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Don Miguel, Doña María y yo

antonio chavezantonio chavez Miguel de Cervantes s.XVII





Doña Miguel, Doña María y yo

Me llamo Adolfo. Tengo 19 años. Desde el fallecimiento de mis padres vivo con mi abuela en su casa, que se encentra en un barrio periférico de la ciudad de Sevilla. Es viuda y no tiene más parientes, ni cercanos ni lejanos, por lo que yo soy su única familia y compañía.

A efectos de esta historia, tengo que decir que consulté en el diccionario la palabra Gerontofilia, que así aparece definida: “Inclinación sexual pervertida hacia personas de edad avanzada”. En este sentido, confieso que siempre me han atraído las mujeres mayores, y en honor a ellas ha vivido mi miembro viril apasionantes aventuras en solitario.

Junto a nuestra casa vivía Don Miguel: un señor de 70 años, y su esposa, Doña María, de 64, amiga de mi abuela.

Un sábado de primavera, Don Miguel le pidió a mi abuela mi ayuda para ordenar un cuarto elevado que estaba al fondo del patio de su casa.

Era mediodía cuando llegué, y enseguida Don Miguel me llevó al lugar de la faena. Era un cuarto que estaba encima de otro dedicado a lavandería, y al cual se subía a través de una empinada escalera. Amablemente me pidió que ayudara a su esposa a desalojar el cuarto, sacando cajas con destino al patio, para dejarlo desalojado porque iba adecuarlo decentemente para poder alojar a alguna visita de familiares o amigos.

—Yo -me dijo con un tono de voz lastimero-, lamentablemente no estoy ahora para esos trotes.

Don Miguel había superado un derrame cerebral, pero lo obligaba a apoyarse en un bastón para caminar. Era un hombre de alta estatura y con un buen porte, amable, educado y servicial y al que mi abuela de debía más de un favor.

Doña María era una mujer de mediana estatura, rubia teñida, grandes ojos, entrada en carnes, caderas anchas y un culazo prominente. Pero lo que más llamaba la atención en ella eran sus grandes, pero bien puestos pechos, que gustaba exhibir a través de unos generosos escotes.

El cuarto estaba atestado de cajas. A un lado había una cama vieja de matrimonio, cubierta con una ajada colcha que había acumulado mucho polvo con el tiempo. También había un armario de doble hoja, una mesilla de noche y un tocador con su correspondiente espejo.

Sobre la cama había artículos de cristal. Cuando Doña María se inclinó a recogerlos, me regaló el magnífico plano de sus pechos, que se salían del escote. No usaba sujetador y ambos pechos pendían despojados de sus tirantes, mostrándose en su plenitud y esplendor. Se me subió el pene al ver sus atrayentes atributos, pero me recriminé mi instinto animal que todos llevamos dentro y que hace aflorar pensamientos porno-eróticos.

Comencé a bajar al patio las cajas que estaban más cerca de la entrada del armario, pero, cuando subí de nuevo, vi a Doña María acomodándose uno de sus pechos por dentro la blusa. Por mi cabeza pasaron locas ideas, haciéndome ilusiones de convertirme en el receptor de sus favores. Un sentimiento de culpa se apoderó de mí, por lo que traté de convencerme de que tenía que comportarme como un caballero y solo limitarme a cumplir con el favor que me habían pedido.

—Adolfo, quiero pedirte algo.
—Dígame, Doña María.
—Súbete a esa silla y bájame esa caja grande que está la primera en el altillo del armario.
—Ahora mismo, Doña María

Me subí a la silla e instintivamente volví a mirar hacia abajo. Pude ver de nuevo sus pechos a través del escote y me quedé mirándolos embobado. Doña María sonreía a la vez que se los tocaba con cada mano, en un gesto que no supe interpretar. Turbado, volví a mi trabajo. Le acerqué la caja, que pesaba bastante, y me dijo que ella la iba a bajar al patio.

Al pisar el primer escalón, inesperadamente tropezó. Mi reacción fue rápida. La cogí con firmeza, para evitar que cayera. No fue mi intención, pero le puse la mano en el pecho izquierdo, y sentí un calambrazo de deseo en mi cuerpo, al tiempo que le preguntaba por su estado.

—¿Está usted bien, Doña María? ¿Se ha hecho daño?
—No me hice daño. Estoy bien. Solo me asusté un poco.
—Déjeme ayudarla.
—Eso sí, gracias, ayúdame a incorporarme.

La cogí de la cintura y la recosté sobre mi pubis, provocándome una erección, que no pasó inadvertida para ella. Debido a la caída y por mi manera de cogerla, el pecho se había salido del escote, y yo no podía quitar la mano de ese trozo de carne tersa y cálida con un pezón grueso, que invitaba a todo. Siguió bajando escalones, pero se detuvo a ponerse bien el escote, ofreciéndome unos segundos la visión del pecho entero.

—Estoy dando un espectáculo, ¿verdad, hijo? ¡Qué vergüenza!
—No pasa nada, señora. Solo ha sido un pequeño accidente -le respondí, sin poder quitar mi vista del pecho.

Con el pretexto de ayudarla a llegar hasta la cama, pasé mi brazo izquierdo por detrás de ella, de modo que con la mano rosaba, en forma disimulada, su pecho, mientras que la anciana, como quien no quiere la cosa, movió la mano derecha y acarició mi miembro por encima de los pantalones vaqueros.

La dejé sentada en la cama y volví a trepar la silla para seguir bajando cajas. Ya recuperada, se acercó a mí y con voz suave me dijo, a la vez que me ponía la mano sobre mi muslo derecho:

—Ten cuidado, Adolfo. No vayas a caerte. Agradezco tu ayuda. ¡Hay que ver la falta que me hace un hombre en casa!

Hacía énfasis en esas últimas palabras. Y hablaba agarrada a mi muslo, y mi paquete quedaba justo enfrente de su cara.


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Comentarios

  • antonio chavezantonio chavez Miguel de Cervantes s.XVII


    De pronto puso una de sus manos descaradamente sobre mi bulto, haciéndome dar un respingo. Para entonces, la calentura sexual hacía presa de los dos. Ambos íbamos directos a un inminente revolcón, obviamente deseado, y, por qué no decirlo, premeditado por Doña María y aplaudido por mí.

    Me bajó la cremallera de los vaqueros, introdujo la mano y me sacó el pene y comenzó a succionarlo. A poco me caigo de la silla. Mi deseo era abalanzarme sobre ella y tirármela, pero, de pronto, pudimos oír la voz de Don Miguel, que llamaba a su mujer porque quería enseñarle fotos antiguas que había hallado en una de las cajas que ya habíamos bajado. Me sobresaltó su irrupción, hasta el punto de hacerme perder la erección.

    —Doña María, pienso que me debería ir antes que Don Miguel piense mal -le dije-. Además, mi abuela debe tener ya listo el almuerzo.
    —Vale, pero vente cuando acabes de almorzar. Miguel siempre duerme la siesta y se levanta a las 7. Te voy a dejar la puerta entreabierta. No llames al timbre, solo empújala, entras y te vienes directamente a este cuarto. Te voy a estar esperando.

    Sin saber qué responderle, me limité a sonreír y salí.

    Eran las cuatro cuando regresé. La puerta estaba encajada, como ella me había dicho. Entré en silencio y me fui al cuarto. Doña María no estaba, pero vi que en la cama había sábanas limpias. Oí pasos subiendo la escalera y al poco apareció una rejuvenecida anciana ataviada de un picardías verde, recién duchada y oliendo a un delicioso perfume. Me sonrió y me dijo:

    —Ahora sí que sí. Ahora tenemos tres horas para nosotros.

    Con los ojos brillando, se tumbó en la cama y enseguida se quitó el picardías, liberando sus senos. Paralelamente elevó una rodilla y con ese brusco vaivén mostró unas bragas transparentes que permitían ver un sexo depilado. Maniobra atrevida la de la excitada doña María.

    —¿Qué me dices de esta vieja, Adolfo? -me preguntó.

    Me quedé mudo, solo acertaba a deleitarme con el cuadro de exhibicionismo que me estaban brindando. Sus piernas se balanceaban. Se dio la vuelta para mostrarme el cuerpo entero, como tratando de convencer al cliente de que la mercancía vale lo que se pida: el coste de una sexualidad juvenil.

    —¿Qué te parece esta vieja? -repetía.
    —De vieja nada, doña María, es usted una mujer hermosa -atiné a decir, con torpeza.

    Estaba embobado. No dejaba de admirar el atrevimiento de aquella mujer, que no se perdía detalle del efecto que en mí causaba.

    —No podemos perder tiempo. Quiero que me penetres y me hagas tuya -sentenció.

    Tenía prisa por coger la tranca aprisionada en mis vaqueros. Se incorporó y se aferró a ella, que ya no resistía más tener un enclaustramiento. Con los pechos colgando, miraba mi pene y empezaba a dimensionarlo con la mano abierta por encima de la tela de los calzoncillos:

    —Dieciocho centímetros -me adelanté yo.
    —¡Uy, qué cosa tan grande tienes ahí, hijo!
    —Nada de eso, es normal -respondí nervioso.
    —¿Normal? ¡Pues eso normal me lo vas a meter entero!

    Ya habían sido puestas todas las cartas sobre la mesa, y, sin más recatos, la señora procedió a bajarme la cremallera que ocultaba su ansia, que se iba enrojeciendo a causa de a la sangre que la recorría con una velocidad espantosa. La liberó y con la mano comenzó un lascivo masaje que me transportaba a un sublime placer. Mi verga parecía haber sido invadida por una enredadera que la abarcaba en toda su longitud.

    Los latidos de los corazones colmaban el cuarto de un ritmo que se intercalaba de un corazón a otro. Mi pantalón se deslizó por mis piernas, causando un sonido por el roce de la cremallera contra el suelo, mientras que, con desespero, Doña María se agitaba su sexo. Apretó mis glúteos y mi erguido pene fue a clavarse al orificio bucal de mi improvisada amante que, sin pudor, empezó a prodigarle lamidas electrizantes; el glande aparecía y desaparecía en su boca y por vez que salía adquiría un color oscuro, como amoratado.

    La excitación era la invitada especial de esta magnánima gala. Doña María se dejó caer de espalda en la cama, jalándome hacia sí, provocando, en forma impresionante, que mi pala fuera a entrar directamente en su humedecida zanja. Era tanta la humedad de su vagina que la capacidad de mi miembro reemplazaba una cantidad equivalente de jugos que, por supuesto, entró surfeando en un mar de placer, y yo lo empujé intencionadamente para ahondar más en las profundidades de aquel agujero hambriento.

    Mi instinto animal salió a flote y, poniendo las rodillas sobre la cama, cogí de las piernas a la hembra y la alcé a la altura de mi vientre para perforar con fuerza su intimidad. Esa sensación fue lo mejor del momento; ella sentía que sus entrañas eran invadidas por un reo de carne, y no quería que el preso se fugase, por lo que apretaba más las piernas para aprisionarlo, y semejante encarcelamiento me daba un placer fuera de lo común.

    Decidí incorporarme, y, paralelamente, aprisioné las nalgas de ella y lo hacía con tal vehemencia que parecía que la amante se partía en dos, literalmente la estaba descuartizando; con los ojos cerrados y alzando sus nalgas, y mi pene perforaba lo más recóndito de la intimidad femenina, que a su vez Doña María sentía como su cabeza no rozaba la cama y con las manos trataba de dar estabilidad a su cuerpo, sintiendo que la penetración le daba un disfrute de proporciones inimaginables a su entrepierna. Un leve dolor aleado con un cosquilleo placentero, le anunciaba un cercano acto de clausura. La sangre se iba calentando al compás de las embestidas.

    Los ritmos cardíacos subían el placer. Los cuerpos se tensaban y las piernas vibraban. La fuerza con que apretaba las nalgas de la mujer hacía que su tronco se incorporara. Ahora unas piernas femeninas abrazaban mi cintura y dos bocas se fundían en un apasionado y prolongado beso. Los pechos comprimían su volumen contra mi pecho y, de pronto, se producía una inevitable descarga viscosa. Una corriente eléctrica recorría nuestros cuerpos, y el efecto me obligó a doblar las piernas y a caer de cara sobre el colchón, mientras la anciana, exhausta, caía sentada en mis piernas, sin soltar al prisionero mástil, completamente envainado.

    Nuestras fuerzas se agotaron ya. Pesadamente nos desplomamos a un costado. Nuestras jadeantes respiraciones delataban un acalorado ajetreo. La tarde seguía su curso, inexorablemente había avanzado, y en cualquier momento se iba a despertar Don Miguel.

    “¿Qué has hecho, Adolfo?” -pensé, me sentía un traidor por haberle puesto los leños al bueno de Don Miguel, pero también pensé que había merecido la pena.

    Si Don Miguel se enterase de esto, no me iba a agradar su reacción, por lo que presuroso me vestí y salí del lugar donde se había cometido el pecado. A los pocos minutos de haber llegado al patio, apareció Don Miguel, apoyado en su bastón. Sin ponerle atención a lo que decía, emprendí mi labor de ordenar cajas. Mientras, Doña María sonreía, satisfecha y feliz, desde el balcón, a la vez que me guiñaba un ojo y me hacía entender con significativos gestos que próximamente repetiríamos lo mismo.


    LA CAJA DE MSICA 10 UN RINCONCITO PARA COMPARTIR - Pgina 6 Doza_m11


    Antonio Chávez López
    Sevilla marzo 2013


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