La tolerancia es tan necesaria como el comer
Angustiada corría por aquel pasillo. Los números en las puertas se le
agolpaban. Hasta que veía la placa de la habitación 133. Se quedada parada unos segundos,
sin aliento y con la mirada fija. Movía reiteradamente la cabeza para tratar de
salir de su aturdimiento, ponía mano trémula en el picaporte, cogía aire y abría
despacio la puerta, como si se fuese a romper.
Y allí estaba su
hijo, en una cama, y junto a él, su médico mirando su historial
clínico. Se sobresaltaba al verle con goteros y con cables que entraban y
salían del cuerpo, con la cabeza vendada y un brazo y una pierna enyesados, pero no se daba cuenta de la presencia de su madre; en ese momento
tenía la cabeza vuelta hacía la ventana.
—Buenas tardes, doctor,
soy Sonia, la madre de Hugo –decía, mostrando ojos vidriosos y voz quebradiza.
—Hola, Sonia. Y yo soy
Antonio, el médico de Hugo. ¿Te importa si salimos al pasillo un momento y así
dejamos a Hugo descansar?
Hugo sonreía, a la vez que una lágrima nublaba cada ojo, mientras madre y
médico salían de la habitación, cerrando él tras de sí la puerta.
— ¡¿Co...cómo está mi hijo?! –preguntaba, y a la vez sacaba un pañuelo de su bolso,
con un movimiento asombrosamente nervioso.
— Dentro de la
gravedad, estable. Se recuperará con una rehabilitación adecuada –miraba de
nuevo su historial, parpadeaba y tragaba dos veces saliva-. El brazo izquierdo
fracturado, la pierna derecha fracturada, cinco costillas fracturadas, golpes y magulladuras en cabeza y cuerpo y el ojo
izquierdo ulcerado, pero no hay peligro de pérdida.
— ¡¿Có... como ha sido, doctor?! –le preguntaba
nerviosa, cerrando los ojos y apoyándose en la pared.
— Un muchacho de su
mismo instituto, pero de dos cursos por encima del de Hugo, le golpeó todas las
veces que le vino en ganas con un patín metálico.
La puerta se volvía abrir de nuevo. Hugo no sabía si había pasado un minuto o
una hora. Despegaba despacio el ojo
bueno y miraba a su madre, junto a su cama, que sonreía entre lágrimas.
— Hola, mamá.
— Hola, mi vida –decía
y le cogía la mano–. ¿Cómo te encuentras? ¿Qué fue lo que pasó? –preguntaba
intentando mantenerse lo más tranquila posible.
— Es... estaba yo... -empezaba, a partes iguales de duda, rabia y dolor. Se mordía el labio y
proseguía–. …despidiéndome de Alonso en el portal de su casa. Llevaríamos cinco
minutos o así, entre abrazos y risas y… le besé. Luego abría él la puerta de su
portal y subía la escalera hacia el ascensor, y mientras se iba cerrando nos
íbamos despidiendo con un beso al aire -hacia una breve pausa para tomar aire–.
Me giré y lo último que recuerdo es que uno decía: “¡Eh tú, maricón, te vas a
enterar…!”.
Sonia quedaba
paralizada. Lo único que podía hacer era acariciarle la mano. La palabra no
le salía por más que lo intentaba.
— ¿Recuerdas lo que me dijiste la primera vez que me insultaron por lo que soy,
por como soy, cuando tenía nueve años? ¿Y la segunda…? ¿Y la tercera…? ¿Y luego
del primer puñetazo…?
Asentía despacio. No podía sino no soltarle la mano y mirarle con dulzura.
— Me dijiste que con el paso del tiempo todo pasaría, que la gente se
convertiría en más tolerante, que se acostumbraría. ¿Tolerante? ¿Qué se acostumbraría? Y la sensación que
tengo ahora es que me siento como un pasajero de un tren, al que no pude subir porque no compré el billete. Cada día pienso que al viaje le quedan menos paradas. Cada vez son más insultos,
desprecios, golpes… Tengo 14 años, mamá, y la sensación de que un reloj con
cuenta atrás pende sobre mi cabeza –y empezó a llorar.
— No digas eso, hijo –respondía
tiernamente-. Puede que no te guste el viaje. No podemos a veces elegir ni el
trayecto ni el destino, pero podemos elegir con quien viajar. Un día llegará
en que ese tren se quede sin combustible, sin su impulso, que es un desdén y un
odio irracionales. Poco a poco lo estamos logrando. Aférrate a tus sueños, a tus
esperanzas, porque de eso se trata la vida, hijo mío.
Antonio
Chávez López
Sevilla octubre 2012