La Cosa Nostra-¿Quieres más? –preguntaba Iván a Isabel, a la vez que movía con el cucharón los trozos de carne entre la pasta.
-¿Quieres que reviente? -decía Isabel exhibiendo en su sonrisa una perfecta dentadura.
-Entonces me comeré yo lo que queda -Isabel vertía más vino de la botella sobre el vaso de Iván.
Mientras Iván masticaba, miraba de reojo a Isabel. O, mejor dicho,: miraba lascivamente el canalillo de Isabel.
Isabel estaba buenísima. Iván no paraba de tener pensamientos eróticos con su nueva pareja: alta, pelirroja, labios carnosos, grandes ojos verdes y un cuerpo ¡uf! Se veía afortunado Iván por el solo hecho de haberla conocido. Y de eso hacía dos días, en una comida de empresa, donde dos grupos del sector informático se reunían para cenar.
Isabel e Iván pertenecían cada uno a un grupo diferente. Empezaban a charlar en la cena cordialmente, y a poco más de una semana ya estaban emparejados. Y allí, en un restaurante italiano, estaban los dos, diez días después, como una pareja que se inicia en las artes amatorias.
Esa cena era una idea que Isabel aprobaba con agrado. Era una fanática de la pasta. Y la cena era el primer acto de los tres que componían el plan: pasta, concierto y cama, digo… casa… Los dos juntos. Pero, claro, enamorados y solos… en fin...
Iván, desde aquel encuentro en ese restaurante italiano solo pensaba en pasear su lengua por aquellas dos mamas jugosas, y parecía que esa noche lo iba a conseguir. Tiempo al tiempo…
La idea lo volvía a atosigar. "¿Serán grandes? ¿Pequeñas? ¿Operada? ¿Auténticas?".
-¿Quieres postre? -preguntaba en tono cariñoso a Isabel.
-Una bola de helado de fresa con nata y caramelo -y esbozaba una sonrisa, ornada con el rubicundo rojo de sus labios.
-Y para mí, un café solo. Quiero estar despejado…
El camarero se acercaba al ver el brazo de Iván levantado. Le pedía Iván los postres acordados. El camarero se alejaba luego de anotar la comanda en su bloc.
Como la mesa de ellos estaba en la terraza exterior, cuyo techo era el cielo, Iván se encendía un cigarrillo. Isabel no fumaba, pero no se oponía a que su chico lo hiciese. Él miraba a su alrededor. La terraza estaba vacía ya. Ellos eran los últimos allí, lo cual le reconfortaba.
Hablaban de sus últimas y ajetreadas jornadas laborales durante los pocos minutos que tardaba en reaparecer el camarero con una bandeja, y encima de ella los dos postres pedidos: una copa de aluminio con una bola de helado de fresa con nata, y un humeante, negro y aromático café en taza de porcelana.
Cuando la taza tocaba mesa, la puerta del local se abría estrepitosamente. Los acontecimientos comenzaban a acaecer de una forma precipitada. Primero un disparo. Segundo un dolor. Tres tipos con sombrero negro y gafas oscuras entraban al local. El primero de ellos portaba una pistola repetidora, la causante del horrible estruendo.
El primer proyectil daba en el pecho del joven camarero, que caía fulminado con un orificio de entrada en su pecho y otro de salida en su espalda. Un arroyo de sangre tapizaba el suelo. Diez segundos después, el cerebro de Iván se preguntaba por su acompañante.
Iván giraba en redondo el cuello. Isabel seguía sentada, con la misma sonrisa que exhibía segundos antes, pero sin el tercio superior del cráneo. Grumos de masa encefálica fluían por unos hilos de sangre, que resbalaban por su rostro, acariciando macabramente la comisura de unos labios que minutos antes habían besado, para acabar goteando en el canalillo, también castigado por el plomo, que mostraba carne interior de las glándulas mamarias. Por desgracia, no parecía haber silicona en aquella masa pultácea. Iván no podía gritar ni siquiera hablar, se quedaba inmóvil, mirando aquel pedazo de carne del que profundamente había estado enamorado, tan solo unos minutos antes.
Los tres tipos con mascotas negras se olvidaban de un Iván inmóvil y entraban a quemarropa en las dependencias interiores del restaurante. Cuando el arma rugía de nuevo, reaccionaba. Se levantaba de la silla con tranquilidad macabra. Caminaba hacia una de las paredes del local, donde se exhibían obsequios que podían lograr los clientes por su fidelidad a cambio de puntos que se obtenían al pagar la cuenta. Con igual tranquilidad, miraba dos catanas. Las descolgaba de los asideros y las desenvainaba de sus llamativas fundas, y después caminaba hacia la entrada de la cocina empuñando unas hojas afiladas, como cuchilla de afeitar. Dos nuevos disparos tronaban en sus oídos. Esperaba escondido tras el marco de la puerta.
Los tres capos aquellos, una vez cumplida su sanguinaria tarea, que consistía en asesinar al dueño y a los empleados del local, se disponían a abandonar con presteza el lugar del crimen. Bajaban corriendo las escaleras que llevaban a la cocina desde la planta principal.
Iván escuchaba pasos, cerraba los ojos y apretaba las empuñaduras.
Cuando el primer capo salía no le daba tiempo a entender lo ocurrido. Bastaba un tajo para separar limpiamente una cabeza cubierta con mascota de un cuerpo, que aún sostenía una pistola en la mano derecha. El frenesí se apoderaba de Iván.
Con una insospechada velocidad batía sus brazos como aspas. Las catanas hacían su tarea. El sonido de la hoja, penetrando y lacerando los huesos, se hacía interminable. Solo se detenía por puro cansancio. Un amasijo de ropa, carnes y fragmentos óseos se amontonaban en la entrada de la cocina.
La sangre cubría el mobiliario colindante. Tiraba las catanas al suelo. Se miraba las manos enrojecidas y se agachaba. Tenía que tirar con fuerza dos dedos del finado degollado para hacerse con su pistola. Lentamente se aproximaba a la mesa que antes ocupaba con Isabel. El cadáver seguía rezumando sangre, y la gravedad se estaba ocupando de que fuesen cayendo sesos poco a poco hacia el suelo de terrazo.
Tropezones cerebrales descansaban en el plato de pasta. La salsa cubría algunos de los pedazos. Iván se sentaba, se comía el resto de helado de Isabel, y después alargaba la mano y la posaba sobre sus pechos, que no habían sufrido daño alguno. Les pegaba pellizquito. Se levantaba y, llorando, abrazaba y besaba la boca inerte de su amor.
-No te dejaré sola.
Cargaba la pistola. Daba dos últimos besos en las sangrientas mejillas de Isabel y a la vez entrelazaba sus dedos con los de la occisa, aún calientes.
-Te amo.
Metía el cañón del arma en su boca, apretaba el gatillo, y, de pronto, su cabeza era en un popurrí de sustancias viscosas, astillas óseas y fragmentos de plomo.
DIARIO DE LA CIUDAD - SUCESOS
Matanza en cadena en un restaurante italiano
Un joven, asesina a su pareja y a ocho empleados en un restaurante italiano. Todos eran miembros de La Cosa Nostra.
Jorge, decepcionado, tiraba el periódico sobre la mesa.
-Desde luego, ya no existe el amor.
-Claro que existe. Yo te amo -respondía Ana con voz tierna.
El camarero llegaba, decidido y dispuesto, a tomar nota.
Con cara circunspecta y aires de profesional, sacaba su bloc y su bolígrafo del bolsillo de arriba de su impecable chaquetilla blanca, pero cuando se estaba afanando en garabatear la palabra “pasta”, las dos puertas del local se abrían violentamente y aparecían tres hombres con mascota negra.
Antonio Chávez López
Sevilla agosto 1999