En camino hacia la eternidad
Un viento frío recorría el arbolado de luces
sombrías. Las hojas secas se deslizaban junto a la corriente, describiendo un
movimiento perfecto, una al compás de la otra.
Lo
esperaba. En realidad no sabía si lo aguardaba, o era parte de un juego. Una de
las hojas danzantes iba a parar a sus pies, la más amarilla de todas, la que
todavía no había muerto; con delicadeza la cogía. Un destello pequeño reflejaba
su nombre en el reverso.
— ¿Por
qué ansiabas tanto que volviese a verte? -resonaba una voz clara en aquel
parque solitario.
La buscaba con los ojos hasta que la veía. Estaba sentada en un banco del parque.
Jugaba con un ramillete de flores violeta de un perfume tan intenso que inundaba
el espacio en el que se hallaba. Siempre le habían gustado las flores, sobre
todo las violetas.
La miraba hondamente, como antes, como siempre había sido, intentando capturar
para acumular en su memoria cada detalle, cada gesto, cada palabra. Impaciente
ante su mutismo ella se paraba frente a él.
— ¿No
te decides a decirme el porqué de tanta insistencia para que apareciese?
La tenía próxima de nuevo, después de un prolongado sufrimiento. Había
suplicado tantas noches… “una oportunidad, solo una, quiero verla, no quiero
convertirme en cenizas sin antes no verla”, pensaba.
Acariciaba su cara con infinita ternura. El simple contacto de su mano bastaba
para tranquilizarla. La abrazaba fuertemente. Besaba con amor y pasión aquellos
labios rosados, mientras lágrimas no cesaban de caer sobre sus mejillas. Ella
comenzaba a recordar el sentimiento tan profundo que los habían unido en vida.
Y a cada caricia, respondía con otra más dulce; a cada beso, otro más cálido.
Pero, implacablemente, el tiempo se estaba acabando. Aquella tarde concluía, tan
abruptamente de cómo había empezado. A pesar de esto, ambos se hallaban felices
por tan dichoso encuentro.
Aun lo tenebroso en aquel parque, oscuro y casi lúgubre, una luz
resplandeciente empezaba a rodearla.
Con un tono triste, ella le preguntaba:
— ¿Me
vas a olvidar?
Él la miraba y le decía:
— Jamás.
Te llevo marcada en mi corazón.
La amargura se disipaba en su cara, le dedicaba su sonrisa más brillante y
sincera, y luego se desvanecía. Un nuevo oleaje de hojas se arremolinaba unos
minutos. Pero, inmediatamente después, todo se tranquilizaba.
Despacio
se iba de aquel parque; oscuro, pero iluminado para él, para no volver nunca
más.
Antonio Chávez López
Sevilla junio 2016