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Me enviaron a la guerra

antonio chavezantonio chavez Miguel de Cervantes s.XVII


Me enviaron a la guerra

Odio con todas mis fuerzas a los altos mandos del ejército español, e igualmente a la OTAN. Por una simple repercusión internacional, no quisieron salvarle la vida a una persona: ¡un niño de tres años!

Y en la guerra huele como en las mejores carnicerías, a sangre y a carne fresca. Pero no estaba yo en una de esas carnicería, sino en la primera planta de un medio destruido edificio de Bagdad, la capital de Irak.

Yo pertenecía a la infantería ligera, bajo el mando de la OTAN. Más exactamente a "sus fuerzas de choque", vulgarmente llamados "los barredores".

Y no estaba allí por mi gusto. Me habían enviado a Irak como castigo o como perdón por haber tenido una fuerte pelea con un alférez de academia, un puto niño de papá, que acosaba a una soldado, compañera mía de filas, que el alférez sabía que mantenía relaciones sentimentales conmigo.

En lugar de un juicio militar, en el que me hubiera caído más de un año de prisión por haberle roto la boca a aquel pedazo de hijo de puta, un jurado militar me dio la opción de ir seis meses como voluntario a la guerra de Irak, algo que, sin saber dónde me iba a meter, acepté.

Cuando llegué nos dieron la orden de que los barredores, divididos en dos grupos de diez, nos desplegásemos en una zona recién bombardeada en búsqueda de los llamados de forma eufemística "puntos sucios". Lugares donde aún pudiera haber resistencia armada.

Todo iba bien hasta que empezaron a caernos las balas, que parecían venir de todos lados, por lo que teníamos que correr para refugiarnos. Cuando descubrimos que los disparos partían de la primera planta de un edificio cercano, empezamos a abrir fuego.

Mientras disparaba vaciando mis cargadores, animaba a un compañero que tenía a mi lado, el más joven de todos y al que llamábamos "Joven" y del que no recuerdo su verdadero nombre. Le decía cosas como que de regreso iba a darle por el culo a su novia delante de él, o que me cagaba en toda su casta, con la idea de que la ira hirviese su sangre, dejase de temblar y empezase de una puñetera vez a disparar.

Pero, de repente, sentí correr un líquido cálido sobre mi rostro. Pensé que "Joven" me había escupido, harto de mis ofensas. Pero no. Me giré hacia él sonriendo y no era saliva, era su sangre. Una bala malvada había entrado justo por el espacio que quedaba entre su chaleco antibalas y su casco matándole en el acto. Me miraba tumbado en el suelo, con unos desorbitados ojos y una espumosa sangre que salía por su boca.

Me quedé unos minutos llorando, como no comprendiendo por qué tenía que morir un chico tan joven. Hasta que me volví, con rabia y con odio, y cogí sus cargadores para seguir disparando sin piedad.

Los enemigos nos superaban en capacidad de fuego y posición. Nosotros usábamos de parapeto cualquier cosa, pero ellos estaban tras el muro de un edificio de una mayor altura, por lo que nuestro sargento, a gritos pelados, comunicaba nuestra posición por radio y mientras tanto nos hizo desplegarnos, en previsión de lo que inevitablemente iba a ocurrir más tarde.

Desde aquel edificio alguien disparó con un lanzagranadas contra nosotros y, aunque el impacto se produjo a más de veinte metros de mi posición, a todos nos envolvió la nube de tierra y polvo que levantó, dejándonos sin visibilidad. Pero seguimos disparando, sin saber aún que habían caído cuatro de los nuestros, además de "Joven".

Cuando estalló la granada, instintivamente puse una de mis manos en la cara del cadáver del pobre chico, como si con eso pudiera protegerle. Lo cierto es que las cosas se nos complicaban. Ellos no dejaban de disparar.

Sonaban constantemente disparos y los rebotes de las balas. Pero esto no era algo que nos preocupase demasiado. Lo que realmente nos preocupaba era que el enemigo tuviese dispuesto más proyectiles para el lanzagranadas y de unos pocos disparos nos mandasen a todos a la mierda.

Estábamos jodidos, hasta que llegaron otros dos grupos de barredoras e instalaron tres BrowningM2, dos ametralladoras anti-infantería y tres carros protegidos. Y los barredores que quedábamos continuábamos disparando contra los terrorista que habían en aquel edificio irakí.

Disparamos más de veinte minutos seguidos. La paredes del edificio, que eran blancas, parecían mutar por si mismas por momento, por los trozos que estallaban y por las balas que la atravesaban.

Tras esa escasa media hora, nos ordenaron alto el fuego. Pero yo seguí apuntando, y fue en ese momento, en medio de un extraño silencio, que una mujer, ataviada con un burka, se asomó por una ventana gritando algo. No lo pensé. ¿Es qué podía pensar? Apreté el gatillo, y le volé la cabeza de un balazo. Tras los gritos de la mujer volvimos a disparar contra los balcones y las ventanas, hasta que nuestro alto mando nos ordenó que parásemos.

En vista del silencio que se hizo después, en el que estuvimos media hora sin recibir disparos, a tres compañeros y a mí nos mandaron entrar a la planta. Fui el primero en llegar y fui el primero en verlos. A mi izquierda hombres y a mi derecha niños y mujeres, y todos ellos arrodillados sobre una haraposa alfombra cubiertas de vísceras y de sangre, sobre la que estarían rezando. Un grupo de civiles que, o bien habían sido secuestrados por los guerrilleros que nos habían atacado y que ya se hallaban muertos, o bien creían en su causa y se defendían de nosotros.

Cuando dije a mi cabo lo ocurrido, informó por radio a la base. Tardaron poco en dar la orden: "poner bombas incendiarias en toda la planta". Fui uno de los que escoltó a los artificieros. Mientras ponían las cargas, no podía dejar de mirar a un niño de unos tres años abrazado a su madre. Algo me impulsó a moverle, y pude ver que respiraba, solo uno de sus hombros había sido herido por la misma bala que a su madre, tratando de protegerle, le había atravesado el cuerpo.

Taponando su herida con las dos manos, tras arrancarle un pedazo de su raída camisa, pedí a un compañero de auxilio unas gasas, un desinfectante y que comunicase a la base que había un superviviente, un niño.

Hizo todo lo que le pedí. Pero recuerdo la expresión en su cara cuando escuchó lo qué le respondieron por radio. Como si yo no estuviera presente, como si él no quisiera estar en ese momento y así no ser él quién repitiese aquellas palabras, me dijo que el médico le había dicho que el niño no sobreviviría, así que no había supervivientes. Lo cierto es que aquel capitán médico no vio al niño, por lo que no sabía que podíamos haberse salvado la vida. Simplemente, no querían testigos de nuestra carnicería.

Las bombas estallaron formando una explosión que arrasó todo lo que cogió. Y yo corría con el niño en los brazos hacia el punto en el que nos recogió un helicóptero. Entonces llegué a la conclusión de que yo sí era testigo directo y que contaría al mundo entero todo lo ocurrido.

Creo que al desdichado "Joven', y a la infeliz mujer irakí, que por error asesiné, les hubiera satisfecho la decisión que tomé. Y también a aquel angelito de tan solo tres añitos, que finalmente murió en el helicóptero por falta de asistencia médica.


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Antonio Chávez López
Sevilla junio 2000

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