Mi
adorada gorda Arrastraban con una
notable viveza la diligencia, bajo un sol de sentencia, cuatro exhaustos
caballos tras un largo viaje por un paraje árido y pedregoso, por el anhelo de
cruzar cuanto antes el infierno. El sol parecía regurgitar sobre la tierra,
como una sopa calurosa de bilis que inunda la planicie con su asfixiante
hervor. Cada piedra era una brasa que formaba parte de la parrilla que
irradiaba un sofocante calor, por lo que nada podría sobrevivir, excepto el
esqueleto moribundo de un burro disecado, que al pasar por su lado nos
sorprendió con un enorme mugido en demanda de un poco de agua.
En el interior de la diligencia, la temperatura era la más idónea para la
cocción de alimentos, y yo, rendido ante mi muerte, recostado en el
asiento agonizaba en un estado febril. El sudor corría por todo mi cuerpo, como
catarata. Mi cabeza hervía, como en una cacerola, y por mis orejas salían esos
vapores de ebullición.
(Temí no volver a verte).
Sentada frente a mí, una mujer muy gorda vestía vistosas prendas y un sombrero negro,
que, inconvenientemente, sufría de problemas gástricos, y en todo el trayecto
no dejaba de dar disculpas por las ruidosas ventosidades que se le escapaban, y según ella por las incomodidades en el viaje. Su talante jocoso no podía negar
su turbación sin dar lugar a una profusión de risas, que alternaba con tóxicas
emisiones, favoreciéndose en mutuo desarrollo. Pensé que no sería verdad la
exagerada tempestad de truenos y risas, y creí estar sufriendo una alucinación,
una pesadilla onírica debido a la fiebre.
(El recuerdo de tus jadeos
me animaba a seguir viviendo).
El insidioso traqueteo que agitaba la diligencia en el trayecto, se volvía
trepidante al descender una loma, que en sus alturas permitía divisar, en la
lejanía, al poblado al que nos dirigíamos. Al llegar el llano, en tan solo
un segundo se desató un oleaje de pulverulenta sequedad, arremolinándose contra
la diligencia, zarandeándola como a un barco en mar furioso, viéndonos obligados a
cerrar las dos ventanillas. El relinchar de los caballos
anticipaba una desaforada carrera, y a galope tendido surcamos una tempestad de arena, al ritmo de caballos desbocados, fustigados por el cochero, que escuchábamos disparar sucesivas veces con su rifle. Pensé que se había vuelto
loco. A los caballos azuzaba desquiciado vociferando blasfemias.
Ni el ritmo de aquella locomotora, ni la euforia del cochero permitían
a la precaución que evitase los diferentes exabruptos del terreno, produciéndose traqueteos descompasados, por momento vertiginosos, que lanzaba por el
aire a la diligencia en un vuelo rasante, camino directo al infierno. Los tremendos
pedruscos, que por allí había originaban saltos de la diligencia, haciéndonos
rebotar en los asientos y propiciando que, en uno de los rebotes, se
catapultase la gorda sobre mí, llevándome uno de los peores sustos de mi
vida, y un fuerte manotazo en el rostro, por el que me mantenía sangrando la
nariz durante el resto del viaje. Aplastado como cucaracha, sentía un descoyuntar de todos mis huesos y un apretar de todos mis órganos en fatal
exhalación de mi aliento, entonando un gemido moribundo.
(Pensé
en tus llantos sobre mi tumba y me sobrecogí por la añoranza).
Disipada la tormenta, maltrecho y resentido, arrastrándome con el resto de mis
fuerzas, me asomé por la ventanilla, y con espanto pude ver que los
espeluznantes alaridos que me llegaban provenían de una jauría de indios en
actitud belicosa, que, cabalgando frenéticos, nos perseguían a tiro de piedra. En
ese instante, un indio de horrible catadura, se asomó por la ventanilla con un
cuchillo entre los dientes, pintado hasta las orejas, como demonios de pesadilla, y
con esa cresta de pelo cepillo color rojo, parecía invadido por un espíritu
maléfico. Convulsionándose como una cola de lagartija, rompió el cristal con la
cabeza y metió la mano para acceder a la manilla, pero la recogió para
taparse la nariz tras prorrumpir una acusada arcada. Se quedó mareado, colgando
de la diligencia, agarrándose con una mano. Aun su trance, se me quedó mirando
con una perpleja expresión, como si estuviera viendo un monstruo con el
desconcierto y temor de ver algo inconcebible para él. Luego, se cayó y se
alejó rodando por aquel pedregal. Yo estaba petrificado, sometido a un
agarrotamiento y en un estado de polaridad que percibía un erizamiento de mis
cabellos. La gorda me miró con gesto de alegría, que consideré inadecuado para ese momento de máxima tensión.
Indios galopando nos
rodeaban por todos los flancos, coreando un desgañitado ulular, mientras
lanzaban un enjambre de flechas y machetes contra la diligencia. El cochero les
lanzaba cartuchos de dinamita, provocando mortandad entre nuestros
perseguidores; pero, de pronto, una explosión sobre nuestras cabezas dejaba el
cielo descubierto y pude ver cómo brotaba la sangre de aquel cuerpo sin
cabeza del cochero, como si fuese una fuente. Saltaron a la diligencia los
indios enfurecidos, encontrando la firme resistencia de la gorda, que a base de
manotazos limpios, como a avispas, les iba dando tan terrible castigo que
espantados huían los pocos supervivientes.
Cuando todo acabó, abracé y besé a la gorda, y desde entonces mi corazón
es reo de sus deseos.
Antonio Chávez López Sevilla mayo 2011