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Un sicario con piedad

antonio chavezantonio chavez Miguel de Cervantes s.XVII

Un sicario con piedad

Eran las doce y cinco de la noche y yo aguardaba con tranquilidad mi objetivo. Según mis cálculos, no debían demorarse en llegar al "Hotel Rincón del Amor", que más que hotel era un despropósito de cuartos guarros y de empleados groseros, que no dudaban en despreciarte con punzantes miradas y con gestos despectivos. Ese hotel había cumplido los cincuenta años de su construcción, como reflejaban sus paredes cuarteadas y amarillentas. El precio del alquiler por noche de un cuarto era asequible a todos los bolsillo, y básicamente eran utilizado para hacer el amor las parejas de novios y de algunas casadas, a espalda de sus maridos. O, como en este caso, para esconderse por algún delito cometido ¡Qué ilusos los que se escondían! Siempre era este hotel el primer lugar de caza y captura a gente a asesinar. Se sentían protegidos en este antro del infierno, hasta que yo llegaba de improviso y los encañonaba con mi pistola y… ¡pum!, se les acabó la protección.

Volvía a mirar el reloj sobre la pared y removía mi whisky sin hielo. Odiaba las escenas previas a la acción, en las que había que comportarse como un buen chico y aguardar hasta el momento oportuno para "ajustar cuenta". Me lo ordenó mi jefe:

-¡No me jodas, Pepe! ¡Termina de una puta vez con esas escorias, cuando estén en su cuarto, cuando caminen solos por las calles, cuando no haya nadie observando, que te obligue a matarle! ¡Parece que tú no te enteras o que no quieres enterarte, pero métete en tu mollera que somos una empresa de asesinos, si no demostramos nivel, no evolucionamos! ¡Mata primero a la mujer, que él vea cómo sufre; luego, mátalo a él! ¡Mata a todo lo que se menee en ese cuarto, joder!

No sabía qué era lo que había motivado a mi jefe el haberme encargado este trabajo: quizás deudas, quizás rencores, quizá cuernos, quizá odio, quizá venganza. Pero tampoco me importaba. Me había acostumbrado a no detectar síntoma de cargo de conciencia. Al principio, cuando hacía mis primeros pinitos en este sanguinario oficio, a veces tragaba saliva, a la vez que pensaba: "Pepe, ¿qué coño estás haciendo?". Pero, con el tiempo, la fuerza de la costumbre acababa por acallar ese molesto susurro de tu interior, y apretar el gatillo era para mí una rutina, como al camarero servir cerveza o al panadero vender pan.

No me hacía esperar más de la cuenta. Estaba apurando mi tercer whisky, cuando la pareja aparecía por la puerta de entrada de aquel antro. Esperaba hallarlos asustados, sospechando de todo, hasta de las horrorosas flores de plástico del vestíbulo. No obstante, despreocupados venían caminando y riéndose y cogidos de las manos, balanceándolas. Ella reía a carcajadas y, al hacerlo, su melena ondeaba con majestuosidad. Sus ojos eran guapos; su rostro moreno, y sus labios bien pintados con carmín rojo. Lucía un vestido negro elegante y a su vez sencillo, pero ceñido, y su trasero redondo y respingón causaba en mi entrepierna cosquilleo. Caminaba apoyada en unas esbeltas piernas con zapatos negros de tacón de aguja. 

Él, más bajo de estatura que ella, tenía pelo moreno, a su vez reía cómplice, acompañando con su risa pegadiza las de su fémina. Sus ojos eran grandes, cejas pobladas, que ofrecían la disparidad de que era inevitable no mirarle. Seguía con cierto esfuerzo el andar presuroso de su mujer, arrastrando los pies. Vestía vaqueros rojos y camisa azul de cuadros, que marcaba bíceps. Intentaba dar sentido a por qué gente de un buen nivel económico se alojase en un tercermundista hotel, pudiendo hospedarse en algún lujoso y protegido Meliá y sobre todo por qué se reían tanto, si él sabía lo que de un momento a otro le podría pasar. Hacían buena pareja. La pasta que recibía de mi jefe hacía mejor pareja conmigo que cualquier otra cosa.

Saludaban amables y risueños al recepcionista, pero éste ni los miraba, solo les daba la llave de su cuarto, el 213. Llamaba al ascensor y mientras se besaban. Ya abajo el ascensor, subían. Decidía darles un cuarto de hora mas para un último polvo. Las curvas de aquella jaca se lo merecían. Pedía otro whisky. Al camarero de la barra lo veía con ganas de conversar:

-Parece que va a llover –me miraba mientras iba llenando el vaso.
-Sí –respondía, lacónico, a la vez que me encendía un cigarrillo.
-¿Matando penas? -volvía a preguntar el camarero.
-¡¿Cómo?! –había escuchado su pregunta, pero quería dar el tono representativo de que empezaba a tocarme los huevos.
-Le preguntaba si está usted matando penas con el whisky -matizaba en tono conciliador e intentando buscar charla-. No recuerdo haberle visto antes por aquí y he supuesto que tanto whisky tenía algo que ver con matar penas, digo yo.
-¡Mira, camarerillo metomentodo, yo bebo porque me sale de los cojones, y no tengo ninguna pena! ¡¿Entendido?!
-Discúlpeme. Ya me extrañaba a mí. Se ve que no es usted de esa clase de borrachos que van llorando por las esquinas.

El camarero estaba esperando más conversación, pero como veía mi careto, se ponía a fregar copas y vasos. Y yo me decía para que no quería seguir hablando con él ni con nadie. Por tanto, me sumergía de nuevo en el plan que tenía entre manos, y con dos tragos más, acababa el vaso. Dejaba dinero de sobra en la barra, para no pedir la cuenta, y me fui al ascensor.

-¡Señor, se deja usted el cambio! -gritaba desde la barra el chismoso camarero.
-Bote -le respondía.
-¡Pero si sobran casi 15 euros! -exclamaba, cargado de razón.

Me volví hacia él enfurecido, pero controlándome. Era más que obvio que empezaba a tocarme seriamente los huevos, y no podía evitar apretar los nudillos y los dientes y… tener ganas de mandarle al... Pero no. Le respondía:

-Invita a una botella al novio de tu mujer. ¡Pero deja joderme! –me abría la chaqueta para que él viese colgando una pistola.

Dejaba escapar eso en un tono relajado, pero contundente. El camarero me miraba con cautela y volvía a sus asuntos. Yo no soy de palabrerío, y más aún cuando alguien quería sacármelo a la fuerza. Decidía no subir en el ascensor. Me iba relajando mientras iba escaleras arriba, hasta la segunda planta, directo al cuarto número 213.

Ya en la planta y antes de acceder al pasillo, me ponía mis guantes negros de cuero y revisaba el cargador de mi pistola; seis balas del calibre 44. "Perfecto, no creo que esto me lleve más de tres balas", pensé . Pero no descartaba el que tuviesen un guardaespaldas, pero un certero disparo en la cabeza me quitaría de tiroteos estúpidos y de gastar más de tres balas.

Yo y mis balas, mis balas y yo. Era una obsesión. Me gustaba saber la cantidad exacta de munición que necesitaba en cada caso. Una vez usé 14 balas, pero todo estaba calculado; 5 escoltas, 5 jefecillos del tres al cuarto, y 2 putas, además de una chica que era la chófer, y un 'gorila'. Todos recibían la píldora vía craneal, comenzando por el 'gorila', que tras una estúpida demostración de karateka, no tenía más huevos que gemir, no bien desenfundaba mi arma y le encañonaba. Disparaba a la chófer y, parapetándome en el sofá aguantaba una ráfaga de tiros, pero recargaba dos balas, y dos caídos más en combate. Mis últimas dos eran relajadas, ya que los supervivientes, las putas, salían huyendo. Dos blancos en movimiento con una trayectoria recta. ¡Pum y Pum! Hacía blanco en ambas. 

Llegué a la puerta del cuarto 213, tras un trayecto sigiloso y con mi pistola amartillada y desenfundada. No había rastro de vigilantes, pero sí mucho yonqui lastimoso y más puterío. Me daban ganas de abrir uno de aquellos garitos y acribillar al gilipollas de los quejidos, o al viejo que jadeaba en plena "batalla carnal", pero eso no me daba dinero, y también me haría gastar balas innecesarias.




 

Comentarios

  • antonio chavezantonio chavez Miguel de Cervantes s.XVII


    Centré los ojos en la puerta y me di dos segundos para concentrarme. ¡Ya!, me dije, con disciplina, y apretando los dientes pateé con fuerza la cerradura de la puerta, que, sin resistencia, saltó por los aires. Y allí estaba la pareja, en la cama, viendo porno en la tele, en pelotas y fumando marihuana. Mayúscula fue la sorpresa; ella se abrazó aterrorizada a la almohada, él se limitó a temblar y a tragar saliva. No lo dudé, con el brazo extendido disparé a la rodilla derecha de la mujer. que gritaba de tal modo que se hacía eco el dolor esgrimido. Su rodilla estaba destrozada, y era anormal que saliese corriendo. Pero por si acaso... ¡pum!, le disparé a la otra rodilla. Doble bala, doble agonía. Me acerqué a la cama, y, apuntando al tío, golpeé con toda esa saña que mi maldad me permitía el rostro de la mujer.

    -¡Ni se te ocurra moverte o te taladro el culo, cabrón! -rotundamente dije al hombre, que no paraba de gemir.
    -¿Por qué a nosotros? -decía entre lágrimas aquel puto llorón.
    -Bien sabes tú el por qué. Y deja de llorar, porque me estás jodiendo. Calla y disfruta del espectáculo -y de nuevo golpeé a la mujer, rompiéndole el tabique nasal y haciendo que de su boca saliese despedido un chorro de sangre hacia la pared.

    La golpeé hasta herirme los nudillos, pero evitando en todo momento dejarla inconsciente. Tenía que sufrir. Eran órdenes. Y él también tenía que sufrir viendo a ella sufrir. En dos minutos, aquello habría terminado. El plan estaba estudiado al dedillo: disparar a alguien inesperado, torturar a la mujer, matar a la mujer y acabar con él, incluyendo algún intruso. Dos minutos, y no más de seis balas.

    Después saldría yo por la ventana hacia la escalera de incendios, rápido bajaría, me mezclaría con la gente y me bebería un whisky con hielo en cualquier lugar. Todo previsto. No más de seis balas para dos, más alguna sorpresa. Volví al mundo real destrozando la mandíbula de la mujer de un fortísimo golpe. La cogí del pelo y la arrastré hasta el mini bar. Abrí la puerta y le metí la cabeza en el mismo. Miré con sonrisa torcida a su amante, cogí carrerilla, y como si balón de fútbol fuese, pateé con todas mis fuerzas su cabeza. El golpe fue enorme, y él no pudo evitar gritar como una nena; ella, o mejor dicho, lo que quedaba de ella empezó a moverse (como los muñecos que se cuelgan en el espejo retrovisor de coches) convulsivamente, y tras unos segundos quedó inmóvil. La puerta de la nevera acabó bollada, y a su alrededor un reguero de sangre aparecía. Hasta ahora estaba cumpliendo a rajatabla con mi trabajo. Quedaba el final, él, la nena llorona.

    -Parece que tu mujer y yo hemos roto el hielo -le dije, disfrutando del momento y soltando una risotada que provocó en mi llorón amiguito una meada de terror.
    -¡La has matado! ¡Ella no tenía culpa de nada y Sánchez lo sabe! -contestó con rabia
    -¡Vaya! Parece que el ver a tu putita muerta te ha ayudado a recordar en nombre de quien vengo a matarte por encargo. ¡Te reíste de él en su cara, le tomaste el pelo, y esto es lo que has provocado tú solito! –le dije, amartillando mi pistola.
    -¡Espera, espera! ¡No me mates! ¡Te pagaré el triple de lo que te paga tu jefe!

    Demasiada charlita y demasiada lagrimita. No quise evitarlo y le disparé a los huevos, los mismos que no había usado nunca para cosas importantes. Me habría gustado un enfrentamiento con él, cuerpo a cuerpo o con una pistola cada uno. Le habría matado igualmente, pero al menos hubiese respetado su honor, si es que tenía. Pero solo era un monigote melodramático, que me daba pena y asco. Sus cojones sobraban. Aullaba con tanta fuerza que yo sentía las mías estremecerse como en una señal de solidaridad. Llevaba una de sus manos a su destrozado aparato reproductor y no paraba de gritar.

    -sigue y termina en página siguiente-

  • antonio chavezantonio chavez Miguel de Cervantes s.XVII


    -Bueno, este es tu fin por encargo expreso del señor Sánchez. Espero que hayas disfrutado del ritual y que te pudras en el infierno, cabrón -le dije en un tono ceremonial.

    Sus aullidos me invitaron a ser original y en vez del clásico disparo entre ceja y ceja, le reventé de un golpe la mandíbula, y cuando alzó otra vez su cara ensangrentada, le disparé la boca. Parecía un aspersor esparciendo sangre. En breve espacio de tiempo pasó a convertirse en una masa inerte. Había cumplido mi trabajo, sin apenas mancharme. Ya me limpiaría los restos rojos cuando llegase a mi automóvil. Resoplé, y me relajé. Asesinar me convertía en un depravado. A veces no controlaba mi cuerpo, pero era él el que ejecutaba las maldades con la mayor de las crueldades.

    Empezaba a volver en mí, cuando un suave rechinar de puerta sobre mi flanco derecho voló por los aires mi tranquilidad. Sin dudar, desenfundé con reflejo mi pistola y apunté al hueco entre la puerta y el marco de la misma. Dispararía a lo primero que se asomase, sin excepción. El tiempo que pasó fue eterno y la tensión se podría cortar con un cúter. ¿Quién estaría ahí?: algún matón, alguna mujer, un drogata, algún gato, algún fantasma…, o incluso el mismo Sánchez, decidido a ver con sus ojos mi buen hacer. Lejos de mi fantasía, escuchaba un sollozo, pero diferente a los gimoteos de un cobarde o de una putita amedrantada. En ese momento me sentía inseguro.

    -¿Quién coño anda ahí? ¡Sal o te vuelo la tapa de los sesos! -dije en tono que no daba lugar a reflexión.

    Roto esos momentos de tensión, una cabecita, a un metro y veinte centímetros del suelo, asomó. ¡Era un niño! Temblaba convulsionándose. Sus ojos estaban enrojecidos y sus labios apretados, con pecas en la cara y con el pelo revuelto, y por su carita abundantes lágrimas corrían. Me miraba tembloroso. No supe reaccionar y no tuve huevos de disparar; el blanco más fácil y el más difícil a la vez con el que me había enfrentado en todo mi puto empleo de sicario. Bajé la pistola y, sin saber cómo, de mis palabras brotaba un tono cariñoso.

    -Sal de ahí. Y deja de llorar. No soporto ver a un niño llorar.
    -No quiero morir. Mamá me decía siempre que todavía tengo muchas cosas que hacer en esta vida y que para eso tengo que cuidarme, que si no, no seguiría con vida. Y no quiero morir -replicó el niño, entre un ataque de nervios y limpiándose la nariz con la palma de una de sus manos.
    -¿Se puede saber quién eres? No puede ser que estés aquí. ¿Qué diablos hacías ahí metido?
    -Mamá me dijo que hoy dormíamos aquí y que mañana nos iríamos con mi nuevo papá a la playa los tres. Y que si quería irme con ellos, tenía que esconderme en este cuarto de baño y que oyese lo que oyese, que no saliese -contestó con tanta naturalidad que me parecía haber preguntado una estupidez.- ¿Mi mamá está muerta? -alzó la mirada, compungido.

    Si me hubieran cortado la cabeza en ese momento, me hubiese dolido menos que la triste pregunta de aquel crío. Puse mis ojos en blanco y sentía que mi cabeza daba vueltas. "Es solo un niño, joder, es un puto niño, mátalo y vete de aquí; le vas a ahorrar sufrir si le pegas un tiro, y todos muertos", y esto incluía al niño; Recordé las palabras de Sánchez, anteponiendo la lógica al sentimiento. Alcé el brazo y con la pistola apunté a unos ojos de mirada inocente y temblorosa. ¿Temblorosa? ¡Mi pulso sí que temblaba como la gelatina! No decía nada el niño. Aguantaba como un campeón, y yo esperaba algo que me provocase un disparo. Si lloraba le dispararía, le ordené que no lo hiciese, pero nada, no lloraba el mamón. Apreté el gatillo e intenté darme confianza para así poder mantener el pulso.

    -¡Vete! -le dije, vencido por mi conciencia.
    -¿No me va a matar, señor?
    -¡No, pero vete ya!
    -Pero mamá me dijo que no me moviese de aquí hasta que ella no me lo dijese. ¿Mi mamá está muerta?
    -¡¡Te repito que te vayas!! -grité con todas mis fuerzas.

    Me miraba aterrorizado y salió huyendo por la puerta, llorando. Y yo, en pie me quedé, vencido, vencido por mi conciencia, vencido por un niño de apenas seis o siete años años. Había fracasado. El plan incluía matarlos a todos, y aquel niño seguía vivo. Si Sánchez se enteraba de mi error, el mismo me mataba con sus manos-

    Entonces, con una lágrima en cada ojo, enfundé de nuevo el arma, me abroché la gabardina, me ajusté la mascota y salí por la ventana rumbo a la calle, rumbo a un bar cualquiera, sin nombre, a beberme cinco o seis whisky seguidos y a pensar en cuántas balas iba a necesitar para mi nuevo trabajo: defenderme de mi jefe y sus otros secuaces


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    Antonio Chávez López
    Sevilla octubre 2001

     :(


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