Me busco la vida Oficial de policía, este era mi papel representativo para acudir a mi trabajo. Por lo general, no cambiaba nunca la rutina. Mis clientas se inclinaban casi siempre por policía, y algunas veces por bombero, militar o boxeador, y rara vez decidían que fuese pirata o bandolero.
Me vestí con el uniforme de oficial de la policía, cogí la llave del coche y salí de casa. Cerré la puerta, bajé a la calle, me subí al coche, arranqué el motor y empecé a avanzar por el Paseo de la Palmera, de Sevilla.
Trabajaba como striper para fiestas, normalmente nocturnas hacía como un año. El trabajo no era gran cosa, pero se pagaba bien, mejor que cualquier otro. La primera y única regla de un striper era la de ser un profesional en cuanto a no propasarse con las clientas.
Llegué a la dirección indicada, que estaba claro que allí era la fiesta porque la música se escuchaba desde lejos. Estacioné el coche, apagué el motor, quité la llave y salí de él, cerrando la puerta del conductor. Frente a la puerta de un chalé, donde se estaba celebrando la fiesta, pulsé el timbre y esperé.
La misma cumpleañera me abrió. No pensaba que me iba a encontrar con aquella belleza despampanante. Era una madura, guapa y bien hecha. Llevaba pelo corto. Tenía un cuerpo colorista: empinados pechos, grandes y firmes, y culo redondo. Un escote impactó en mis ojos, como incitándome a que lo mirase; la propietaria del escote me miraba y sonreía, y a su mirada y sonrisa se unían dos chicas más que, bailando con un vaso en la mano, me inspeccionaban de arriba a abajo.
-¡Pero entra ya! -exclamaba en un tono cordial la madura. Parecía alegre, tal vez por el alcohol.
-Es una bonita fiesta, pero no tanto como ustedes. ¿Podría unirme a vuestro baile? –pregunté sonriendo y desabrochándome uno de los botones de mi camisa y moviéndome al ritmo de la música que sonaba.
-¡Claro, oficial! -decía con un hablar nervioso una de las chicas.
Me arranqué la camisa, dejando mi torso al aire. Las chicas daban gritos de admiración, y con palmas acompañaban mis movimientos al compás de la música.
Con lento vaivén, me quité el cinturón de balas y dejé que mis pantalones se escurriesen por mis piernas, quitándomelo a la altura de los zapatos y quedándome solo en tangas. Las chicas gritaban y dos de ellas venían hacia mí, para acariciarme el pecho, los brazos, los muslos y las mejillas. Y una tercera, quizás la más lanzada de todas, puso una de sus manos encima de mi bragueta.
Pero mis ojos se centraban en la cumpleañera, madura que me había atrapado. Reía mirando a la concurrencia y sirviéndose un whisky. Por alguna razón, obvia por otro lado, podía adivinar que algo se le estaba humedeciendo.
Después de una hora de show, me puse de nuevo la camisa, ayudado por una chica que permanecía a mi lado todo el baile. “Mi” madura se me acercó de nuevo.
-Sígueme. Te voy a pagar lo que hemos acordado -me dijo.
La seguí por uno de los pasillos de aquel lujoso chalé, hasta llegar a un dormitorio. Cerró la puerta por dentro con pestillo. Un nerviosismo me invadía, a la vez que una erección repentina e inoportuna se apoderaba de mí.
La madura cogió una billetera que había sobre un mueble antiguo de caoba, frente a la cama y contra la pared, y sacó unos cuantos billetes.
-Aquí tienes los 800 acordados, más 200 de bote son 1000 euros en total. Si quieres cuéntalos –me dijo con una sonrisa nerviosa en los labios.
-No hace falta, señora -respondí-. Por cierto, ¿cuál es su nombre?
-Mi nombre no importa. El tuyo es el que realmente importa –sonrió.
-Me llamo Adolfo -respondí.
-Bonito nombre -dijo mirándome a los ojos y acercándose más a mí. La sonrisa en su cara permanecía inalterable.
-¿Cómo empezaste en este oficio?
-Como muchos otros chicos de mi edad. Estaba sin trabajo, y esta idea me la dio un buen amigo que me acompañaba en el gimnasio.
-Espero te guste tu trabajo -dijo mirándome insinuante.
Sin ningún pudor y con total desparpajo, me cogió el bulto con una de sus manos.
-Si quieres ganar dinero, no busques otro trabajo -me dijo, todavía su mano sobre mi paquete.
Estaba un poco mareada. Alzaba torpemente su vaso de whisky, cayéndose éste y haciéndose añicos contra el suelo. Sin prestarle atención, se separó el escote dejando ver sus pechos, sin dejar mi entrepierna. Mi respiración se aceleró. Quería hacerle al amor desde que la vi, pero no podía dejar de ser el profesional que siempre había sido.
De pronto apartó la mano de mi paquete, y poniéndome las manos sobre mi pecho me dio un empujón, haciéndome caer de espaldas a la cama. Seguidamente, se me puso encima y me lamió el cuello. Percibí una mezcla de olores, alcohol y perfume femenino del caro.
Intenté apartarme, pero no pude; como si hubiese perdido mi poder de decisión; ella me lo había arrebatado. La cogí de la cintura y deslicé la mano por sus firmes nalgas cubiertas por una falda roja y de unos diez centímetros por encima de las rodillas, que dejaba ver unos muslos morenos, tersos y torneados.
Me besó en la boca, mordisqueándome los labios, acariciándome la lengua con la suya con suaves vaivenes circulares y constantes. Me abrí la camisa y ella me besaba el torso. Mis manos alzaron su falda, y dos de mis dedos se colaron en su entrepierna. No llevaba bragas, y su vagina estaba húmeda y palpitando su puesta en marcha.
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De pronto, se tumbó a mi lado en la cama, pidiéndome con los ojos que hiciese lo que quisiese con su cuerpo.
Me quitó la camisa y el pantalón, quedándome en el tanga del baile, y después se quitó el sujetador apareciendo dos pechos desnudos. Le arrebaté la falda y acabé de desnudarla por completo.
Mi mano recorría su bajo vientre, subiendo a sus redondas mamas, que después de besarlas, lamí los pezones, mientras iba acariciándole el cuerpo con las yemas de los dedos. Ella gemía y gemía, sin parar...
Me aparté de sus sensuales y adictos pechos, acariciándolos una vez más, y mi lengua seguía hasta sus muslos. Besé uno, después el otro, sin todavía tocar su flor, solo amagos. "Mi madura" ardía en deseo.
Me concentré en su puesta en marcha, paseándose mi lengua de un lado a otro, arrancándole aullidos a aquella ardiente madura. Lo lamí y le metí dos dedos en el sexo y seguí con mis juegos de lengua.
Su vientre subía y bajaba al son de los gemidos de sus movimientos en mi boca. Borracha de deseo y caliente como candela, me pidió que la penetrase. Calculé que ya habría tenido dos orgasmos por lo menos.
Me quité con lentitud el tanga, y mi glande saludó a su clítoris. Ella alzó la pelvis y se metió mi pene, que era recibido sin aduana y con las piernas abiertas de par en par.
Empecé a moverme mientras que, inclinado sobre sus senos, acaricié con la punta de la lengua todo lo que pillaba. Me tiraba del pelo y se aferraba a mi espalda, y con sus uñas me la arañaba, provocándome vías finas de sangre, pero no sentía dolor.
Rugidos animalescos salían de su garganta, a medida que los espasmos de otro orgasmo invadían su sexo, extendiéndose por todo su cuerpo, al tiempo que contorsionándose a su antojo. Sentí que iba a descargar, de modo que me cogí el pene y se lo metí en la boca, rojo carmín los labios. Dejándome llevar por la pasión del momento y por mis experiencias sexuales, bestialmente descargué en su garganta.
Mientras iba recuperándome, ella llevó un pecho a la boca, lamiéndose el mamelón y bebiéndose el poco semen que había caído en el contorno; casi todo le había entrado en la boca, que saboreó y tragó. Con la última gota de semen que quedaba en uno de sus dedos, se lo relamió. Y, sonriéndose, me dijo:
-Espero volver a verte de nuevo.
-Seguro. Puedes apostar al “SÍ”, sin riego a perder.
Y luego de decirle eso, empecé a vestirme de nuevo, mientras le iba haciendo gesto, como haciéndole ver que mi miembro viril era solo para ella.
Y así fue en adelante. Dos veces al mes, previa llamada telefónica, me pasaba por su chalé y hacíamos el amor de todas las formas. Pero eso al principio, porque a medida que iba visitándola nos íbamos cogiendo cariño. También al principio recibía mil euros por cada cita, pero pasado un mes no quería yo más dinero. Me estaba dando cuenta de que le estaba cogiendo un cariño especial. ¿Quizás enamorándome?
A los cinco meses de nuestras citas me confesó, con lágrimas en los ojos, que estaba enamorada de mí. No tiene hijos y es viuda desde los 48 años y ahora 56. Tiene dinero y propiedades, rústicas y urbanas. Se llama Ana. Me ha propuesto que nos casemos y que vivamos en su casa, algo que me lo estoy pensando porque no quiero hacerle daño, precisamente porque la quiero y porque tengo un alto concepto de la fidelidad, y no estoy yo seguro de no serle infiel, con lo cual le demuestro que soy un hombre honesto. Yo tengo ahora 24 años y el mes próximo cumpliré los 25. Y cosas de la vida, tan joven y ya con un dilema tan grande en mi cabeza, que tengo que dilucidar.
Antonio Chávez López
Sevilla junio 2003