El hijo de mi hermana me visitó Mi sobrino se quedó a dormir esta noche pasada en mi casa, y ya me tenía con las patas abiertas. A decir verdad, me hallaba cachonda desde el momento que lo vi. No lo veía desde que él contaba 14 años, y ahora volvía a verlo a sus 22, y fue una experiencia llena de morbo; tan varonil, tan serio él, y tan gracioso a la vez. Con su guapo aspecto a tope de masculinidad y con ese olor a macho y a pasiones ocultas.
Yo tenía 39 años, pelo rubio teñido en melena por encima de los hombros; trasero redondo y firme, y senos, entre medianos y grandes, pero sensibles al contacto de una buena lengua.
Mi sobrino no tenía novia, pero, según me contaba mi hermana, algunos findes se iba por ahí con alguna chica de su edad, por lo que lo suponía entrenado en asuntos del sexo. Me ponía caliente con solo imaginarme sus habilidades en la materia, humedeciéndoseme la vagina cuando me hablaba con su grave y seductora voz.
Ese día hacía mucho calor. Era una primavera estival, y yo andaba por casa con camiseta transparente que dejaba traslucir los mamelones, y minifalda vaquera, debajo de la cual llevaba un tanga, del que salían algunos pelillos del pubis.
Estaba tumbado en el sofá, con su portátil sobre las rodillas insertando poesía en un foro de Literatura. Me acerqué más a él y vi que estaba dormido, o eso parecía. Para mi ilusión, esperaba que fuese lo primero.
Me senté junto a él y me quité la camiseta y la minifalda y me quedé en tangas. Le desabroché despacio el cinturón. Y como el portátil estorbaba, se lo cogí de las rodillas, sigilosamente, y lo puse sobre la mesa de centro.
Una vez desabrochado, mi mano se metió entre sus calzoncillos cogiéndole lo que yo tanto deseaba. Y vi que era tan grande como suponía. Mi otra mano, llevada por un deseo irrefrenable, se deslizó por el borde de mi clítoris, que ya estaba rabioso. Llevé la mano a mis pechos y empecé a pellizcarme los mamelones.
Él entreabrió los ojos. “¡No puedo creer que se despierte ahora!”, pensé, y presurosa me retiré intentando arreglarme la ropa antes que despertase del todo. Pero no me dio tiempo...
- ¡Tía Mónica, ¿qué estabas haciéndome?! ¡¿Por qué mi pantalón desabrochado?! -me bipreguntó, mirándome, entre retraído y sin embargo deseoso.
-No sé... Cuando vine al salón te vi así... -como pude respondí eso.
Me miró fijamente.
-¡Pero tú estabas vistiéndote! -preguntó de nuevo.
-No, solo me ajustaba la ropa.
Se levantó del sofá y se quedó mirándome. Ni se preocupó en subirse la cremallera de la bragueta.
-¡Tía Mónica, no soy tonto, me estabas tocando el pene; no mientas!
Por un momento tuve miedo, un profundo miedo y una creciente vergüenza. Al fin y al cabo, era de la misma sangre que yo, por lo que no debía hacer una cosa así.
-No sé de qué me estás hablan...
-¡Calla! -ordenó interrumpiéndome, pero me cogió suavemente la cara.
Me dio un profundo beso en la boca, con lengua incluida.
Al principio no entendía, pero después me sentía desfallecer de gusto. El cabronazo de mi sobrino besaba de puta madre. Su lengua recorría la mía con un desbordante deseo, volviéndome cardíaca de pasión. Queriendo me dejé caer sobre el sofá y él se echó a mi lado.
Sus dientes mordisqueaban mi cuello, que adrede lo ladeé para dejarlos hacer, mientras que un rugido salía de mi boca. Mi sexo estaba a punto para un primer orgasmo.
Una de sus manos se paseó por mi vientre, apartándome la camiseta; subía lentamente, destino a mis pechos. Ese día no me había puesto sujetador, por el calor, y en ese momento me alegré de no haberlo hecho.
Júbilos de placer salían de mi boca, mientras su índice tocaba mis afilados mamelones. Me cogía un seno con el resto de la mano y lo echaba hacia arriba. Le pedía más, entre jadeos y espasmos incontrolables. Mi tanga era ya una fregona.
Apartándome de él, me quité toda la ropa, quedándome totalmente desnuda, y enseguida le desnudé. Se quedó mirándome el sexo, a la vez que yo deseosa su pene, que era largo y grueso, con su glande suave y rosado, que ya estaba impregnado el meato de una pequeña cantidad de líquido preseminal.
Se inclinó hacia mi entrepierna, y yo me incliné hacia la suya, en un delicioso “69”. Luego, cogí su pene entre mis manos y, lamiendo sus testículos, me la metí entera en la boca, succionando con lentitud y fluidez. Él suspiró sobre mi clítoris, a la vez que lo lamía de arriba a abajo y de izquierda a derecha, succionando con fuerza. Me dejé ir, dando resoplidos de gusto. Hasta que más pronto de lo esperado un nueva y salvaje climax aparecía, desembocando como un río en su boca, que él tragaba cada gota de mis fluidos tibios.
Quité su miembro de mi boca y, jadeando, le pedí que me penetrase, que yo quería su pene dentro de mi sexo. Se irguió y delicadamente me la metió entre los labios, hasta el fondo. Dejé escapar un grito, anudando mis piernas a su espalda. Se echó sobre mí y besó mis mamelones, a la vez que ambos comenzamos a movernos con acompasada sincronía.
Pocas embestidas fueron suficientes para que alcanzar al unísono un colosal orgasmo, el tercero para mí, y el primero para él, gritando y jadeando.
Con los últimos espasmos de aquel interminable orgasmo, me acerqué a su cuello y le di unos mordisquitos y le arañé la espalda, hasta causarle algunos hilos de sangre, que, lejos de quejarse, le hacían rugir de placer.
Y después, durante algunos minutos seguimos besándonos, estirados uno al lado del otro para recuperar la normalidad en nuestras respiraciones. Y a la vez mirándonos a los ojos con una sonrisa de felicidad, y también de vergüenza por mi parte. Nos prometimos repetir. En ningún momento pensé que estaba cometiendo un incesto, pero si lo hubiese pensado, me daba igual. En ese acto solo había un hombre soltero y una mujer divorciada haciéndose el amor porque eso era lo que les pedían sus sexos; el mío, necesitado de pene; y el suyo, simplemente porque que le gustaba penetrar sexos femeninos, además de que sentía que yo le hacía tilín.
Antonio Chávez LópezSevilla mayo 2003