Mis 18 centímetros disfrutaron de lo lindo
1,82 metros de estatura, 18 centímetros de pene, tatuajes a tutiplén; todo mi cuerpo marcado con tintas. Dicen que soy tímido, pero después de tres cervezas, tengo la virtud o el defecto de hablar hasta por los codos. Ah, me llamo David y tengo 24 años.
Acabé de ducharme y me estaba preparado para salir. Era un sábado de junio, y había quedado con mi amigo Víctor.
Víctor me había telefoneado para decirme que esa noche inauguraban una discoteca de lujo en la ciudad. Al parecer, habían organizado una fiesta de apertura, y había que asistir de media etiqueta. Pero lo mejor de todo era una suculenta promoción de: ¡una cerveza 1 euro! Pensé que podía ser una buena oportunidad para volver a catar carne, pues hacía dos meses que no hacía el amor.
La música sonaba en mi cuarto. Estaba desnudo y me miraba al espejo, mientras decidía qué ropa me iba a poner esa noche. Y ahí estaba, con un polo en una mano y en la otra una camisa de mangas largas. Mientras decidís la ropa y comenzaba a vestirme aprovechaba para darle ánimos a mi “amiga rasurada”: “espabila, tía, que esta noche puede ser nuestra gran noche, y si no, una buena borrachera está garantizada”.
Me puse un pantalón gris marengo, camisa verde de mangas largas y zapatos negros, y me até un chaleco verde a la cintura por si tenía que echar mano de él, ya que la chica de la tele había anunciado que haría frío en la madrugada. Lo que la chica no sabía era que estaba en un error, porque esa noche iba a ser muy, pero que muy caliente...
Antes de salir de mi casa cogí 100 pavos del primer cajón de la mesilla de noche; del segundo saqué un paquete de chicle, un paquete de LM y tres condones. Me rocié con mi perfume, cuello, muñecas y pubis, recogí todo y salí rumbo a la calle.
Desde la distancia podía reconocer su chaleco rojo. No cabía duda de que era Víctor, mi amigo y colega desde el Instituto.
-¡¿Dónde te has metido?! –dijo, a cinco metros de mí, gritando como un loco, y lanzándome su típica frase: “¡te voy a matar, cabrón!”.
Ah, se me olvidaba decir que habíamos quedado tres cuartos de hora antes de que yo apareciese, de ahí su cabreo. Cuando llegué hasta donde estaba, me dijo:
-¡A ver, ¿no quedamos a las 10 en ese bar?! –señaló con el dedo de la mano derecha. ¡¿Sabes entonces que ya son las once menos cuarto?!
-Disculpa. Me distraje un poco y se me echó la hora encima. ¡Pero no te enfades, joder! Venga, te invito a una cerveza en la discoteca nueva.
-¡Claro, como están a un euro...! -refunfuñó.
-Pero comamos algo antes. Alcohol en un estómago vacío es mala cosa.
Luego de zamparnos cada uno un bocata de jamón y de bebernos una caña, en el mismo bar donde me había citado Víctor, fuimos al servicio de tíos y nos metimos un chute cada uno.
Cuando llegamos a la puerta de la discoteca, los dos sacamos la misma conclusión:
-Vaya antro de mierda! –soltamos, casi al unísono.
-Y eso que decía que era una discoteca de lujo -dijo Víctor.
En la entrada habían dos “gorilas”. Sí, esos tipejos que no te dejan entrar si no llevas corbata, si llevas calcetines blancos y zapatillas deportivas, o eres feo y bajito. Víctor lo tenía realmente difícil: nunca destacó por guapo ni por alto, y si esto era poco, siempre calzaba deportivas.
-Vamos a otra discoteca, David –me dijo Víctor.
-Creo que lo mejor sería irnos a nuestro bar de copas de siempre.
Nos dimos media vuelta, decididos a irnos. Pero entonces fue que ocurrió: ella chocó conmigo. Era preciosa: unos 20 años, 1,70, pelo rubio, mirada cautivadora. Surgido desde las entrañas de sus lindos ojos verdes, sus redondos mofletes daban ganas de pellizcarlos, de igual forma que una abuela ataca los mofletes de su nieto. ¿Y qué decir de sus pechos? Su suéter blanco marcaba afilados pezones, que merced al frío que la tele había pronosticado, estaban más tiesos que mi pene. Dos pitones empujaban de su prisión de tela. Y sus pantalones vaqueros ajustados… ¡uf, pedazo de tía!
-¡A ver si miras por dónde vas, gilipollas! -dijo, apretando los dientes.
Sonrojado quedé, pero sin poder apartar los ojos de aquella obra de arte que tenía frente a mí. Lo bueno de que me diese la espalda y se alejase era que podía ver y recrearme en un redondo culo, escondido bajo los vaqueros. Y yo quería aquel culo para mí solo.
-¡Vamos ya! –me dijo el pesado de Víctor.
Pero como podréis imaginar, yo no podía irme de ninguna de las maneras. La discoteca ya no era un antro para mí, era el paraíso celestial. Aquello tan despampanante, esculpido por eminente escultor, acababa de entrar a la discoteca.
Tardé en convencer a Víctor de que teníamos que entrar. Pero le convencí, no sin antes hablar con uno de los “gorilas” para que nos permitiese pasar tal y como íbamos vestidos. “20 pavos contribuían grandemente”. Todas las luces parpadeaban allí dentro. Miré a Víctor, y en un segundo pensé cómo sería con la cara roja, azul, verde, mientras íbamos hacia la barra. En ese momento sonaba en el local
Macarena. Me daban ganas, primero, de abrazar al pinchadiscos, y luego de tomar una pastilla, incitado por la canción. Pusimos nuestros trapos de abrigo en un perchero y pedimos dos cervezas, mientras empujándonos íbamos con la chusma, para hacernos un hueco.
-sigue-
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-¡¿Cómo?! -miré a Víctor, indignado.
-A mí me habían dicho que... -empezó Víctor.
-Yo pensaba que... –añadió Víctor.
-¡Te habían dicho…, te habían dicho…, pensabas…, pensabas…! ¡La próxima vez le mientes a tu tía del pueblo! –y le lancé una mirada furibunda.
Las cogí y las pagué porque se lo había prometido, que, si no, ya podía ir él sacando su propia pasta.
Nos fuimos hacia la pista. Quería buscar a esa chica y la hallé: bailaba con otra al son de: Y yo sigo aquí, de la rubia Paulina Rubio. No me importaba la música que sonase, yo solo quería ver a aquel culo en movimiento.
Como dije, soy tímido, y solo había bebido una cerveza, de modo que aún no pensaba acercarme a ella; y si lo hacía, mi cara se vería tan roja como el chaleco de Víctor.
Me quedé mirándola, pero antes que pudiese darme cuenta, susurraba algo Víctor al oído de la que bailaba con ella. Se llevó un señora hostia, y volvió a mi lado. La consecuencia de aquello fue que mi Dulcinea nos vio, se percató de mi presencia y nos miramos. “Encima de toparnos, ahora me ve con este metepatas”, pensé. Pero cuál no fue mi sorpresa que, en lugar de recibir su desprecio, brotó de su cara una sonrisa; una sonrisa que no olvidaré. Se me acercó trayendo consigo un cubata, casi vacío. “¿Me habrá reconocido?” “¿Me montará un pollo?”, pensé de nuevo.
-Me llamo Rosa, pero Ros para ti –me dijo a dos centímetros de mi boca.
Mi corazón empezó a latir a mil. Olía su perfume. Al quedarme más baja de altura, le miraba el escote. Ella se percató y me sonrió, y también yo le sonreí; pero mi sonrisa era por los nervios del momento. “Venga, David, no hay vuelta atrás; ármate de valor e insinúate”. Eso me dije. Y lo llevé a cabo:
-Y yo me llamo David.
Nos besamos con los dos típicos besos en mejillas, como se hace en estos casos. Saqué del bolsillo un paquete de LM, llevé un cigarrillo a la boca y guardé de nuevo el paquete. Tenía que tranquilizarme. Buscaba las cerillas en mis bolsillos, pero ella estiró la mano, cogió el cigarrillo de mi boca, se lo puso en la suya y se lo encendió, mirándome con ojos de “niña mala”.
Mientras el pinchadiscos continuaba en su línea, fiel a su música. Ros se fue sola a bailar, insinuante, sexy y seductora. Y yo seguía tratando de asimilar el hecho de que ella se hubiese acercado a mí.
Y para entonces, Víctor se había ido hacia la barra. Podía ver de reojo su diminuto cuerpo intentando ligar, sin éxito, con un chico de cabello largo, que confundió con una chica. Ros se me acercó de nuevo.
-David, perdóname por el topetazo y el insulto de antes. He tenido un mal día y estaba cabreada.
Y fue que me percaté que me había reconocido. Y, además, me gustó el detalle de disculparse y de que se dirigiese a mí por mi nombre.
-No pasa nada. Todos tenemos un mal día –respondí.
Le inspiré tal confianza que me dijo que estaba pasando por una mala racha: sus padres se habían separados, mes atrás, y su novio le había puesto los cuernos con su mejor “amiga”, y justo antes de toparnos, acababa de salir de la discoteca para acabar la relación con él, en una violenta conversación a través del teléfono móvil.
Al poco, cambiando de persona, pero siguiendo con el tema novio, me preguntó:
-¿Y tú tienes novia? Seguro que te rifan las chicas.
-Solito y sin compromiso –respondí, pasmado por tan inesperada pregunta, y halagado a la vez por su espontáneo piropo.
-Es difícil de creer; eres guapo, alto, y... ¡estás buenísimo, tío! -sus ojos verdes me inspeccionaban de arriba a abajo.
-Tú me miras con bondad o quizás el alcohol te hace verme así -miré su vaso: estaba vacío-. Este no es tu primer cubata ¿verdad? -añadí con la misma valentía que me inculcaba su desparpajo.
-Con este llevo ya cuatro -y dicho esto, se fue de nuevo a la pista de baile.
Estaba feo quedarse solo mientras “tu chica” bailaba, así que la seguí. Ya en la pista, como si fuese un as del baile, empecé a mover piernas y brazos. La chica, que antes bailaba con ella, se nos acercó. Ros me la presentó como “una amiga especial''. De pronto empezaron a bailar las dos, pegadas y acariciándose los pechos por encima del sostén, a la vez que se besaban en la boca. Se pasaban de boca a boca cubitos de hielo. “¡Eh, David, esta monada es bisexual! Si lo hubiese sabido antes, le habría ahorrado una buena hostia a Víctor”, me dije para mi interior.
-sigue y termina en página siguiente-
Y, mientras, Ros seguía el juego con su amiguita. Hielos viajaban de boca a boca, y las lenguas se devoraban en cada gélido intercambio. Una escena porno ante mis ojos. Tanto, que se me estaba poniendo durísima.
Llevado de un arrebato de una excitación incontrolada, cogí a Ros del brazo, la atraje a mi boca y la besé, incluida lengua. Los cuatro cubatas no debían afectarla, porque no me rechazó; por contra, deseosa e incluso ansiosa, me correspondió.
Estando nuestras bocas fundidas, aparté la mía y la llevé hasta su cuello; repté la lengua hasta llegar al lóbulo de una de sus orejas, el cual mordisqueé. Ros gemía...
La pista estaba llena, pero no parecía importarle a “mi conquista”, ni tampoco el que estuviera presente su amiga. Solo Ros y yo existíamos en ese momento en la discoteca. De pronto, Ros bajó su mano derecha hasta mi miembro.
-¡Jo, tío, qué pedazo de tranca tienes! -exclamó, mordiéndose el labio inferior.
-¡Ah...! Te invito a... ¡ah...! -quería tirármela ya.
La cogí del culo. ¡Dios, qué pedazo de culo!, y nos fuimos hacia la barra. Pero en el camino me arrepentí. Estaba a más de mil. Iba a explotar, así que le hice una propuesta.
-¿Y si nos vamos a echar un polvo al aseo de mujeres? -sonrió, me miró y se pasó la lengua por los labios...
-¡¿Y por qué no?! -me dijo sonriéndose pícaramente.
El servicio de señoras era espacioso. Tras cruzar la primera puerta vimos una sala de espera con lavabo, espejo y máquina de preservativos. La gente hacía cola para entrar y comprar gomas. Y más adentro, dos puertas: una a la izquierda, con un dibujo de un tío fumando en cachimba, y la otra, con una foto de una tía portando el típico abanico español.
La espera se hacía larga, y corta la paciencia. Situándome detrás de ella, puse la mano en uno de sus pechos y comencé a sobarlo a la vez que moviendo un dedo en círculo sobre el pezón. Estaba tan cerca de ella que sentía ametrallando su sexo. La palma de mi mano, posada en la cremallera de los vaqueros, parecía tener vida propia; la bajó hasta colarse. Rozó su piel, tan próxima de su sexo que sentía su calor. Debido a su terrible excitación, llevó su boca a mi boca.
Seguí hurgando hasta coger su tanga; lo eché a un lado y palpé los labios vaginales mojados. De pronto, una de las puertas se abrió, y un sujeto, con las pupilas dilatadas, salió dejando, para mi satisfacción, libre el aseo. Papelinas vacías, condones usados, rollos de papel higiénico y dos cuerpos con urgencia por conocerse a fondo, eran el inventario de aquel habitáculo, demasiado pequeño, para más señas.
-Ros... -alcancé a decir, una vez que entramos.
-Calla -me interrumpió tapándome la boca con su índice. Se puso más pegada a mí, y yo, calzoncillos en rodillas. No había tiempo que perder...
-¡Mira qué tenemos aquí! -exclamó lascivamente mirándome el pene, que estaba ya más duro que el acero. Lo acariciaba mientras se metía un dedo en la boca. Sin más preámbulos, puse mis manos en su cabeza, que la guiaron a abajo.
-¡Hazme una felación...!
Se la metió entera en la boca, succionando con ritmo. Su vaivén me proporcionaba más que placer. Sus labios y su lengua recorrían cada milímetro de mi pene con tal maestría que me sentía en la gloria. En ese momento, el tiempo no significaba nada para mí. Lo único que me importaba era lo que estaba pasando en aquel aseo. Se puso en pie y posó sus manos en la taza del retrete, quedándome de espaldas con el culo en pompa. Se bajó los vaqueros, hasta quedar el culo a mi disposición; y yo, con mis 18 erectos, solo podía hacer una cosa: ponerle un forro. Le bajé el tanga hasta los pies y la cogí de la cintura.
-¡Penétrame... penétrame...! –repetía, ansiosa.
Y la penetré hasta la bola, moviéndome ininterrumpidamente.
-¡Oh sí! ¡Ah…! -gritaba.
Mi verga entraba y salía frenética. En cada sacudida, sus pechos sincronizadas. Luego, cambiamos de postura; me senté en la taza y Ros se me puso encima, quedando sus pechos libres a la altura de mi boca. Para mí, el tiempo no existía, pero no para quien insistente golpeaba la puerta. Pero ni los minutos de impaciencia ajena hacían mella en el insistir de Ros, que se movía de tal manera que su son me hacía temblar. Cogí sus senos y los lamí lascivamente alternando uno con el otro, según mi primitivo instinto animal iba dictándome… Pero, de pronto...
-¡Me viene ya! –exclamé, extasiado.
Enseguida me puse en pie y Ros de rodillas. Me quité la goma y Ros se frotaba su puesta en marcha y se mordía los labios, a la espera, sin duda, de lo que estaba por llegar. Apunté hacia su cara y...
-¡Ah... ah...!
El condensado líquido que salía de mi miembro regó la cara de Ros, que sonreía feliz.
-¿Un cigarrillo? -le ofrecí, después de “acabar”, y ya en la sala. Lo aceptó.
Nos fumamos tranquilamente nuestros cigarrillos, sentados en un sofá de la zona para fumadores. Intercambiamos los números de móvil y acordamos vernos otra vez, pero Ros me decía que tenía más ganas que yo de que llegase la próxima cita. Le dije que la invitaría con gusto a más cubatas, pero a la vez le hacía ver que había bebido demasiado, aconsejándole que parase. Aceptó mi invitación de acompañarla a su casa; estaba medio borracha y había por ahí mucho delincuente.
¿Qué si nos gustamos? Eso ni se pregunta. Tanto nos gustamos y nos deseamos que en la siguiente cita llegamos los dos juntos al orgasmo, Pero ese sábado se lo había prometido a “mis 18 centímetros”.
Ya eran las 4 de la madrugada, y al día siguiente, domingo, tenía que salir temprano de viaje en coche a visitar a mis padres que vivían en Huelva, 95 km distantes de Sevilla.
Y ya solo quedaba buscar a Víctor e irnos los tres hasta la casa de Ros, y después nosotros cada uno a la suya; y Víctor no se viniese con nosotros, acompañaría yo a Ros y después me iría a mi casa.
Extraño en mí, ahora que lo pienso: sólo me bebí un botellín en toda la noche; yo, que me bebía 6 cada sábado. Lo que no era tan extraño es que mis 18 centímetros habían tenido una nueva oportunidad.
Sevilla octubre 2000