Algo más?!
    -Belén me dijo que cuando se retiró a descansar, Joya, después de dar de comer a sus crías, parecía como preocupada, y caminaba con dificultad. Yo acabo de regresar. No puedo evitarlo. Es algo superior a mí.
    -¡Magnífico! ¡Tú, divirtiéndote, Joya sola, y yo sin dormir!
    -¡Lo siento, Amor!
    -¡Dudo que lo sientas! -no respondió.

    Cerré los ojos. Sus paranoias parecían no terminar. Esta vez, Joya temblaba, parecía inquieta, caminaba con dificultad. Yo tenía por norma no desatender ninguna llamada de ningún cliente, pero Jaime había estirado esa práctica hasta el punto de la ruptura. Y esto no podía seguir así. Tenía que ponerle fin. ¿Pero cómo?

    -Mira, Jaime -dije, tratando de aguantar mi ira-. A Joya no le pasa nada. Te lo he dicho varias veces. Procura tranquilizarte, y si ves algo serio…
    -¡Oh, Amor, no te retrases!

    Parecía no haber escuchado, o le gustaba interrumpirme.

    -¡No, no iré! -me irrité de nuevo-. ¡Decidido! ¡Estoy harto de tus delirios! ¡Obsérvala, sin beber ni pizca de alcohol, durante el resto de la noche! -me calmé y seguí hablando normal- ...y si, acaso, mañana por la mañana… 
    -¡No digas eso, por favor! ¡Mi Joya se está yendo! -cortó otra vez mi explicación.
    -...iré. Y te lo digo en serio. Estás malgastando mi tiempo y tu dinero. Joya está bien –terminé la frase, aun su interrupción.

    Nervioso por no haber atendido una llamada por única vez, caí en una especie de sopor. Y es bueno que el subconsciente trabaje durante el sueño, porque desperté sobresaltado cuando el reloj marcaba las tres. "¡No puede ser! ¡¡Joya padece de eclampsia!".

    La eclampsia se exterioriza a través de ataques convulsivos, seguido de un coma progresivo. Me levanté de un salto de la cama, y sin pérdida de tiempo, empecé a vestirme a toda velocidad.

    -¿Cuál es el problema ahora? –me preguntó de pronto mi mujer, sentada sobre el colchón.
    -Jaime –respondí, a la vez que me ataba los zapatos.
    -¿Jaime? Pero me tú decías, incluso hasta la saciedad, que nunca había habido una urgencia real para su perra.
    -Esta vez sí. En las otras me confundiría. Joya se muere –miré el reloj en la mesilla-. De hecho, puede que esté muerta ya.
    -Bueno, tú sabrás. Ni quiero ni debo meterme en tus asuntos. Pero todo esto es extraño. A ver en qué andas, Amor…

    Salí a todo gas hacia el garaje, recordando los síntomas de Joya: "amamantaba a las crías, ansiedad, dificultad al caminar... y luego postración y temblores". Era un caso claro de eclampsia. Si no se trataba a tiempo, podía causar una muerte súbita, y ya había transcurrido un buen rato desde la llamada telefónica. No podía soportar pensar en un desenlace.


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    Jaime estaba levantado y esperándome, aun repitiéndole que no iba a acudir. Era evidente que había estado consolándose, a riendas sueltas, con su whisky favorito, porque apenas si podía sostenerse en pie. Pero mostró gratitud al verme.

    -Por fin, has llegado. Gracias. Gracias –me dijo, mirándome con los ojos entornados.
    -Cómo se encuentra ahora Joya? –le pregunté.
    -Igual. No te he dicho nada de más. Compruébalo por ti.

    Sujetando el calcio y una jeringuilla intravenosa, avancé hacia el cesto. Joya estaba sumergida en un espasmo tetánico, y respiraba con dificultad. De su boca salían burbujas. Sus ojos habían perdido suavidad y se mantenían fijos. Parecía estar mal. Pero estaba viva. ¡Viva!

    Puse las crías sobre la alfombra, y luego limpié con alcohol la zona de las venas. El calcio era la única curación en esa época, pero una dosis repentina podía matar al paciente. Inserté la aguja y presioné el émbolo. A veces, en casos especiales había que añadir algún narcótico, junto con el calcio, y ya tenía preparados el Nembutal y la Morfina, por si eran necesario.

    Conforme iba pasando el tiempo, la respiración de Joya se hacía más acompasada. La rigidez muscular comenzaba a ceder. Cuando me miraba y empezaba a tragar saliva y movía el rabo, sabía que se iba a salvar.

    Mientras esperaba que cesasen los temblores en las cuatro extremidades, sentí un leve golpe en el hombro. Era Jaime, en pie, detrás de mí, sin apenas sostenerse, pero con su vaso en la mano.

    -To…ma…rás… uno… ¿Ver...dad…?

    En esa ocasión no necesité insistencia por su parte. Sabía que por un poco más, yo habría sido el único responsable de la muerte de su perra.

    Después de dar yo el primer sorbo, Joya se levantó del cesto y fue a examinar a sus hijos. En algún caso de eclampsia, la respuesta era lenta, pero en otros, rápida. Por suerte para mis nervios, ésta fue de las rápidas. De hecho, la recuperación de Joya fue milagrosa, ya que luego de olfatear a sus crías, vino hacia mí mostrándome su cariño a través de un movimiento del rabo contra mis rodillas.

    Pero, sorprendentemente, cuando estaba acariciando a la perra, Jaime empezó a reír y después a tartamudear.

    -Sa…bes al…go. Es…ta no…che he te…ni…do la o...por…tu….ni… dad de apren…der u…al...go muy im….por….tan…te –arrastraba las palabras.
    -¿Qué cosa? -le pregunté.
    He… com...pro...ba...do... la cla…se de ton…to que he si….do du…ran…te es…tos úl…ti…mos me…ses...
    -¿Qué quieres decir?

    Antes de esperar su respuesta, me dije para mí que en todas las visitas de asistencia a Joya no se me había ocurrido pensar si todo esto podía formar parte de una broma de pésimo gusto…

    De pronto, alzó el dedo índice de la mano derecha, en un gesto de sabiduría. Luego respondió, pero con sorna.

    -Tú siem…pre me de…cías que yo ima…gi…na…ba co….sas mien…tras Jo…ya se en…con…tra…ba en…fer…ma…
    -Sí –contesté, interrumpiéndolo momentáneamente, con idea de que terminase con lo que me quería decir.
    -...y nun…ca te creí. Pe…ro aho…ra me he da…do cuen…ta de que te…nías ra…zón. He si…do un lo…co. Sí, Amor, un au… tén-…ti…co lo…co -y añadió: mi…ra…la -movió la mano debajo del sillón buscando a su perra-. Cual…quie…ra pue… de…cir que es…ta no…che no le ha o…cu…rri…do na… da a mi Jo…ya.
    -¡Explícate mejor! –le dije, lleno de curiosidad y empezando a enfadarme.

    Se volvió hacia el mueble y cogió con dificultar un frasco que contenía moñas de algodón. Cogió una grande y la impregnó con el amoniaco de un bote junto al frasco. Aspiró largamente. Al cabo de unos minutos, hablaba casi normal. 

    -Estaba claro que Joya experimentaba esos síntomas al comprobar que yo me iba, pero recuperaba la normalidad cuando decidía no salir, o veía que regresaba. Bebía por la ansiedad de salir, y bebía por la ansiedad de encontrarla sola a mi vuelta. Pero se acabó. Me quedaré siempre en casa. Ambos me habéis dado una lección. Que Dios te bendiga, Amor. No cambies tu forma de ser. No te llamaré más para este asunto. Por fin, se acabó definitivamente el hombre irresponsable, bebedor y trasnochador

    De pronto, tuve la sensación de que fue entonces cuando desperté de mi sopor. Paseé la vista po mis alrededores, y, por un momento, guardando las diferencias, me pareció ver a mi madre, pensativa, cansada y de sus hijos cuidando, mientras mi padre nunca estaba en casa. ¿Había sido en realidad un sueño?





    Antonio Chávez López
    Sevilla mayo 1995


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    ACLARACIÓN

    Ese relato de "La Cabra tira al monte" es uno de lo veinte casos que componen mi novela "Y Dios se detuvo en Cerro Hierro"; los restantes los iré insertando en este apartado de "Narrativa".

    Además de mis estudios universitarios de ingeniero agrónomo, y también especializado en hidráulica y riegos en todas sur versiones, estudié dos cursos y un tercero sin acabar de Veterinaria, que son los que, en parte, me sirvieron en su día para confeccionar dicha novela. Y digo "en parte" porque una de mis hijas es veterinaria profesional, que fue la que me ayudó, en gran medida, con las explicaciones técnicas.

     :) 


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