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Aquella plaza y aquella chica

antonio chavezantonio chavez Miguel de Cervantes s.XVII


Aquella plaza y aquella chica

Nada hay más hermoso y a la vez más poderoso que el deseo, cuando se desea de una manera irracional.

Una mañana cualquiera de un invierno gélido en Madrid, el autobús de siempre, a la hora de siempre. El Sol no quiere salir; en su lugar, la niebla, que lame la Tierra con las últimas sedas. En el firmamento se dibuja la Luna. El tiempo y el espacio parecen disolverse si se mira hacia arriba.

Sigue pensando en ella un día más, como una devoción desde que apareció en su vida; se creía feliz, estaba seguro de ello. No tenía la necesidad de pensar en el placer de la seducción, porque le parecería una cosa teatral. Se acuerda de sus bromas mientras un amigo o un enemigo, vayan ustedes a saber, miraba a la chica con una mezcla de lujuria y deseo, propio de un depredador.

De una forma instintiva, imagina la mecánica del juego e intenta recobrar su aire de altivez. Se siente excitado y su corazón parece ejecutarle en sus febriles embestidas. Su mano parece cobrar género en la entrepierna de ella. Cierra los ojos para poder disfrutar de su propia caricia. Nota cómo su aliento roza sus mejillas. Un deseo ardiente va apoderándose de su pene. Su mano se detiene a pocos centímetros de ella. Pasos acelerados que se acercan a la parada del bus parecen haberle puesto en contacto con la realidad.

El autobús se pone en movimiento. La ventanilla de su asiento le devuelve el reflejo de la aromática decadencia de Madrid. Exquisita decadencia. Un sentimiento de soledad le acompaña. En el trayecto nota fuertemente los afilados cuchillos de la soledad, pero trata de sobreponerse.

No puede separar sus ojos de la silueta que estaba volviendo a ver, como cada día desde la ventana de su despacho. Tiempo atrás, conseguía zafarse de sus empleados y bajaba a la plaza, en donde la chica se sentaba en un banco a leer. Tenía que liberarse y estar allí, junto a ella, por si cualquier cosa ocurriese.

Él sabe todos y cada uno de sus gestos. Él sabe la manera exacta en que ella cruza las piernas, para que su falda no deje demasiada intimidad expuesta. Él sabe cuando se retira el pequeño mechón de su cabello, que se esparce por sus mejillas. Él sabe distinguir el sonido de sus manos intentando ajustarse la minifalda.

Al principio se había sentido ridículo, un mirón más, un salido más de los muchos que se paran para mirarla, para tratar de entablar una charla con ella. Pero pronto deja de torturarse con esos angustiosos pensamientos.

No puede ser tan malo dejarse llevar por un deseo. Por fin ha sido capaz de reconocer que la deseaba por encima de todo. Quizás el deseo nació en la parte interior de su minifalda. Lo cierto es que cada día está más ansioso por volver a la plaza e incluso reunir el valor necesario para hablarle o para confesarle lo mucho que la desea.

Ahora solamente necesita saber que ella sigue yendo regularmente a la plaza. Se queda escuchando con atención; realmente escucha el sonido de su voz al devolverle una pelota a un niño, que la había lanzado con mala puntería. Su voz, el brillo de sus ojos, el olor de su perfume, le parecían más embriagadores que nunca.

Uno de esos días cruzó sus ojos con los de ella, sintiendo un agradable dolor de estómago. El tiempo y el azar habían hecho su trabajo. Pero bien sabe Dios que él lo había intentado antes. Poco a poco, logró reunir las fuerzas precisas para irse hacia ella. Lo atenazaba la angustia, pero seguía adelante. Solo eran veinte pasos, que se le antojaban aterradores

—Bonito día el de hoy –musitó, de pronto

Ella esperaba una mejor insinuación.

Él se dijo para sí: “¡soy un imbécil; menuda perogrullada he soltado!”.

Sin embargo, ella era más directa:

—¿Quieres hacerme el amor? –le preguntó en un tono dulce.

“De eso se trata”, pensó y quiso aunar el aplomo suficiente para contestar, pero la chica de nuevo se le adelantó:

—Te vengo observando durante en estos últimos meses, y veo que tienes una extraña forma de seducirme. Es más, había pensado en seducirte yo.

Ya no tenía escapatoria. Se había resuelto la cosa en forma tan inesperada como inusual, y ahora él debía aplicar su ingenio. Mucha gente no sabe lo que quiere, pero la chica lo tenía claro; quería a él. Puede que su mente anduviese vagando por las páginas del libro que simulaba leer, pero en su mente y en su corazón estaba él.

Sus pechos temblaban al contacto de los dedos de él. Sus pezones se endurecían por momento. La palma de su mano y una dudosa sensación de vértigo, por el calor auspiciada. Las caricias invadiendo un pubis, levantando el suave vello, cual leve y tibia brisa. El placer que inundaba el cuerpo en la entrega de la piel. El gustoso impacto de su cabeza contra la suya, con el pelo enmarañado por sus dedos, como el rayo de Sol que en forma inesperada se posa en el agua. Su aliento como el aliento del mar, desembocando en la playa, esperando el juego prohibido; el primer beso hondo, suculento de salivas y estridencias de dientes.

Ella admiraba el cuerpo estilizado de él, pero con esa clase de sentimientos que desarman. Pero su pensamiento iba por un camino disímil: calculaba el tiempo que podía mantener una erección un hombre tan bien dotado.

Sus ojos, sus manos y sus labios se alejaban, pero volvían a su miembro viril, a sus nalgas, sus piernas, su pubis, haciéndole el amor, deslizándose como cera en vela que se extingue. Le acariciaba como si el tiempo muriese con ellos, ofreciéndose al placer con la furia de los placeres largamente acariciados. El fuego alumbraba sus ojos, mientras él llevaba su mano, como una ave rapaz, llevándola a puntos inexplorados de su cuerpo. Escalofríos se convertían en lavas, en un sentir de anatomías que tiemblan al unísono.

La noche que termina no acaba al mismo tiempo en este espacio. Aún gana la ansia y los picos de la madrugada. Cierra los ojos, quebrada por la batalla y sintiendo esa firmeza inagotable de lujuria. Él aún le permitirá descubrir el oro de un corazón blando entre sus nalgas; esa es la puerta que se cierra y se abre con los silencios rotos por los gemidos. El dolor y el placer se entremezclan en la tormenta. Durante unos minutos, sentía las mortales cornadas del semental, pero el languidecer del estremecimiento, el principio de la embriaguez en la gran cama blanca.

Los dos iban tocando el cielo en cada uno de los acentos suspendidos. Pronuncia él palabras dulces a su oído, y rememora los deliciosos momentos frescos, en la búsqueda de un paraíso y la miel que queda dentro. No le importaría morir de placer ahora, ahora que sabía que en sus brazos podía pasar el resto de su vida y que podía ahogarse en sus ojos, lentamente, sin sentir frío. ni calos, ni soledad...


LA CAJA DE MSICA 10 UN RINCONCITO PARA COMPARTIR - Pgina 17 Plaza-11

Antonio Chávez López
Sevilla marzo 2001
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