Si aquella silla pudiese hablar… Fornicar sentado en una silla es una de las sensaciones sexuales más excitantes que se pueden experimentar. Y si, además, hay de por medio esos sabrosos ingredientes de amor, deseo y pasión, el acto se convierte en algo realmente sublime.
El traqueteo de la silla se añadía a los excitantes gemidos de los dos amantes. Chillidos daban un toque salvaje al concierto, a una performance sonora y visual. La hembra amante estaba clavada en el miembro viril de su macho amante, sintiendo un inusitado placer mientras él empujaba desde la silla.
Dominando la situación el amante, los dos amantes querían disfrutar al máximo, fundiéndose en un maremágnum de puras sensaciones: amor, deseo, pasión, atracción, felicidad, sexo, animalidad...
Dos rostros grandemente morbosos se reflejaban en los cristales de la ventana. Aquel pedazo de carne sin huesos entraba y salía en una hendidura vertical, a la vez que la mano del propietario de la carne sin huesos pellizcaba los mamelones de la propietaria de la hendidura vertical…
Es difícil describir la excitación que la envolvía al verse su propia cara, plena de placer. Aquel pene y aquella mano maestra, la hacían sentirse en el paraíso. El acto estaba a punto de llegar a su fin. Los dos sudorosos cuerpos se retorcían al unísono, mientras la silla seguía bailando sobre el suelo…
Jadeaban cada vez con más fuerza, señal inequívoca de que estaba a punto de llegar un extenso e intenso orgasmo. El ritmo frenético que iba marcado el amante, anunciaba que no era el amo de los impulsos de su pene, incapaz de aguantar más la carga que quería caer en la húmeda cueva de su amante. Cuales animales descargaron el uno en el otro. Era difícil el poder escuchar los "te quiero" entre chillidos, jadeos, sudores y sensibilidades. ¡Uf, es que había sido un polvo monumental…!
La amante miraba al amante, pensando en cómo habían comenzado los besos y las caricias en el ascensor; cómo él le había frotado repetidamente el intríngulis de su centro neurálgico por debajo de la falda y el tangas; cómo habían entrado a aquel cuarto a trompicones, sin dejar de besarse; cómo habían ido perdiendo poco a poco la ropa, mientras se dirigían presurosos a aquel ansiado picadero, y en cómo había sido su sorpresa y el colmo de su excitación por ver una silla sola en el centro de un cuarto minimalista…
Y con todos esos pensamientos, más morbosos que otra cosa, un nuevo climax la invadía. Pero, de pronto, el macho amante llevaba lentamente su lengua serpenteando hacia la cueva de ella. Pues sí, aquello no había terminado todavía...
Antonio Chávez LópezSevilla octubre 2004