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Mi adorada gorda

antonio chavezantonio chavez Miguel de Cervantes s.XVII


Mi adorada gorda
 
Arrastraban con una notable viveza la diligencia, bajo un sol de sentencia, cuatro exhaustos caballos tras un largo viaje por un paraje árido y pedregoso, por el anhelo de cruzar cuanto antes el infierno. El sol parecía regurgitar sobre la tierra, como una sopa calurosa de bilis que inunda la planicie con su asfixiante hervor. Cada piedra era una brasa que formaba parte de la parrilla que irradiaba un sofocante calor, por lo que nada podría sobrevivir, excepto el esqueleto moribundo de un burro disecado, que al pasar por su lado nos sorprendió con un enorme mugido en demanda de un poco de agua.

En el interior de la diligencia, la temperatura era la más idónea para la cocción de alimentos, y yo, rendido ante mi muerte, recostado en el asiento agonizaba en un estado febril. El sudor corría por todo mi cuerpo, como catarata. Mi cabeza hervía, como en una cacerola, y por mis orejas salían esos vapores de ebullición. (Temí no volver a verte).

Sentada frente a mí, una mujer muy gorda vestía vistosas prendas y un sombrero negro, que, inconvenientemente, sufría de problemas gástricos, y en todo el trayecto no dejaba de dar disculpas por las ruidosas ventosidades que se le escapaban, y según ella por las incomodidades en el viaje. Su talante jocoso no podía negar su turbación sin dar lugar a una profusión de risas, que alternaba con tóxicas emisiones, favoreciéndose en mutuo desarrollo. Pensé que no sería verdad la exagerada tempestad de truenos y risas, y creí estar sufriendo una alucinación, una pesadilla onírica debido a la fiebre. (El recuerdo de tus jadeos me animaba a seguir viviendo).

El insidioso traqueteo que agitaba la diligencia en el trayecto, se volvía trepidante al descender una loma, que en sus alturas permitía divisar, en la lejanía, al poblado al que nos dirigíamos. Al llegar el llano, en tan solo un segundo se desató un oleaje de pulverulenta sequedad, arremolinándose contra la diligencia, zarandeándola como a un barco en mar furioso, viéndonos obligados a cerrar las dos ventanillas. El relinchar de los caballos anticipaba una desaforada carrera, y a galope tendido surcamos una tempestad de arena, al ritmo de caballos desbocados, fustigados por el cochero, que escuchábamos disparar sucesivas veces con su rifle. Pensé que se había vuelto loco. A los caballos azuzaba desquiciado vociferando blasfemias.

Ni el ritmo de aquella locomotora, ni la euforia del cochero permitían a la precaución que evitase los diferentes exabruptos del terreno, produciéndose traqueteos descompasados, por momento vertiginosos, que lanzaba por el aire a la diligencia en un vuelo rasante, camino directo al infierno. Los tremendos pedruscos, que por allí había originaban saltos de la diligencia, haciéndonos rebotar en los asientos y propiciando que, en uno de los rebotes, se catapultase la gorda sobre mí, llevándome uno de los peores sustos de mi vida, y un fuerte manotazo en el rostro, por el que me mantenía sangrando la nariz durante el resto del viaje. Aplastado como cucaracha, sentía un descoyuntar de todos mis huesos y un apretar de todos mis órganos en fatal exhalación de mi aliento, entonando un gemido moribundo. (Pensé en tus llantos sobre mi tumba y me sobrecogí por la añoranza).

Disipada la tormenta, maltrecho y resentido, arrastrándome con el resto de mis fuerzas, me asomé por la ventanilla, y con espanto pude ver que los espeluznantes alaridos que me llegaban provenían de una jauría de indios en actitud belicosa, que, cabalgando frenéticos, nos perseguían a tiro de piedra. En ese instante, un indio de horrible catadura, se asomó por la ventanilla con un cuchillo entre los dientes, pintado hasta las orejas, como demonios de pesadilla, y con esa cresta de pelo cepillo color rojo, parecía invadido por un espíritu maléfico. Convulsionándose como una cola de lagartija, rompió el cristal con la cabeza y metió la mano para acceder a la manilla, pero la recogió para taparse la nariz tras prorrumpir una acusada arcada. Se quedó mareado, colgando de la diligencia, agarrándose con una mano. Aun su trance, se me quedó mirando con una perpleja expresión, como si estuviera viendo un monstruo con el desconcierto y temor de ver algo inconcebible para él. Luego, se cayó y se alejó rodando por aquel pedregal. Yo estaba petrificado, sometido a un agarrotamiento y en un estado de polaridad que percibía un erizamiento de mis cabellos. La gorda me miró con gesto de alegría, que consideré inadecuado para ese momento de máxima tensión.
 
Indios galopando nos rodeaban por todos los flancos, coreando un desgañitado ulular, mientras lanzaban un enjambre de flechas y machetes contra la diligencia. El cochero les lanzaba cartuchos de dinamita, provocando mortandad entre nuestros perseguidores; pero, de pronto, una explosión sobre nuestras cabezas dejaba el cielo descubierto y pude ver cómo brotaba la sangre de aquel cuerpo sin cabeza del cochero, como si fuese una fuente. Saltaron a la diligencia los indios enfurecidos, encontrando la firme resistencia de la gorda, que a base de manotazos limpios, como a avispas, les iba dando tan terrible castigo que espantados huían los pocos supervivientes.
 
Cuando todo acabó, abracé y besé a la gorda, y desde entonces mi corazón es reo de sus deseos.



Antonio Chávez López 
Sevilla mayo 2011

 :)

 

 


 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 



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