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A las diez en punto

antonio chavezantonio chavez Miguel de Cervantes s.XVII


A las 10 en punto

Por fin llego a casa. Sudoroso y presuroso me voy a mi dormitorio; una vez en él, con dos rápidos movimientos lanzo los zapatos contra la pared. Mientras me voy desvistiendo, saludo con una caricia a mi amado piano. No me encuentro de buen humor esta noche para hacerlo sonar, y con hoy son ya diecinueve los días que no me siento con ganas para ello.

Sin más, me meto en la cama. Ha sido un largo y duro día de palmaditas en la espalda y de: “le llamaremos”. Ya estoy harto de la misma copla. Lo único que ahora quiero es dormir, para no pensar que mañana me espera una jornada de más de lo mismo.

Cuando el sopor está a punto de vencerme, me espabila una música que proviene de detrás de alguna de las cuatro paredes de mi dormitorio. El sonido es claramente el de un clarinete, y el dueño o dueña que lo toca, a pesar de mi bestial cansancio, me causa un efecto sedante.

Mientras me debato entre el sueño y la realidad, siempre con esa melodía de fondo, pienso que llevo diez meses viviendo en mi nuevo piso, y desde que me mudé no he oído nada igual, por lo que no me resulta difícil suponer que ha llegado algún vecino nuevo.

Cuando despierto, sobre las seis de la mañana, me encuentro relajado. El anónimo músico, sin él saberlo, me ha ayudado a dormir, y esto me anima a tocar mi piano.

Me desperezo y me voy hacia mi preciado instrumento; separo el banco y me siento en él, pongo mis manos en las teclas de marfil, me pongo los cascos y a tocar se ha dicho. De mi inconsciente aparecen las notas que me ayudaron a coger tan reparador sueño. Poco a poco me voy animando a tocar diferentes melodías.

Después de una media hora tocando, me entra hambre; como algo ligero, preparo nuevos currículum y de nuevo me zambullo en la cama. Pasadas dos horas será un nuevo día, y seguramente agotador, como siempre.

Cuando mi despertador suena, me levanto, me ducho, me afeito, me visto y bajo la escalera. Hoy no quiero coger el ascensor, ya que me gustaría saber si el inquilino nuevo es de mi edificio. Llego al portal, sin ver movimientos de una mudanza, en ningún descansillo. Decepcionado, vuelvo a mi piso, desayuno y me lanzo a la calle en busca de un trabajo, como últimamente vengo haciendo.

Pasan los días y entonces me doy cuenta de que quien toca el clarinete ha escogido las 10 de la noche como hora favorita para ensayar, pues siempre que llego a mi casa justo cuando el reloj marca las 10, el clarinete empieza a sonar. Con el tiempo voy acostumbrándome, pero quien lo toca, siempre ejecuta la misma música.

Ayer, a las diez menos cinco, mientras subía en el ascensor pensaba "¿y por qué no le acompaño con mi piano? Igual que yo oigo el clarinete, quien sea me oirá mi piano". Dicho y hecho. Cuando a las 10 en punto comenzó a sonar la música, emprendí mi acompañamiento a mi ignoto intérprete.

Pero, al contrario de lo que había pensado, el oculto músico empezó a tocar suave, y yo entusiasmado le seguí. No recuerdo cuánto estuvimos tocando la misma pieza, pero sí recuerdo que no me cansaba de tocar, y tuvo que ser unas súbitas ganas por dormir las que interrumpiesen ese éxtasis. Sin darme cuenta, me había metido en la una de la madrugada, y tenía que madrugar y levantarme a las siete.

Hoy despierto interesado en lo ocurrido anoche. No salgo y me quedo en casa esperando a que mi vecino toque a otras horas. Pero pasa el tiempo y... nada. Solo a las 10 en punto, tan puntual como mi puto despertador.

Vuelvo a acompañarle en su entrenamiento, y con la idea de también hacerlo en los días sucesivos. Siempre a la misma hora. Ignorando si mi compañero músico tiene la misma obsesión que yo.

Una de aquellas noches llegó nuestra furtiva hora, pero mi colega musical no daba señales de vida. Lo esperé una hora, pero terminé por acostarme. Al otro día tampoco. Pasaban los días y el clarinete no se oía, y mi piano sin el clarinete parecía huérfano.

Una tarde decidí preguntarle a mi vecina de puerta por el inquietante músico. Aquella señora conocía a todos los residentes porque llevaba muchos años viviendo allí, y por eso pensé que ella sabría quién era. Nadie más podría saberlo, por lo que fui a su puerta y pulsé el timbre. Al poco noté que alguien se apoyaba en la puerta, a la vez que oía un ligero sonido en la mirilla. Al fin, abrió.

—¿Desea usted algo? –dijo con voz sorprendida, ya que rara vez coincidíamos.
—Perdone, señora. Solo quería preguntarle por el nuevo vecino. Me gustaría saber en qué piso vive él o ella que toca un clarinete que cada noche a las 10 podemos oír. Quisiera hablar con él o ella –le dije, ansioso por saber su identidad.

La mujer se pasó la mano por la cabeza como pensando, y después me miró. Al fin, respondió:

—Disculpe, pero no sé de nadie nuevo en este edificio.
—Verá, a las 10 es la hora que emplea para entrenarse, pero hace ya algunos días que… -me interrumpió.
—¡Ah, sí! Siempre lo tocaba a esa hora y siempre era la misma música, que hasta llegaba a cansar. ¡Pobre chica! -en su cara se dibujaba un gesto de tristeza.
—¿Pobre? ¿Qué ocurre? –pregunté, angustiado.
—¿No lo sabía? ¿La dueña de su piso no se lo ha dicho? La persona a la que se refiere era una chica de 20 años que vivía en su piso, antes que usted. La infeliz se suicidó. ¡La pobre! Su madre vendió su piso, porque un día, de mucho frío y lluvia, a las 10 en punto de la noche, la encontraron ahorcada en su dormitorio.


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Antonio Chávez López
Sevilla octubre 2000

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