Un hombre anciano y encorvado se
levantó lentamente. Su sola presencia, incluso holográfica, impuso
el silencio:
--Veamos. ¿El problema es que podremos
conseguir fácilmente lo que ahora conseguimos con esfuerzo? No me
parece tan terrible. E imagino que a la población media, y a la
de escasos recursos, les parecerá perfecto. Podremos organizar
torneos, si es el esfuerzo individual lo que les preocupa. O
conceder distinciones y honores a quienes proporcionen ideas
brillantes, planes de superación, proyectos en los que invertir esta
insospechada oportunidad que es ese invento. Por lo que se refiere al
comercio, no teman. Unas pocas varitas no colapsarán el flujo de
intercambio. Incluso si los productos se obtuvieran en grandes
cantidades, habría que llevarlos de una Zona a otra e
intercambiarlos. Sólo que los precios bajarían --argumentó el
anciano.
--Pero eso arruinaría a quienes
especulan con el valor de las cosas --repuso uno de ellos.
--¡Pues yo me alegraré! --exclamó la
mujer rubia--. Mi gente trabaja duramente para pagar los aranceles y
los precios desorbitados de las cosas más básicas, mientras algunos
nadan en la abundancia. Si se arruinan sin que les falte de nada, y
por ello se sienten mal, es que son enfermos. ¡Aprendan a disfrutar
de la vida sencilla!
Uno de los hologramas se desconectó
momentáneamente, mientras, en su Zona de origen, el titular soltaba
imprecaciones y maldiciones. Pocos minutos después, se conectó de
nuevo:
--No sé porqué nos pregunta, si ya ha
hecho participar en este consejo a un militar --señaló ácidamente
la mujer rubia.
--Usted no puede verlos, pero sentados
junto a los Gobernadores de las demás Zonas hay también militares
--aclaró el gobernador Klaus.
--Vaya, pues entonces, ¿para qué nos
reunimos, si está todo decidido? --repuso ella.
--No está todo decidido. Hemos de
planear de qué forma y cuándo, y dónde. ¿Invasión?, ¿secuestro?,
¿negociación?
--Invasión --dijo el de cráneo grande,
levantando la mano.
--Negociación --dijo la mujer rubia.
Los demás vacilaron. Algunos hologramas
se desconectaron momentáneamente, mientras consultaban. Cuando todos
volvieron a estar visibles, Klaus propuso una votación:
--¿Invasión? Que levanten la mano.
Varias manos se levantaron.
--¿Negociación?
Se levantaron unas pocas más.
--Gobernador Vincent, ¿usted no opina?
--No creo que esta situación se pueda
resolver de estas dos formas. Es algo nuevo, y requiere un estudio
por parte de especialistas en Sociología e Historia, y las demás
ramas del saber. es posible que la Historia Humana haya dado un
vuelco irreversible. El invento ya existe. No se trata de suprimirlo.
Eso será imposible. Ni siquiera tras una larga guerra. No sean
simples, señoras y señores. No den la espalda a la realidad.
--Lo podemos tomar como una tercera
moción. Así, pues, ¿quién está de acuerdo con él?
Se levantaron varias manos. Klaus las
contó, y resultó un empate con la negociación.
--Bien, consejo. Parece que podemos
negociar tras un sesudo estudio. ¿Quién está de acuerdo?
Quienes habían votado las dos últimas
veces se unieron a la moción. Eran mayoría aplastante. El general
torció el gesto, pero no estaba disgustado. Era una buena
alternativa. Sólo le disgustaba la actitud de los políticos.
El Consejo de las Zonas Unidas se
disolvió, y Klaus se encaró con el general Brain:
--General, por si acaso, vaya preparando
un plan alternativo.
Brain sonrió. Preparar un plan B
era algo que comprendía perfectamente.
En el templo viejo, que se había convertido en el centro de un crecimiento urbanístico gracias a las capacidades del invento, jóvenes de ambos sexos afluían, atraídos por la esperanza de una nueva realidad, de un futuro mejor.
A pesar de que provenían de un substrato anárquico, respetaban a Lisy, Jessy, Carlos y a los dos científicos, como el núcleo pensante de Parslankia. Ellos eran los que sabían. Sabían de la varita, sabían levantar edificios limpios y dignos donde sólo había un viejo templo oculto en medio de un bosque. Habían dotado al templo, central de sus actividades, de aparatos de última generación. Todo lo que sintetizaba el invento era lo último que las actualizaciones de sus archivos habían almacenado. Las últimas tecnologías, los mejores materiales, los aparatos más potentes. Aquellos chicos y chicas creían haber alcanzado el paraíso.
Sin embargo, el paraíso había que defenderlo. Ellos vivían el futuro, pero el mundo exterior seguía anclado en el pasado.
Por ello respetaban al grupo de los que sabían. Ellos (y ellas) tenían un plan.
Lisy y el resto del grupo inicial, como se llamaban a sí mismos, se habían reunido en la sala de comunicaciones del templo, que estaba atestada de ordenadores, emisoras y fuentes de alimentación de plasma. Unos cuantos de los operarios de los aparatos permanecían en sus puestos, atentos a los mensajes que les llegaban desde las Zonas y los territorios fronterizos. Y Kian, el chico pelirrojo que ejercía de líder allí antes de su llegada, se había unido al grupo reducido de los que sabían. Había sido algo espontáneo y natural.
ÉL, Jessy, Carlos, Lisy, Bansky y Parslik estaban juntos en una esquina, que permanecía un tanto libre de cables que pudieran pisar, y sobre unas sillas muy cómodas, salidas del ingenio del inventor.
--Algunos colegas de las Zonas que son buenos en sus especialidades confirman que el Consejo Rector se reunió y les ha encargado estudios acerca de las repercusiones del invento --dijo Kian, al tanto de la actividad de sus pandilleros.
--¿Tenéis infiltrados en el Consejo? --se extrañó Carlos.
--Las personas inteligentes nunca siguen a ciegas a sus líderes. Algunos científicos colaboran con nosotros. No debería extrañaros --añadió Kian mirando burlón a Parslik y Bansky.
--¿El Consejo Rector de las Zonas está encargando estudios sobre el invento? --preguntó Lisy.
--Exacto.
--Podemos imaginar que han tomado una decisión. Quizá quieren saber hasta donde podemos llegar con tu varita --intervino Jessy.
--Esperemos que la decisión sea pacífica --repuso Parslik.
Marc, el chico que permanecía atento a la tablet de Lisy, se acercó:
--Mensaje de Mike --dijo alargando el terminal a su dueña.
Los demás la rodearon más estrechamente. Hacía calor entre todos aquellos aparatos, y todos pudieron sentir el emanado por el resto de ellos.
"Hola, parslandys. Sigo retenido aquí, bajo vigilancia. Algunas personas que parecían ostentar algún cargo oficial han venido a verme por turnos, tratando de sonsacarme hasta dónde llegan las potencialidades de la varita. Parecen muy interesados. Quizá Eithne, la consejera, se ha chivado de la advertencia de Carlos respecto a sus poderes, aunque lo dudo. Pero eso me hace temer que alguien quiera saber a qué se enfrentaría en caso de agresión. Eithne me ha dicho que procurará traerme un terminal más moderno y potente. Saludos, parslandys".
Nogy, uno de los chicos que manejaban el centro directivo, miraba hacia el grupo incial, mientras se mantenía ante la pantalla del ordenador.
Era el momento adecuado. Nadie le controlaba. Sacó la memoria portátil y la conectó disimuladamente al sistema. Su lápiz de memoria contenía largas horas de programación que había pasado en su habitación, depurando su contenido. Ahora estaba listo.
Activó el comando ejecutivo, y el programa se volcó en el sistema.
Había tenido la precaución de incluir un retardo de actuación, de forma que, una vez se descargó, tenía unos treinta minutos hasta que fuese descubierto por el resto de hackers del centro operativo.
Simuló un ataque de tos, y salió. Kian miró en su dirección, pero siguió atento a las palabras que en ese instante pronunciaba Jessy.
Nogy salió del lugar y se encaminó a su vivienda. Miró en torno a los edificios e instalaciones nuevas que Parslik había levantado, transformando kilómetros de bosque. Y sintió una punzada de tristeza, pero siguió adelante. A él le gustaba el bosque. Había sido feliz allí hasta que ese aprendiz de mago empezó a cambiar los árboles por edificios. Era cierto que todavía quedaban muchos árboles, pero su estilo de vida había sido transformado junto con la vegetación y la tierra que la sostenía.
Llegó hasta su vivienda, que estaba incluida en un plan de remodelación. Le habían prometido una nueva, ultramoderna y dotada de todos los aparatos de última generación. ¿Y quién necesitaba eso? Habían huido de los territorios porque les gustaba la libertad, la vida silvestre. Y ahora, estaban en medio de un centro tecnológico de alto nivel. ¡Puaj! Sentía náuseas.
Paola ya le estaba esperando con un par de mochilas.
No se detuvieron. Ni miraron atrás.
Subieron a un vehículo todoterreno de tipo antiguo, de carga eléctrica lenta y sin elevadores gravitatorios. Un simple coche eléctrico con un pequeño ordenador interno y antena parabólica. Estaba pintado de camuflaje y tenía anchas ruedas.
Paola lo puso en marcha y recorrieron las nuevas carreteras de salida de lo que había sido su refugio en el bosque. Un par de grupos de jóvenes que llegaban desde territorios lejanos se cruzaron con ellos a los mandos de sus vehículos, atestados de equipaje.
Seguían llegando a cualquier hora, y el grupo inicial se esforzaba por acomodarlos convenientemente, para lo cual Parslik no escatimaba el poder de su invento.
Paola sólo les echó una leve ojeada, tratando de no rozar los coches, y pronto alcanzaron la salida.
Nadie les controló. No había ningún tipo de vigilancia fronteriza ni nada semejante. Simplemente, salieron.
Nogy miró su pulsera multiuso.
--Nos quedan quince minutos todavía --dijo.
--¿Y luego? --preguntó ella.
--En cuanto detecten el virus, tendrán que definir lo que hace, y luego tratar de remediarlo. No les será fácil, te lo aseguro. Mientras, el Consejo Rector de las Zonas habrá tenido acceso a toda su información.
Paola desvió la mirada de la carretera que ya discurría entre árboles y vegetación, y le miró melancólica.
--¿Cómo te sientes? --preguntó.
Nogy no contestó. En realidad, ni él mismo lo sabía.
Es cierto. En realidad, seguimos la dinámica universal: a toda acción corresponde una reacción de la misma intensidad y de signo contrario. Y siempre hay partículas alfa (o sea, inconformistas recalcitrantes) que provocan reacciones en cadena (o sea, revoluciones, del signo positivo o negativo, constructivas o destructivas). No somos tan diferentes del resto del Universo.
He detectado un error. Cosas de escribir sobre la marcha: cuando el grupo inicial (Los Deers) llega al templo en el bosquel la líder es Jessy, pero ese liderato pasa misteriosamente a Kian. Corregiré ese lapsus en la versión definitiva. LA Varita Mágica de Hipercuerdas sólo será una parte de una narración mayor. Ya verán...
En la sala de control del templo, James percibió la señal del
sistema y dio un brinco, al tiempo que soltaba una exclamación
malsonante. Kian llegó inmediatamente junto a él.
–¿Qué sucede?
–Nos han metido un virus –respondió James.
Los demás llegaron también a la consola. Otro de los encargados
de los ordenadores se levantó y llamó por señas a Jessy.
–Es un virus –le dijo.
Los demás operadores informáticos no tardaron en dar la alarma a
su vez. Ellos se volvieron hacia James.
–¿Se puede hacer algo? –preguntó Kian.
–Lo primero, tengo que saber qué clase de virus es, y qué
áreas del sistema han sido tocadas.
–¡Pues a ello! –urgió Kian.
En la Zona Cuatro, Klaus estaba recibiendo en ese mismo instante
un informe de su Departamento de Seguridad en su propia tablet:
“Recibida la transmisión de datos desde la insurgencia.
Hemos volcado toda su memoria. Información total ahora disponible”
¡Vaya, vaya! El traidor había
cumplido su palabra. Ahora tenían acceso a toda la información del
territorio amotinado.
Se incorporó en su butaca y pulsó el interfono:
–Dory, llame al general Brain.
La voz dulce de la secretaria sonó a través del altavoz:
–Ahora mismo, Gobernador Klaus.
Ah, le encantaba esa voz. Y esa figura. Y la forma en que le
nombraba: “Gobernador Klaus”. Metió barriga e hinchó el
pecho. Sonaba maravillosamente. Se frotó el mentón sintiendo el
tacto de su propia piel, pero imaginando que era de Dory, su
secretaria. Con cierto esfuerzo, se incorporó de su butaca y se giró
para mirar por la ventana de su despacho. Abajo había un patio donde
vehículos policiales maniobraban camino del aparcamiento cubierto
que estaba en los sótanos. Enfrente, un poco más allá, el edificio
suntuoso del Banco Central, brillando a la luz de la puesta de sol en
tonos rosados. Se sentía bien. Si conseguía apoderarse del invento,
sería el hombre más poderoso de las Zonas Unidas. Nadie le
discutiría. Incluso Dory le encontraría atractivo, sin duda: un
hombre poderoso e importante.
Sonrió ante la perspectiva de ser tomado en consideración por la
linda secretaria que, hasta el momento, se había mantenido en un
papel pudorosamente profesional.
El interfono emitió su llamada suave y característica. Su dedo
índice señaló doblado hacia él y el anillo multimedia lo accionó
desde donde estaba, en pie, mirando al edificio imponente de
enfrente.
–El general Brain ha llegado –dijo la dulce voz.
–¡Qué pase! –exclamó, exagerando un poco su tono de
autoridad para impresioar a su empleada.
El general Nicholas Brain entró. Su estatura y su forma física
quedaban realzadas por el uniforme y las tiras de colores que
representaban otras tantas condecoraciones, algunas de ellas
obtenidas a costa de ser herido de gravedad.
Klaus siempre se sentía un poco intimidado. Para disimular su
corta estatura, se sentó en su butaca, cayendo sobre ella con un
golpe que sonó demasiado fuerte.
En lugar de presentarse oficialmente, o de preguntar qué deseaba,
el general adoptó la postura de descanso, con un brazo doblado tras
la espalda y una sonrisa de superioridad. Sin duda el general
despreciaba al gobernador. Y este lo sabía.
–¿No quiere saber por qué le he hecho llamar?
–Si desea decírmelo... Por favor –solicitó sin perder la
odiosa sonrisa.
–Nuestro traidor ha cumplido. Tenemos toda la información
Pásese por el Departamento de Seguridad y haga su trabajo –exclamó
con innecesaria agresividad.
–Siempre lo hago, gobernador. Ya estoy preparado.
–Bien, cuanto antes, mejor.
Nicholas Brain salió del despacho saludando con un gesto de la
cabeza, pero sin perder la sonrisa de autosuficiencia que tanto
enervaba a Klaus, que escuchó cómo saludaba a Dory, y cómo ella le
devolvía el saludo con mucha, demasiada amabilidad. ¡Pero si estaba
próximo a la jubilación! ¡No era posible que le gustase! La chica
era amable, eso era todo.
El general Brain volvió a su despacho, que estaba a corta
distancia. Sacó de una caja fuerte un dispositivo electrónico y lo
activó. Esperó unos minutos mientras el aparato buscaba la señal.
Finalmente la captó, y un led se puso azul.
Entonces lo empuñó y habló:
–Aquí Punto Uno.
Esperó.
–Aquí Punto Uno –repitió.
Una voz distorsionada se escuchó desde las interioridades del
aparato:
–Copiado. Aquí Komet. Repito, aquí Komet.
–Komet, aquí Punto Uno. Le copio fuerte y distorsionado. Con
barbas.
–Copiado. Aquí Komet...
–¡Dejémonos de eso! Tenemos lo que queríamos. Ahora haz tu
trabajo. Te enviaré los datos.
–Copiado. A trabajar. Aquí Komet, copiado. Orden recibida.
–Corto –dijo Brain con cierta suave condescendencia.
Sonrió. Aquellos infiltrados eran como niños jugando a la
guerra, con su argot, sus claves y todo eso. Sólo le había
faltado enviar un QSL (recibido, en código
radiofónico).
Tras guardar el aparato en la caja fuerte de su despacho, salió
en dirección al Departamento de Seguridad, tal como le había
ordenado el gobernador.
El lugar distaba un kilómetro escaso. Decidió que le convenía
un paseo. Hacía buen día, y el camino transcurría en un área de
edificios oficiales, donde su uniforme condecorado no llamaría la
atención más de la cuenta.
Soplaba una brisa caliente, que le hizo añorar los días en que
disfrutaba de vacaciones con su esposa. Desgraciadamente, ese tiempo
terminó cuando ella falleció. Desde entonces, el general se había
convertido en una especie de monje guerrero, al estilo del lejano
siglo XIII.
El Departamento estaba en la séptima planta de un edificio
enormemente alto y lustroso.
Entró, subió y preguntó por el responsable.
Una mujer de unos cincuenta años que llevaba un peinado muy
favorecedor y se mantenía esculturalmente obesa, gracias a muchas
horas de dieta y danza gimnástica, salió de un despacho y le
estrechó la mano:
–Soy Delmira Dastin, oficial encargada de la Operación Kevin.
–Mi nombre es general Nicholas Brain –saludó a su vez.
–Lo sé. Pasemos a mi despacho, general.
No pudo evitar valorar la figura, obesa pero muy sensual, de la
oficial que caminaba delante suyo.
Una vez sentada ella tras la mesa y él en el asiento de cortesía,
tampoco pudo evitar sentirse atraído por su grande pero bien
proporcionada figura delantera. Ella lo percibió y sonrió.
–El gobernador Klaus desea que le pasemos esta información
–dijo señalando a su ordenador, pero luego explicó–... La
obtenida del sistema del territorio insurrecto, para que usted
elabore un plan con sus puntos débiles.
La oficial Delmira lo tecleó directamente en su ordenador, y se
entretuvo unos minutos dirigiendo los datos al correo del general.
El sistema de correo electrónico funcionaba como una web, en la
que su titular podía manejar, editar y organizar lo recibido. El
volumen de datos que la oficial estaba volcando en su correo era
monumental, pero podía ser fácilmente asumido, sobre todo con una
extensión .g.z, reservada a los altos cargos de las Zonas.
–Bien, ya está –dijo ella cuando levantó la mirada de la
pantalla, sorprendiendo la del general sobre su escote. Volvió a
escapársele una sonrisa, y Brain se enderezó en su asiento.
–Muchas gracias –dijo él, levantándose y saludando con
cierta rigidez. Sin duda deseaba salir de allí lo antes posible.
Ella le vio cerrar la puerta y sintió cierta ternura. Toda la
Zona Cuatro conocía la soledad del general. En aquellos momentos era
un hombre que rozaba la ancianidad, si bien se resistía a caer en
ella, y se mantenía esbelto y en forma. Pero su rostro delataba su
edad. Unos pocos años atrás quizá hubiera sopesado la posibilidad
de echarle los tejos. Ahora sólo sentía admiración.
Brain no perdió tiempo al regresar a su despacho, sacó el
aparato electrónico de comunicación con su topo y le envió toda la
información. Aquel misterioso Komet era hábil y sabría seleccionar
los datos que le podían ser útiles.
Luego, él mismo se sumergió en el análisis de los datos que
habían llegado hasta su correo, en busca de las debilidades del
enemigo.
He detectado un error. Cosas de escribir sobre la marcha: cuando el grupo inicial (Los Deers) llega al templo en el bosquel la líder es Jessy, pero ese liderato pasa misteriosamente a Kian. Corregiré ese lapsus en la versión definitiva. La Varita Mágica de Hipercuerdas sólo será una parte de una narración mayor. Ya verán...
Eso es porque encontramos natural que el líder sea un chico, y olvidamos que se escribió que Jessy era la líder. Bueno, en la versión ordenador, Jessy y Kian comparten liderazgo, cosa natural en ese tipo de sociedades un tanto ácratas.
En Parslankia, el territorio insurgente, James miraba fijamente la
pantalla de su ordenador, mientras algunos otros hacían lo mismo en
los suyos, en el centro de comunicaciones del templo.
Kian y Jessy estaban tras él, esperando.
–¿Y bien? –preguntó al fin, impaciente, Kian.
–Un puro desastre. Ese maldito virus ha jaqueado todo
nuestro sistema.
Los dos líderes parecieron esperar más explicaciones, con
expresión severa.
–Ha clonado toda la información y la ha sacado de aquí
–prosiguió.
–¿La ha sacado? ¿Qué rayos significa eso? –exclamó Kian.
–Que la ha enviado a vete-a-saber-donde. Adivina –explicó
Jessy, que lo había comprendido perfectamente.
–Ha conectado con un enlace y luego lo ha destruido. No hay
forma de saber a donde –concretó James –. Tengo el código del
virus, pero no nos sirve de nada. El mal ya está hecho.
Kian soltó un bufido y dio media vuelta. Jessy se despidió de
James con un escueto “gracias”
y le siguió.
–¿Para qué querrán esa información? –reflexionó Kian en
voz alta, y el mismo se contestó:
–Para encontrar un punto débil por el que entrar aquí. Sus
intenciones no son buenas –concluyó.
El grupo inicial se reunió en una sala solitaria sobre el
centro de comunicaciones. Aquel templo tenía muchas estancias. Jessy
y Kian expusieron las novedades a Carlos, Lisy y los dos científicos.
–¿Qué hacemos? –preguntó Lisy.
–Lo primero, depurar el virus –dijo Bansky –y sacar de él
toda la información que podamos. Quizá les podamos devolver la
broma.
–James lo duda –intervino Jessy.
–Pero hay que intentarlo, es de manual –. Parslik golpeteaba
nervioso mientras decía esto.
–Vale, ya están en ello –. La chica miró melancólica a los
demás. Toda una vida luchando por tener un lugar en el mundo, y
cuando lo conseguía, o creía conseguirlo, el mundo entero se
conjuraba contra ellos.
Komet se deslizó suavemente por las calles de Parslankia. Sabía
donde tenía que ir, y tenía mucha práctica pasando desapercibido.
Desde que llegó de territorio Mapache Pirata había tenido
tiempo de familiarizarse con las calles, aunque los edificios
sintetizados por Parslik eran de un diseño muy innovador.
Por suerte, entre toda la multitud de datos que habían volcado en
su ordenador, se encontraba el dato fundamental que necesitaba: quién
tenía y dónde estaba la ráplica del invento. Con ella en las manos,
podrían conjurar la amenaza.
Llegó sigilosamente hasta la entrada del edificio donde vivía el
custodio, como le llamaban. El primer inconveniente fue el
sofisticado sistema de seguridad instalado en él. Como todo lo que
se sintetizaba, era último modelo. Pero Komet había sido una buena elección, por sus conocimientos informáticos y de hacker y, con la
información volcada en su tablet por el general Brain, fue cosa de
paciencia.
Le costó, pero consiguió abrir la compuerta metálica. Se encontró con otra cerrada. Un rostro humano apareció
en la pantalla. Sin embargo, la fijeza de su mirada le confirmó que
se trataba de un avatar digital.
–¿Puedo ayudarle en algo? –preguntó el avatar, con una voz
melodiosa.
–Sí, desearía entrar.
–¿Con qué motivo?
–Visita de cortesía –respondió Komet.
–¿Es usted consciente de la hora? Es muy tarde para visitas.
Estuvo a punto de decir que le estaban esperando, pero se contuvo
a tiempo: seguramente, el ordenador domótico sabría que mentía.
–Mi amigo me dijo que podía visitarle –mintió.
–Si es tan amable de esperar, lo confirmaré.
El espacio era reducido y Komet se empezaba a enervar, lo
cual, seguramente, era el objeto de la larga entrevista.
Al rato, un nuevo rostro, soñoliento, se asomó a la pantalla.
–¿Quién es? –preguntó. Pero inmediatamente le reconoció.
–¡Ah! Pasa. ¡Everet, abre! –ordenó al avatar.
Komet traspuso el umbral de la segunda compuerta tan pronto como
se abrió. La escalera y los ascensores estaban al frente,
modernos y pulidos.
Kian salió a recibirle al descansillo, y luego de estrecharle la
mano, le invitó a pasar.
–Desde que llegaste de Mapache Pirata te has esforzado en
coordinarnos con ellos. Justo ahora pensaba en eso, qué casualidad
–dijo el líder de Parslankia.
–Esas cosa pasan. –Komet sonrió.
–¿Y bien? ¿Qué querías? –preguntó con un gesto seductor
el pelirrojo.
Komet sacó el arma y disparó un haz desvanecedor.
–Esto, Kian. Olvídate de un romance conmigo –dijo para sí
Komet, apartando su larga cabellera rubia de su rostro. Su ropa
ajustada, que marcaba su figura femenina, había obrado el efecto
deseado, despertando esperanzas en el chico.
Porque Komet era una chica. Una de las primeras en llegar desde
Mapache Pirata. No le había costado nada entablar amistad con
el vanidoso Kian.
Como suponía, el invento estaba dentro de un perímetro de
seguridad, pero, con los datos de que disponía y su habilidad de
hacker, no le supuso ningún problema acceder a él. Lo guardó
sujeto a su cintura bajo la ropa y se dispuso a salir sigilosamente.
No había recorrido ni tres metros cuando escuchó un leve pitido
y sintió una vibración en la cinturilla del pantalón. Luego, una
quemazón repentina y un destello de luz que se trasparentó a través
de su ropa.
Alarmada, se levantó la blusa y comprobó que el invento había
desaparecido.
“Maldito genio”, murmuró para sí.
Kevin Parslik estaba pensando, sentado en su sillón en su
despacho en penumbra, con la ventana a su espalda, cuando un fogonazo
iluminó la estancia. Se incorporó levemente, y dio potencia a la
lámpara para ver qué había sucedido, aunque ya lo imaginaba. Lo
había programado tiempo atrás.
Efectivamente, allí en medio estaba la réplica de la varita. Por
sí sola había decidido que estaba siendo robada, y, de acuerdo a
sus instrucciones, se había teletransportado junto a su inventor y
programador.
Se levantó y la cogió del suelo. Debería poner una mesa en ese
lugar, porque suponía que otras réplicas empezarían a llegar en
poco tiempo. Quien hubiera intentado robar aquella, lo intentaría
con las demás. Por suerte, era hombre previsor. Nadie podría
adueñarse de ellas sin su consentimiento.
Efectivamente, en las siguientes horas, varias de las réplicas
aparecieron sobre la mesa situada al efecto en el medio de su
despacho. En el exterior, una nutrida guardia de pandilleros fieles
permanecían vigilantes.
El grupo inicial se reunió poco después. Los dos científicos amigos,
Bansky y el inventor, y los jóvenes, se miraban preocupados. Como de
costumbre, fue Lisy la que rompió el silencio:
–Esos pendejos están jugando sucio –dijo.
–¿Pendejos? –Parslik la miró sonriendo interrogativamente.
En el siglo XXIII nunca había escuchado esa palabra.
–Aquí les decimos así a los malditos que juegan sucio, son
traicioneros y buscan el mal –explicó.
Carlos soltó una risotada:
–Sí, putos pendejos.
–¿Qué hacemos? –preguntó Jessy, sin aflojar su expresión
seria y comedida.
–Está claro que no podemos fiarnos de ellos –intervino Kevin,
a quien todavía le dolía el lugar donde le había impactado la
carga desvanecedora.
–Clarinete como la aurora –convino Carlos.
–Introduje un comando de seguridad en cada réplica de la
varita. Propongo ejecutarlo –dijo Parslik.
–¿Qué comando? –preguntó Bansky.
–Autodestrucción. Ya bastante difícil será controlar la
varita original, como para ir tras cada réplica en todos los
territorios de todo el planeta –explicó el científico.
Los jóvenes se miraron. Aquello podía terminar con sus planes de
mejorar sus condiciones de vida.
–¿Destruirlas? –exclamó Kevin– ¿Ahora que empezábamos a
vivir como personas? Me temo que los territorios no se lo tomarán
bien.
–No se me ocurre otra cosa –dijo Parslik.
–Pues vaya genio –Lisy sonrió–... Esas varitas pueden ir a
donde tú les digas, ¿verdad?
–Cierto, si les doy las coordenadas.
–Entonces escucha mi plan...
Carlos y Kevin impusieron silencio, revisaron todo el lugar para
asegurarse de que no hubiera interferencias electrónicas, ondas
portadoras, micrófonos ni ningún aparagto hackeado, y luego
salieron a custodiar el exterior.
Una vez seguros de que su secreto no se violaría, Lisy expuso su
plan.
Hola, girado. Sí, es una especie de pistola tasser, pero con ondas, en lugar de cables con electricidad (la tasser dispara unos electrodos unidos a la pistola con cables. En el siglo 23 te envían ondas que afectan levemente a la electricidad neuronal. Hay un fuerte movimiento de protesta por considerar que viola la intimidad del cerebro). Sí, de nuevo se me ha colado un error. La duda está en si Parslik desintegra o no al pandillero de Mapache Pirata que trata de robarles la varita, hace muchas páginas, cuando llegan huyendo de la Zona. Saludos y gracias por tu lectura.
Komet paseó por las cercanías de la vivienda de Kevin Parslik
aparentando despreocupación, y le fue evidente que estaba
custodiada. Los pandilleros más corpulentos estaban inteligentemente
situados para impedir cualquier acceso. Se acercó a alguno de ellos,
ante la sonrisa de superioridad de los demás, y trató de entablar
algún tipo de relación, insinuándose y utilizando sus mejores
armas, pero fue inútil. Aparte de recibir algún piropo, ninguno de
ellos le hizo ni caso. La guardia era impenetrable. Aquellos chicos
habían vivido en la calle o en el bosque y vivían en un nivel de
realidad que les impedía engañarse respecto a sus coqueteos. Tuvo
que alejarse de allí antes de que alguno empezara a hacerle
preguntas incómodas como: “¿Qué buscas aquí?”, o “¿Quieres
que llame a Kian?” Seguramente, a esas alturas, todos sabían que
era una chica quien había intentado robar la réplica de la varita.
Además, si las varitas huían solas cuando las trataban de robar,
la tarea se convertía en una misión imposible.
Necesitaba comunicarse con el general.
En la Zona Cuatro, el general Brain tenía informes de sus otros
infiltrados. Una serie bochornosa de fracasos que habían llegado
hasta su comunicador uno tras otro.
Miraba fijamente al aparato, esperando el de Komet y sin hacerse
ilusiones respecto al resultado de su misión, cuando sonó el
zumbido de comunicación.
–Brain –dijo escuetamente.
–General... La réplica ha desaparecido de mi cintura cuando ya
la tenía en mi poder. Creo que...
–No siga, Komet. Ya sé la historia. Ese inventor loco habrá
introducido un comando de protección en su programa. Sin embargo,
todavía tiene la original, y creo que las réplicas. ¿Podrá robar
alguna?
Dos segundos de silencio antes de la respuesta y Brain ya supo la
dificultad de lo que pedía.
–Haré lo imposible, general.
–Hágalo, Komet.
Ni un “cuídese”, ni un “gracias de todas formas”. Komet,
al otro lado del comunicador codificado se sintió como una pieza de
un engranaje. Una pieza desechable. Prescindible. De pronto, volvió
a ser una chica de un suburbio al que ningún habitante de las Zonas
quería ir. Una chica que miraba de lado, bajando la cabeza, y que
había aprendido a desconfiar de los hombres. Personas como el
general, con su bonita vivienda y su uniforme limpio sólo trataban
con ella porque les era útil. Un instrumento fiel y preciso, una
buena ladrona.
Y, en ese momento, tras desconectar su comunicador, a escondidas
en su vivienda, se dio cuenta de que, desde que estaba entre aquellos
pandilleros, no se había sentido así. Se había sentido bien.
Aceptada.
Guardó el aparato en su escondrijo y se maldijo a sí misma.
Pasó las siguientes horas escudriñando en los datos que habían
volcado en su tablet desde Zona Cuatro. Pero fue inútil: el inventor
no había compartido su programa con el sistema. Sus secretos
permanecían ocultos en su mente, que era el lugar más seguro.
Para entonces, Kian ya había revelado la identidad de la ladrona.
Carlos y Lisy caminaron hasta el lugar donde ella le había
contado que vivía. Por supuesto, nadie la conocía allí. Todos los
demás datos con los que había aderezado su biografía hasta
conseguir seducirle, se revelaron igualmente falsos.
El grupo incial se reunió con los informáticos y se emitió una
alerta que todos los aparatos informáticos de Parslankia mostraban
al ser accionados, con un retrato robot de la frustrada ladrona en
3D.
James imprimió el pasquín y lo pegaron en todas las paredes del
lugar, al viejo estilo. Nadie en Parslankia pudo ignorar el aspecto o
la orden de búsqueda de la chica.
Eso la obligó a teñirse y cambiar su peinado. Y se tatuó con
tinta resistente al agua hasta parecer una postpunky estelar,
moda muy frecuente entre los pandilleros. La mayoría de su rostro
formaba diseños oscuros que colaboraban a camuflarla. Su vida se
volvió todavía más solitaria que antes, aunque le abrió el acceso
a locales nocturnos que no había frecuentado antes.
Pero sabía que era cuestión de tiempo que alguien la
reconociera, aunque apenas pisara las calles de día.
Parslik se encerró en su vivienda. Había querido mejorar el
mundo y sólo había conseguido meterse en una pesadilla. Si destruía
el invento, sería perder algo muy valioso, pero si alguien sin
escrúpulos se adueñaba de él, sería mucho peor.
Se resistía a aceptar lo inevitable. A pesar del plan de Lisy, el
peligro subsistía. Tenía todas las réplicas allí delante, sobre
una mesa. Todas habían aparecido allí tras intentar ser robadas.
Estaba claro que las Zonas no cejarían en su empeño. Podía
destruírlas, o seguir las instrucciones de la joven Lisy.
Se sorprendía del ímpetu y la inteligencia de la chica. Con los
medios adecuados, llegaría a ser alguien importante. Bueno, ya lo
era. En parte, Bansky y él seguían su liderazgo desde el principio.
¿Cuál era el motivo? Quizá porque tenía algo que ellos dos, tan
listos, no poseían. Valor. Valor e inteligencia, porque se jugaba su
propio futuro y el de tantos y tantas como ella.
Se dio cuenta de que había olvidado por unos momentos su dilema.
¿Qué debía hacer?
Escuchó un golpe. Luego, ruidos indefinidos. Su despacho estaba
aislado y protegido, así que salió a la terraza para ver lo que
sucedía, y se quedó petrificado durante unos segundos:
Naves aéreas de guerra sobrevolaban la ciudad, disparando de vez
en cuando. Abajo, los jóvenes corrían a protegerse.
¡Malditos, lo habían hecho al fin!
Cuando llegó al centro de control del templo, estaba vacío.
Algunos ordenadores habían sido destruidos, y salía humo de varios
rincones.
Volvió corriendo a su vivienda, pues era el objetivo obvio:
venían a por las varitas.
Un grupo de soldados ya subía hacia su despacho. Pudo verles
desde la entrada del edificio. Le habían tomado la delantera. No
podría llegar a tiempo, de forma que sólo quedaba la opción de
Lisy... o la destrucción del invento. Por suerte, siempre llevaba la
varita original consigo.
La empuñó, y dudó unos segundos. ¿Cuál opción? ¿La de Lisy
o la suya?
Ya llegaban a su habitación. El detector de seguridad emitió su
sonido y su luz roja de alerta. No había tiempo que perder. Murmuró
la orden codificada, la macro que desencadenaba el proceso.
Una simple palabra, y todo estaba hecho.
Komet escuchó los disparos y supo al punto lo que estaba
sucediendo. Aquel engreído y estúpido general había ordenado
asaltar Parslankia. Si no tenía un as en la manga, era tonto sin
remedio: las varitas seguirían las instrucciones de su constructor
pese a todos los misiles y disparos. Quizá el plan era capturarlo y
obligarle a entregar su invento... si es que no lo había destruído
ya.
Tonto del culo.
Una ráfaga casi la alcanza. Se ocultó tras una esquina, pero la
nave aérea se situó sobre ella y repitió su fuego. Pudo meterse en
un portal y evitar las balas, pero las esquirlas de la pared rociaron
su espalda. Por suerte, ninguna se le clavó. Eran simples cascotes,
no metralla. Aquel cerdo la quería muerta. Quería tapar sus
vergüenzas con su cadáver.
Sintió asco. Pero esta vez no de sí misma, sino del general y de
lo que representaba.
Tenía que huir y ponerse a salvo, aquellos salvajes no dudaría
en matarla.
Recorrió la pequeña calle donde se había refugiado, pero todas
las puertas estaban cerradas. Ni una simple tapa de alcantarilla
donde escabullirse.
De uno de los portales surgió un rostro brillante, de ojos
encendidos, y le dio un susto de muerte.
–Señorita, no se asuste.
La voz era suave. Tras unos instantes, pudo procesar lo que veía.
Sólo era un droide doméstico.
–¡Tengo que esconderme! –exclamó.
–Esconderla –dijo el droide, que no parecía de los más
espabilados. Pero inmediatamente, le hizo una seña y salió a buen
paso en dirección a uno de los portales.
Manipuló la cerradura de seguridad y logró abrir la puerta. La
miró y la urgió con un gesto de impaciencia. Komet no perdió ni un
segundo, y entró tras el droide, que cerró tras ella.
–Mi cuarto –dijo el robot.
La luz encendida automáticamente mostró un recinto amplio,
dotado de un cargador universal de droides, una especie de soporte
donde se conectaban cuando no estaban de servicio. Una de las
innovaciones de Parslik, que había llegado junto con los droides
materializados por su varita. No había muchos todavía en
Parslankia, pero sí unos cuantos.
En el exterior se escuchaban las detonaciones y disparos de las
naves aéreas.
Pero el droide no se limitó a refugiarla allí, sino que le
señaló una escotilla brillante que cerraba un acceso en el suelo,
junto a una esquina.
–Mi lugar de trabajo –dijo.
Sin comprender demasiado, Komet siguió al robot, que ya estaba
abriendo el acceso. Una escalera se hundía en las entrañas de la
ciudad. Entonces, cuando ya había descendido unos centenares de
metros, comprendió:
–Tú eres de mantenimiento –dijo.
El droide alzó la vista para mirarla y sonrió.
La sonrisa había sido uno de los adelantos de la robótica.
Incluso los droides con aspecto muy mecánico, estaban dotados de la
capacidad de sonreír. Parece que los psicólogos humanos concedían
mucha importancia a ese aspecto de la robótica.
–Sí, exacto, joven. Soy de mantenimiento. Y me llamo Rurke.
–Yo soy Komet –dijo ella, un tanto sorprendida de que el
chatarra tuviera nombre propio. Chatarra era el apodo
que se les daba en jerga a los droides, y, en general, a todos los
aparatos electrónicos.
Siguieron descendiendo hasta alcanzar un subterráneo amplio: las
infraestructuras de la ciudad. Ya no se escuchaban las detonaciones.
Unos pocos chatarra deambulaban un tanto desconcertados,
pero les ignoraron. Rurke la guió durante varios kilómetros.
Algunos operarios humanos se habían refugiado también allí, pero
no hicieron preguntas. Bastante tenían con salvarse a sí mismos.
Alguno de los operarios les saludó levemente, y Rurke correspondió
a su saludo con un gesto.
Al cabo de un par de horas, Rurke le indicó una máquina. Parecía
de provisiones.
–Descanso –dijo escuetamente.
Cuando se acercó, la máquina se iluminó y pudo distinguir lo
que contenía. Conocía algunas de las raciones de supervivencia.
Buscó en sus bolsillos, pero no tenía monedas.
–Son gratis. Aprieta el botón de al lado –dijo el droide.
Efectivamente, a un lado de cada opción había un botón naranja.
Eligió varias raciones, que metió en los bolsillos laterales de su
pantalón, y sacó también un café. Estaba bueno.
Rurke la miraba con curiosidad. Si no sonreía, su rostro era una
máscara impenetrable. Pero su atención denotaba curiosidad, o eso
pensó ella.
Se sentaron sobre el suelo.
–¿Dónde vamos? –preguntó ella.
–Lejos de los disparos. Esconderte, ¿recuerdas?
–¿Y allí?
Rurke la miró.
–¿Allí qué? Concrete su pregunta, Komet.
–¿Qué hay allí donde vamos?
La mandíbula metálica de Rurke se entreabrió ligeramente. Luego
se cerró.
–Hay personas. Operarios, agua, alimentos... La ciudad estará
en malas condiciones ahora. Vamos fuera de la ciudad.
Komet pensó que era un plan tan bueno o tan malo como cualquiera,
en esas circunstancias.
Mientras tanto, en la ciudad, Kevin Parslik llegó junto a su
amigo Steward Bansky, en el desolado edificio donde tenía su
vivienda. No había rastro del resto del grupo inicial.
–¿Y los demás? –preguntó. Su amigo el informático se
encogió de hombros.– Venga, hemos de salir de aquí.
Parslik llevaba una bolsa ligera a la espalda.
–¿Qué has hecho de las varitas? –preguntó Bansky.
–Luego. Ahora hemos de ponernos a salvo.
Las calles eran un caos. Los disparos habían cesado en parte, no
totalmente, pero ahora soldados armados patrullaban por todos lados.
Sobre sus cabezas, el zumbido de las naves aéreas, que permanecían
quietas sobre los edificios, llenaba el aire.
Caminaron a buen paso, pero cuidando de no ser visibles,
alejándose del domicilio del inventor, que estaba próximo al que
había ocupado Bansky.
Pero no pudieron evitar que una de las naves les localizase. Sus
aparatos de alta definición, controlados por ordenadores,
reconocieron sus figuras, pese a las precauciones. Un altavoz atronó
sobre el ruido ambiental:
–Esos ignorantes... No hay forma de hacerles comprender que no
soy profesor de nada, soy doctor en Física –masculló Parslik,
pero su amigo no pudo escucharle, con todo lo que les rodeaba.
Bansky le miró, como preguntándole qué hacer. La nave les había
localizado y estaba sobre la calle donde se trataban de esconder.
El físico inventor sacó la varita de entre sus ropas.
–Me imaginé que pasaría esto... –dijo.
Bansky no tuvo siquiera tiempo de comprender. De pronto, un
fogonazo de luz les envolvió, y, cuando se disipó, no había rastro
de ruido ni naves, ni patrullas.
Por el contrario, escuchó cantar a una chicharra. Las estrellas
estaban sobre ellos. Sintió cierto mareo.
–¿Dónde estamos?
–Lejos.
–¿Pero dónde? –insistió su amigo.
–¿Qué más te da?
–Me sentiré mejor si lo sé –respondió soltando un poco de
gas de su estómago mareado.
–No podemos ir a las Zonas, ni alejarnos mucho del resto del
grupo. Hemos salido de la ciudad. Lisy me habló de algo... Quizá
ella esté por aquí. Con los demás.
La ciudad capital de Parslankia había sido construida sobre el
bosque que rodeaba al templo antiguo, así que estaban en las afueras
del bosque, donde se convertía en pradera, repleta de encinas, con
matas bajas. Podían caminar con facilidad en ese terreno.
–El templo lo construyeron antiguos pobladores del lugar
–explicó–. Las Zonas y los territorios les han ignorado. A sus
descendientes, quiero decir.
Bansky nunca había oído hablar de eso. Estaba a punto de pedir
más explicaciones, cuando unas figuras oscuras surgieron
aparentemente de la nada.
Una de ellas se adelantó. Era evidente que llevaba un arma en la
mano, incluso en la oscuridad. Alzaron las suyas.
–Somos Bansky y Parslik –dijo éste.
–Sabemos quienes sois. ¿Dónde está Lisy?
Entonces el 'genio' cayó en la cuenta de que no habrían tenido
tiempo de salir de la ciudad. Si es que lo conseguían.
–Llegarán más tarde –aseguró, sin base científica ninguna
para afirmarlo.
–Has huido sin ella. Cobarde –dijo la figura. La voz sonaba
recia, como de un hombre muy fuerte.
Parslik bajó la cabeza. Era lo cierto. Ni siquiera pudo pensar en
ella ni en los demás. El desconcierto había sido grande, y el caos
total. Seguramente habían corrido en todas direcciones.
–Sí –dijo–. Lo siento. Volveré a por los demás.
–No.
El tono rotundo, frío, sin emoción, le sobrecogió. Luego, el
desconocido continuó:
–Ella dejó instrucciones. Tu seguridad es lo primero. Y la de
tus inventos. No te preocupes, sabrá ponerse a salvo. Yo la entrené.
Venid.
Diciendo eso, se dio media vuelta y las figuras oscuras
emprendieron la marcha. Los dos científicos se miraron, y luego les
siguieron. ¿Qué otra cosa podían hacer?
En la ciudad, todo era un caos. El inesperado ataque había
sorprendido a Lisy en su domicilio, igual que a casi todo el resto
del grupo. Pero ella sí esperaba un ataque, hacía tiempo. Estaba
mentalizada para reaccionar.
Salió a toda prisa, tratando de no ser reconocible desde el aire,
y se encaminó al bloque donde se habían instalado los demás. Estaba cerca. Cruzó una plaza en cuyo centro se había
levantado un Monumento a la Libertad, y una ráfaga levantó las
baldosas del suelo. Se detuvo a cubierto para evaluar la situación,
y se percató de que las naves no disparaban a las personas que
huían, sino a su alrededor: no buscaban una masacre, sino sembrar el
desconcierto. Luego vio los cables por los que se descolgaban las
tropas de asalto. Vio un par de comandos corriendo arma en ristre
hacia donde vivía Parslik. Sin duda iban tras el invento.
Carlos cruzó en dirección a ella cuando la ráfaga cesó.
–Venga, he reunido a los demás –chilló, por encima del
ruido.
La condujo hasta los soportales de una avenida, donde, tras una
reja metálica entreabierta, pudo ver a Jessy. Entraron. Kian también
estaba allí, y se apresuró a cerrar la verja.
El lugar era una especie de hangar, donde algunos vehículos
tapados por lonas esperaban a ser necesarios para las tareas de la
ciudad.
Se miraron ansiosamente.
–¿Y ahora qué? –preguntó Jessy.
Carlos y Lisy intercambiaron un gesto afirmativo.
–Ahora, la segunda parte del plan –dijo ella.
En una esquina del local había una escotilla de servicio. Carlos
se esforzó en abrirla, girando la rueda que tenía, similar a la de
los submarinos. Cuando estuvo abierta, se volvió y sonrió:
–¡Venga,! –les urgió.
No se hicieron rogar demasiado. Pronto, todos habían desaparecido
dentro del conducto de mantenimiento.
Descendieron unos pocos cientos de metros por una escalerilla que
hizo temblar de vértigo a alguno de ellos. Finalmente, llegaron a un
corredor.
–Es el pasillo maestro. Conecta con la avenida principal y sale
de la ciudad, hasta el perímetro del bosque. Ya existía bajo el
templo, Parslik sólo lo modernizó –explicó Lisy.
Algunos grupos de operarios, sorprendidos por el ataque en el
curso de su trabajo, permanecían a la espera, sentados en las
instalaciones al efecto, o se movían hacia lugares que sólo ellos
conocían. Quizá en dirección a su hogar, con su familia. Algunos
droides de servicio vagaban siguiendo instrucciones igualmente
desconocidas. Nadie parecía ocuparse nada más que de sus propios
designios.
Llegaron a un recodo donde una chica y un droide estaban sentados
en el suelo. Cuando les vio, la chica se puso las manos sobre el
rostro como si estuviera desolada.
Kian sólo la miró levemente. En el preciso instante, Lisy le
palmeó el hombro y le indicó un desvío.
–Por allí –dijo.
Siguieron caminando a buen paso.
Komet no podía creer la suerte que tenía: sin duda Kian la
hubiera reconocido de no ser por Lisy. Había hecho bien en cambiarse
de apariencia tras su sondeo entre la guardia.
Pero había sido una suerte encontrarse con ellos. Seguramente se
dirigían a encontrarse con los científicos.
No sabía lo que iba a hacer, pero quizá ellos pudieran
protegerla. Allí no tenía futuro ninguno.
Esta narración ha llegado a un punto en que, o bien presento el resto de la trama completa, o bien se eternizará en una serie absurda de situaciones, simplemente para mantener la acción, de forma que suspendo su publicación hasta que termine la novela, y ya veré cómo os la hago llegar.
Comentarios
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Un hombre anciano y encorvado se levantó lentamente. Su sola presencia, incluso holográfica, impuso el silencio:
--Veamos. ¿El problema es que podremos conseguir fácilmente lo que ahora conseguimos con esfuerzo? No me parece tan terrible. E imagino que a la población media, y a la de escasos recursos, les parecerá perfecto. Podremos organizar torneos, si es el esfuerzo individual lo que les preocupa. O conceder distinciones y honores a quienes proporcionen ideas brillantes, planes de superación, proyectos en los que invertir esta insospechada oportunidad que es ese invento. Por lo que se refiere al comercio, no teman. Unas pocas varitas no colapsarán el flujo de intercambio. Incluso si los productos se obtuvieran en grandes cantidades, habría que llevarlos de una Zona a otra e intercambiarlos. Sólo que los precios bajarían --argumentó el anciano.
--Pero eso arruinaría a quienes especulan con el valor de las cosas --repuso uno de ellos.
--¡Pues yo me alegraré! --exclamó la mujer rubia--. Mi gente trabaja duramente para pagar los aranceles y los precios desorbitados de las cosas más básicas, mientras algunos nadan en la abundancia. Si se arruinan sin que les falte de nada, y por ello se sienten mal, es que son enfermos. ¡Aprendan a disfrutar de la vida sencilla!
Uno de los hologramas se desconectó momentáneamente, mientras, en su Zona de origen, el titular soltaba imprecaciones y maldiciones. Pocos minutos después, se conectó de nuevo:
--Lo siento, tuve un ataque de tos --se disculpó.
--Ya --. La mujer rubia le miró disgustada.
--Bien, señores y señoras Gobernadores, ¿qué decidimos? ¿Es necesario intervenir? --preguntó Klaus.
--No sé porqué nos pregunta, si ya ha hecho participar en este consejo a un militar --señaló ácidamente la mujer rubia.
--Usted no puede verlos, pero sentados junto a los Gobernadores de las demás Zonas hay también militares --aclaró el gobernador Klaus.
--Vaya, pues entonces, ¿para qué nos reunimos, si está todo decidido? --repuso ella.
--No está todo decidido. Hemos de planear de qué forma y cuándo, y dónde. ¿Invasión?, ¿secuestro?, ¿negociación?
--Invasión --dijo el de cráneo grande, levantando la mano.
--Negociación --dijo la mujer rubia.
Los demás vacilaron. Algunos hologramas se desconectaron momentáneamente, mientras consultaban. Cuando todos volvieron a estar visibles, Klaus propuso una votación:
--¿Invasión? Que levanten la mano.
Varias manos se levantaron.
--¿Negociación?
Se levantaron unas pocas más.
--Gobernador Vincent, ¿usted no opina?
--No creo que esta situación se pueda resolver de estas dos formas. Es algo nuevo, y requiere un estudio por parte de especialistas en Sociología e Historia, y las demás ramas del saber. es posible que la Historia Humana haya dado un vuelco irreversible. El invento ya existe. No se trata de suprimirlo. Eso será imposible. Ni siquiera tras una larga guerra. No sean simples, señoras y señores. No den la espalda a la realidad.
--Lo podemos tomar como una tercera moción. Así, pues, ¿quién está de acuerdo con él?
Se levantaron varias manos. Klaus las contó, y resultó un empate con la negociación.
--Bien, consejo. Parece que podemos negociar tras un sesudo estudio. ¿Quién está de acuerdo?
Quienes habían votado las dos últimas veces se unieron a la moción. Eran mayoría aplastante. El general torció el gesto, pero no estaba disgustado. Era una buena alternativa. Sólo le disgustaba la actitud de los políticos.
El Consejo de las Zonas Unidas se disolvió, y Klaus se encaró con el general Brain:
--General, por si acaso, vaya preparando un plan alternativo.
Brain sonrió. Preparar un plan B era algo que comprendía perfectamente.
.../...
.../...
En el templo viejo, que se había convertido en el centro de un crecimiento urbanístico gracias a las capacidades del invento, jóvenes de ambos sexos afluían, atraídos por la esperanza de una nueva realidad, de un futuro mejor.
A pesar de que provenían de un substrato anárquico, respetaban a Lisy, Jessy, Carlos y a los dos científicos, como el núcleo pensante de Parslankia. Ellos eran los que sabían. Sabían de la varita, sabían levantar edificios limpios y dignos donde sólo había un viejo templo oculto en medio de un bosque. Habían dotado al templo, central de sus actividades, de aparatos de última generación. Todo lo que sintetizaba el invento era lo último que las actualizaciones de sus archivos habían almacenado. Las últimas tecnologías, los mejores materiales, los aparatos más potentes. Aquellos chicos y chicas creían haber alcanzado el paraíso.
Sin embargo, el paraíso había que defenderlo. Ellos vivían el futuro, pero el mundo exterior seguía anclado en el pasado.
Por ello respetaban al grupo de los que sabían. Ellos (y ellas) tenían un plan.
Lisy y el resto del grupo inicial, como se llamaban a sí mismos, se habían reunido en la sala de comunicaciones del templo, que estaba atestada de ordenadores, emisoras y fuentes de alimentación de plasma. Unos cuantos de los operarios de los aparatos permanecían en sus puestos, atentos a los mensajes que les llegaban desde las Zonas y los territorios fronterizos. Y Kian, el chico pelirrojo que ejercía de líder allí antes de su llegada, se había unido al grupo reducido de los que sabían. Había sido algo espontáneo y natural.
ÉL, Jessy, Carlos, Lisy, Bansky y Parslik estaban juntos en una esquina, que permanecía un tanto libre de cables que pudieran pisar, y sobre unas sillas muy cómodas, salidas del ingenio del inventor.
--Algunos colegas de las Zonas que son buenos en sus especialidades confirman que el Consejo Rector se reunió y les ha encargado estudios acerca de las repercusiones del invento --dijo Kian, al tanto de la actividad de sus pandilleros.
--¿Tenéis infiltrados en el Consejo? --se extrañó Carlos.
--Las personas inteligentes nunca siguen a ciegas a sus líderes. Algunos científicos colaboran con nosotros. No debería extrañaros --añadió Kian mirando burlón a Parslik y Bansky.
--¿El Consejo Rector de las Zonas está encargando estudios sobre el invento? --preguntó Lisy.
--Exacto.
--Podemos imaginar que han tomado una decisión. Quizá quieren saber hasta donde podemos llegar con tu varita --intervino Jessy.
--Esperemos que la decisión sea pacífica --repuso Parslik.
Marc, el chico que permanecía atento a la tablet de Lisy, se acercó:
--Mensaje de Mike --dijo alargando el terminal a su dueña.
Los demás la rodearon más estrechamente. Hacía calor entre todos aquellos aparatos, y todos pudieron sentir el emanado por el resto de ellos.
"Hola, parslandys. Sigo retenido aquí, bajo vigilancia. Algunas personas que parecían ostentar algún cargo oficial han venido a verme por turnos, tratando de sonsacarme hasta dónde llegan las potencialidades de la varita. Parecen muy interesados. Quizá Eithne, la consejera, se ha chivado de la advertencia de Carlos respecto a sus poderes, aunque lo dudo. Pero eso me hace temer que alguien quiera saber a qué se enfrentaría en caso de agresión. Eithne me ha dicho que procurará traerme un terminal más moderno y potente. Saludos, parslandys".
Lisy no pudo evitar una sonrisa.
--Bien, ahora somos parslandys --dijo..../...
.../...
Nogy, uno de los chicos que manejaban el centro directivo, miraba hacia el grupo incial, mientras se mantenía ante la pantalla del ordenador.
Era el momento adecuado. Nadie le controlaba. Sacó la memoria portátil y la conectó disimuladamente al sistema. Su lápiz de memoria contenía largas horas de programación que había pasado en su habitación, depurando su contenido. Ahora estaba listo.
Activó el comando ejecutivo, y el programa se volcó en el sistema.
Había tenido la precaución de incluir un retardo de actuación, de forma que, una vez se descargó, tenía unos treinta minutos hasta que fuese descubierto por el resto de hackers del centro operativo.
Simuló un ataque de tos, y salió. Kian miró en su dirección, pero siguió atento a las palabras que en ese instante pronunciaba Jessy.
Nogy salió del lugar y se encaminó a su vivienda. Miró en torno a los edificios e instalaciones nuevas que Parslik había levantado, transformando kilómetros de bosque. Y sintió una punzada de tristeza, pero siguió adelante. A él le gustaba el bosque. Había sido feliz allí hasta que ese aprendiz de mago empezó a cambiar los árboles por edificios. Era cierto que todavía quedaban muchos árboles, pero su estilo de vida había sido transformado junto con la vegetación y la tierra que la sostenía.
Llegó hasta su vivienda, que estaba incluida en un plan de remodelación. Le habían prometido una nueva, ultramoderna y dotada de todos los aparatos de última generación. ¿Y quién necesitaba eso? Habían huido de los territorios porque les gustaba la libertad, la vida silvestre. Y ahora, estaban en medio de un centro tecnológico de alto nivel. ¡Puaj! Sentía náuseas.
Paola ya le estaba esperando con un par de mochilas.
No se detuvieron. Ni miraron atrás.
Subieron a un vehículo todoterreno de tipo antiguo, de carga eléctrica lenta y sin elevadores gravitatorios. Un simple coche eléctrico con un pequeño ordenador interno y antena parabólica. Estaba pintado de camuflaje y tenía anchas ruedas.
Paola lo puso en marcha y recorrieron las nuevas carreteras de salida de lo que había sido su refugio en el bosque. Un par de grupos de jóvenes que llegaban desde territorios lejanos se cruzaron con ellos a los mandos de sus vehículos, atestados de equipaje.
Seguían llegando a cualquier hora, y el grupo inicial se esforzaba por acomodarlos convenientemente, para lo cual Parslik no escatimaba el poder de su invento.
Paola sólo les echó una leve ojeada, tratando de no rozar los coches, y pronto alcanzaron la salida.
Nadie les controló. No había ningún tipo de vigilancia fronteriza ni nada semejante. Simplemente, salieron.
Nogy miró su pulsera multiuso.
--Nos quedan quince minutos todavía --dijo.
--¿Y luego? --preguntó ella.
--En cuanto detecten el virus, tendrán que definir lo que hace, y luego tratar de remediarlo. No les será fácil, te lo aseguro. Mientras, el Consejo Rector de las Zonas habrá tenido acceso a toda su información.
Paola desvió la mirada de la carretera que ya discurría entre árboles y vegetación, y le miró melancólica.
--¿Cómo te sientes? --preguntó.
Nogy no contestó. En realidad, ni él mismo lo sabía.
.../...
.../...
En la sala de control del templo, James percibió la señal del sistema y dio un brinco, al tiempo que soltaba una exclamación malsonante. Kian llegó inmediatamente junto a él.
–¿Qué sucede?
–Nos han metido un virus –respondió James.
Los demás llegaron también a la consola. Otro de los encargados de los ordenadores se levantó y llamó por señas a Jessy.
–Es un virus –le dijo.
Los demás operadores informáticos no tardaron en dar la alarma a su vez. Ellos se volvieron hacia James.
–¿Se puede hacer algo? –preguntó Kian.
–Lo primero, tengo que saber qué clase de virus es, y qué áreas del sistema han sido tocadas.
–¡Pues a ello! –urgió Kian.
En la Zona Cuatro, Klaus estaba recibiendo en ese mismo instante un informe de su Departamento de Seguridad en su propia tablet:
“Recibida la transmisión de datos desde la insurgencia. Hemos volcado toda su memoria. Información total ahora disponible”
¡Vaya, vaya! El traidor había cumplido su palabra. Ahora tenían acceso a toda la información del territorio amotinado.
Se incorporó en su butaca y pulsó el interfono:
–Dory, llame al general Brain.
La voz dulce de la secretaria sonó a través del altavoz:
–Ahora mismo, Gobernador Klaus.
Ah, le encantaba esa voz. Y esa figura. Y la forma en que le nombraba: “Gobernador Klaus”. Metió barriga e hinchó el pecho. Sonaba maravillosamente. Se frotó el mentón sintiendo el tacto de su propia piel, pero imaginando que era de Dory, su secretaria. Con cierto esfuerzo, se incorporó de su butaca y se giró para mirar por la ventana de su despacho. Abajo había un patio donde vehículos policiales maniobraban camino del aparcamiento cubierto que estaba en los sótanos. Enfrente, un poco más allá, el edificio suntuoso del Banco Central, brillando a la luz de la puesta de sol en tonos rosados. Se sentía bien. Si conseguía apoderarse del invento, sería el hombre más poderoso de las Zonas Unidas. Nadie le discutiría. Incluso Dory le encontraría atractivo, sin duda: un hombre poderoso e importante.
Sonrió ante la perspectiva de ser tomado en consideración por la linda secretaria que, hasta el momento, se había mantenido en un papel pudorosamente profesional.
El interfono emitió su llamada suave y característica. Su dedo índice señaló doblado hacia él y el anillo multimedia lo accionó desde donde estaba, en pie, mirando al edificio imponente de enfrente.
–El general Brain ha llegado –dijo la dulce voz.
–¡Qué pase! –exclamó, exagerando un poco su tono de autoridad para impresioar a su empleada.
El general Nicholas Brain entró. Su estatura y su forma física quedaban realzadas por el uniforme y las tiras de colores que representaban otras tantas condecoraciones, algunas de ellas obtenidas a costa de ser herido de gravedad.
Klaus siempre se sentía un poco intimidado. Para disimular su corta estatura, se sentó en su butaca, cayendo sobre ella con un golpe que sonó demasiado fuerte.
En lugar de presentarse oficialmente, o de preguntar qué deseaba, el general adoptó la postura de descanso, con un brazo doblado tras la espalda y una sonrisa de superioridad. Sin duda el general despreciaba al gobernador. Y este lo sabía.
–¿No quiere saber por qué le he hecho llamar?
–Si desea decírmelo... Por favor –solicitó sin perder la odiosa sonrisa.
–Nuestro traidor ha cumplido. Tenemos toda la información Pásese por el Departamento de Seguridad y haga su trabajo –exclamó con innecesaria agresividad.
–Siempre lo hago, gobernador. Ya estoy preparado.
–Bien, cuanto antes, mejor.
Nicholas Brain salió del despacho saludando con un gesto de la cabeza, pero sin perder la sonrisa de autosuficiencia que tanto enervaba a Klaus, que escuchó cómo saludaba a Dory, y cómo ella le devolvía el saludo con mucha, demasiada amabilidad. ¡Pero si estaba próximo a la jubilación! ¡No era posible que le gustase! La chica era amable, eso era todo.
.../...
.../...
El general Brain volvió a su despacho, que estaba a corta distancia. Sacó de una caja fuerte un dispositivo electrónico y lo activó. Esperó unos minutos mientras el aparato buscaba la señal. Finalmente la captó, y un led se puso azul.
Entonces lo empuñó y habló:
–Aquí Punto Uno.
Esperó.
–Aquí Punto Uno –repitió.
Una voz distorsionada se escuchó desde las interioridades del aparato:
–Copiado. Aquí Komet. Repito, aquí Komet.
–Komet, aquí Punto Uno. Le copio fuerte y distorsionado. Con barbas.
–Copiado. Aquí Komet...
–¡Dejémonos de eso! Tenemos lo que queríamos. Ahora haz tu trabajo. Te enviaré los datos.
–Copiado. A trabajar. Aquí Komet, copiado. Orden recibida.
–Corto –dijo Brain con cierta suave condescendencia.
Sonrió. Aquellos infiltrados eran como niños jugando a la guerra, con su argot, sus claves y todo eso. Sólo le había faltado enviar un QSL (recibido, en código radiofónico).
Tras guardar el aparato en la caja fuerte de su despacho, salió en dirección al Departamento de Seguridad, tal como le había ordenado el gobernador.
El lugar distaba un kilómetro escaso. Decidió que le convenía un paseo. Hacía buen día, y el camino transcurría en un área de edificios oficiales, donde su uniforme condecorado no llamaría la atención más de la cuenta.
Soplaba una brisa caliente, que le hizo añorar los días en que disfrutaba de vacaciones con su esposa. Desgraciadamente, ese tiempo terminó cuando ella falleció. Desde entonces, el general se había convertido en una especie de monje guerrero, al estilo del lejano siglo XIII.
El Departamento estaba en la séptima planta de un edificio enormemente alto y lustroso.
Entró, subió y preguntó por el responsable.
Una mujer de unos cincuenta años que llevaba un peinado muy favorecedor y se mantenía esculturalmente obesa, gracias a muchas horas de dieta y danza gimnástica, salió de un despacho y le estrechó la mano:
–Soy Delmira Dastin, oficial encargada de la Operación Kevin.
–Mi nombre es general Nicholas Brain –saludó a su vez.
–Lo sé. Pasemos a mi despacho, general.
No pudo evitar valorar la figura, obesa pero muy sensual, de la oficial que caminaba delante suyo.
Una vez sentada ella tras la mesa y él en el asiento de cortesía, tampoco pudo evitar sentirse atraído por su grande pero bien proporcionada figura delantera. Ella lo percibió y sonrió.
–El gobernador Klaus desea que le pasemos esta información –dijo señalando a su ordenador, pero luego explicó–... La obtenida del sistema del territorio insurrecto, para que usted elabore un plan con sus puntos débiles.
–Por supuesto. Mi correo es generalbrain\=/xau.g.z.4.
La oficial Delmira lo tecleó directamente en su ordenador, y se entretuvo unos minutos dirigiendo los datos al correo del general.
El sistema de correo electrónico funcionaba como una web, en la que su titular podía manejar, editar y organizar lo recibido. El volumen de datos que la oficial estaba volcando en su correo era monumental, pero podía ser fácilmente asumido, sobre todo con una extensión .g.z, reservada a los altos cargos de las Zonas.
–Bien, ya está –dijo ella cuando levantó la mirada de la pantalla, sorprendiendo la del general sobre su escote. Volvió a escapársele una sonrisa, y Brain se enderezó en su asiento.
–Muchas gracias –dijo él, levantándose y saludando con cierta rigidez. Sin duda deseaba salir de allí lo antes posible.
Ella le vio cerrar la puerta y sintió cierta ternura. Toda la Zona Cuatro conocía la soledad del general. En aquellos momentos era un hombre que rozaba la ancianidad, si bien se resistía a caer en ella, y se mantenía esbelto y en forma. Pero su rostro delataba su edad. Unos pocos años atrás quizá hubiera sopesado la posibilidad de echarle los tejos. Ahora sólo sentía admiración.
Brain no perdió tiempo al regresar a su despacho, sacó el aparato electrónico de comunicación con su topo y le envió toda la información. Aquel misterioso Komet era hábil y sabría seleccionar los datos que le podían ser útiles.
Luego, él mismo se sumergió en el análisis de los datos que habían llegado hasta su correo, en busca de las debilidades del enemigo.
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Eso es porque encontramos natural que el líder sea un chico, y olvidamos que se escribió que Jessy era la líder. Bueno, en la versión ordenador, Jessy y Kian comparten liderazgo, cosa natural en ese tipo de sociedades un tanto ácratas.
Gracias por leerlo. Saludos.
En Parslankia, el territorio insurgente, James miraba fijamente la pantalla de su ordenador, mientras algunos otros hacían lo mismo en los suyos, en el centro de comunicaciones del templo.
Kian y Jessy estaban tras él, esperando.
–¿Y bien? –preguntó al fin, impaciente, Kian.
–Un puro desastre. Ese maldito virus ha jaqueado todo nuestro sistema.
Los dos líderes parecieron esperar más explicaciones, con expresión severa.
–Ha clonado toda la información y la ha sacado de aquí –prosiguió.
–¿La ha sacado? ¿Qué rayos significa eso? –exclamó Kian.
–Que la ha enviado a vete-a-saber-donde. Adivina –explicó Jessy, que lo había comprendido perfectamente.
–Ha conectado con un enlace y luego lo ha destruido. No hay forma de saber a donde –concretó James –. Tengo el código del virus, pero no nos sirve de nada. El mal ya está hecho.
Kian soltó un bufido y dio media vuelta. Jessy se despidió de James con un escueto “gracias” y le siguió.
–¿Para qué querrán esa información? –reflexionó Kian en voz alta, y el mismo se contestó:
–Para encontrar un punto débil por el que entrar aquí. Sus intenciones no son buenas –concluyó.
El grupo inicial se reunió en una sala solitaria sobre el centro de comunicaciones. Aquel templo tenía muchas estancias. Jessy y Kian expusieron las novedades a Carlos, Lisy y los dos científicos.
–¿Qué hacemos? –preguntó Lisy.
–Lo primero, depurar el virus –dijo Bansky –y sacar de él toda la información que podamos. Quizá les podamos devolver la broma.
–James lo duda –intervino Jessy.
–Pero hay que intentarlo, es de manual –. Parslik golpeteaba nervioso mientras decía esto.
–Vale, ya están en ello –. La chica miró melancólica a los demás. Toda una vida luchando por tener un lugar en el mundo, y cuando lo conseguía, o creía conseguirlo, el mundo entero se conjuraba contra ellos.
Komet se deslizó suavemente por las calles de Parslankia. Sabía donde tenía que ir, y tenía mucha práctica pasando desapercibido. Desde que llegó de territorio Mapache Pirata había tenido tiempo de familiarizarse con las calles, aunque los edificios sintetizados por Parslik eran de un diseño muy innovador.
Por suerte, entre toda la multitud de datos que habían volcado en su ordenador, se encontraba el dato fundamental que necesitaba: quién tenía y dónde estaba la ráplica del invento. Con ella en las manos, podrían conjurar la amenaza.
.../..."ráplica", en la penúltima línea.
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Y mucho mejor si conseguía también la original.
Llegó sigilosamente hasta la entrada del edificio donde vivía el custodio, como le llamaban. El primer inconveniente fue el sofisticado sistema de seguridad instalado en él. Como todo lo que se sintetizaba, era último modelo. Pero Komet había sido una buena elección, por sus conocimientos informáticos y de hacker y, con la información volcada en su tablet por el general Brain, fue cosa de paciencia.
Le costó, pero consiguió abrir la compuerta metálica. Se encontró con otra cerrada. Un rostro humano apareció en la pantalla. Sin embargo, la fijeza de su mirada le confirmó que se trataba de un avatar digital.
–¿Puedo ayudarle en algo? –preguntó el avatar, con una voz melodiosa.
–Sí, desearía entrar.
–¿Con qué motivo?
–Visita de cortesía –respondió Komet.
–¿Es usted consciente de la hora? Es muy tarde para visitas.
Estuvo a punto de decir que le estaban esperando, pero se contuvo a tiempo: seguramente, el ordenador domótico sabría que mentía.
–Mi amigo me dijo que podía visitarle –mintió.
–Si es tan amable de esperar, lo confirmaré.
El espacio era reducido y Komet se empezaba a enervar, lo cual, seguramente, era el objeto de la larga entrevista.
Al rato, un nuevo rostro, soñoliento, se asomó a la pantalla.
–¿Quién es? –preguntó. Pero inmediatamente le reconoció.
–¡Ah! Pasa. ¡Everet, abre! –ordenó al avatar.
Komet traspuso el umbral de la segunda compuerta tan pronto como se abrió. La escalera y los ascensores estaban al frente, modernos y pulidos.
Kian salió a recibirle al descansillo, y luego de estrecharle la mano, le invitó a pasar.
–Desde que llegaste de Mapache Pirata te has esforzado en coordinarnos con ellos. Justo ahora pensaba en eso, qué casualidad –dijo el líder de Parslankia.
–Esas cosa pasan. –Komet sonrió.
–¿Y bien? ¿Qué querías? –preguntó con un gesto seductor el pelirrojo.
Komet sacó el arma y disparó un haz desvanecedor.
–Esto, Kian. Olvídate de un romance conmigo –dijo para sí Komet, apartando su larga cabellera rubia de su rostro. Su ropa ajustada, que marcaba su figura femenina, había obrado el efecto deseado, despertando esperanzas en el chico.
Porque Komet era una chica. Una de las primeras en llegar desde Mapache Pirata. No le había costado nada entablar amistad con el vanidoso Kian.
Sí, la habían elegido bien.
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Como suponía, el invento estaba dentro de un perímetro de seguridad, pero, con los datos de que disponía y su habilidad de hacker, no le supuso ningún problema acceder a él. Lo guardó sujeto a su cintura bajo la ropa y se dispuso a salir sigilosamente.
No había recorrido ni tres metros cuando escuchó un leve pitido y sintió una vibración en la cinturilla del pantalón. Luego, una quemazón repentina y un destello de luz que se trasparentó a través de su ropa.
Alarmada, se levantó la blusa y comprobó que el invento había desaparecido.
“Maldito genio”, murmuró para sí.
Kevin Parslik estaba pensando, sentado en su sillón en su despacho en penumbra, con la ventana a su espalda, cuando un fogonazo iluminó la estancia. Se incorporó levemente, y dio potencia a la lámpara para ver qué había sucedido, aunque ya lo imaginaba. Lo había programado tiempo atrás.
Efectivamente, allí en medio estaba la réplica de la varita. Por sí sola había decidido que estaba siendo robada, y, de acuerdo a sus instrucciones, se había teletransportado junto a su inventor y programador.
Se levantó y la cogió del suelo. Debería poner una mesa en ese lugar, porque suponía que otras réplicas empezarían a llegar en poco tiempo. Quien hubiera intentado robar aquella, lo intentaría con las demás. Por suerte, era hombre previsor. Nadie podría adueñarse de ellas sin su consentimiento.
Efectivamente, en las siguientes horas, varias de las réplicas aparecieron sobre la mesa situada al efecto en el medio de su despacho. En el exterior, una nutrida guardia de pandilleros fieles permanecían vigilantes.
El grupo inicial se reunió poco después. Los dos científicos amigos, Bansky y el inventor, y los jóvenes, se miraban preocupados. Como de costumbre, fue Lisy la que rompió el silencio:
–Esos pendejos están jugando sucio –dijo.
–¿Pendejos? –Parslik la miró sonriendo interrogativamente. En el siglo XXIII nunca había escuchado esa palabra.
–Aquí les decimos así a los malditos que juegan sucio, son traicioneros y buscan el mal –explicó.
Carlos soltó una risotada:
–Sí, putos pendejos.
–¿Qué hacemos? –preguntó Jessy, sin aflojar su expresión seria y comedida.
–Está claro que no podemos fiarnos de ellos –intervino Kevin, a quien todavía le dolía el lugar donde le había impactado la carga desvanecedora.
–Clarinete como la aurora –convino Carlos.
–Introduje un comando de seguridad en cada réplica de la varita. Propongo ejecutarlo –dijo Parslik.
–¿Qué comando? –preguntó Bansky.
–Autodestrucción. Ya bastante difícil será controlar la varita original, como para ir tras cada réplica en todos los territorios de todo el planeta –explicó el científico.
Los jóvenes se miraron. Aquello podía terminar con sus planes de mejorar sus condiciones de vida.
–¿Destruirlas? –exclamó Kevin– ¿Ahora que empezábamos a vivir como personas? Me temo que los territorios no se lo tomarán bien.
–No se me ocurre otra cosa –dijo Parslik.
–Pues vaya genio –Lisy sonrió–... Esas varitas pueden ir a donde tú les digas, ¿verdad?
–Cierto, si les doy las coordenadas.
–Entonces escucha mi plan...
Carlos y Kevin impusieron silencio, revisaron todo el lugar para asegurarse de que no hubiera interferencias electrónicas, ondas portadoras, micrófonos ni ningún aparagto hackeado, y luego salieron a custodiar el exterior.
Una vez seguros de que su secreto no se violaría, Lisy expuso su plan.
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Sí, de nuevo se me ha colado un error.
La duda está en si Parslik desintegra o no al pandillero de Mapache Pirata que trata de robarles la varita, hace muchas páginas, cuando llegan huyendo de la Zona.
Saludos y gracias por tu lectura.
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Komet paseó por las cercanías de la vivienda de Kevin Parslik aparentando despreocupación, y le fue evidente que estaba custodiada. Los pandilleros más corpulentos estaban inteligentemente situados para impedir cualquier acceso. Se acercó a alguno de ellos, ante la sonrisa de superioridad de los demás, y trató de entablar algún tipo de relación, insinuándose y utilizando sus mejores armas, pero fue inútil. Aparte de recibir algún piropo, ninguno de ellos le hizo ni caso. La guardia era impenetrable. Aquellos chicos habían vivido en la calle o en el bosque y vivían en un nivel de realidad que les impedía engañarse respecto a sus coqueteos. Tuvo que alejarse de allí antes de que alguno empezara a hacerle preguntas incómodas como: “¿Qué buscas aquí?”, o “¿Quieres que llame a Kian?” Seguramente, a esas alturas, todos sabían que era una chica quien había intentado robar la réplica de la varita.
Además, si las varitas huían solas cuando las trataban de robar, la tarea se convertía en una misión imposible.
Necesitaba comunicarse con el general.
En la Zona Cuatro, el general Brain tenía informes de sus otros infiltrados. Una serie bochornosa de fracasos que habían llegado hasta su comunicador uno tras otro.
Miraba fijamente al aparato, esperando el de Komet y sin hacerse ilusiones respecto al resultado de su misión, cuando sonó el zumbido de comunicación.
–Brain –dijo escuetamente.
–General... La réplica ha desaparecido de mi cintura cuando ya la tenía en mi poder. Creo que...
–No siga, Komet. Ya sé la historia. Ese inventor loco habrá introducido un comando de protección en su programa. Sin embargo, todavía tiene la original, y creo que las réplicas. ¿Podrá robar alguna?
Dos segundos de silencio antes de la respuesta y Brain ya supo la dificultad de lo que pedía.
–Haré lo imposible, general.
–Hágalo, Komet.
Ni un “cuídese”, ni un “gracias de todas formas”. Komet, al otro lado del comunicador codificado se sintió como una pieza de un engranaje. Una pieza desechable. Prescindible. De pronto, volvió a ser una chica de un suburbio al que ningún habitante de las Zonas quería ir. Una chica que miraba de lado, bajando la cabeza, y que había aprendido a desconfiar de los hombres. Personas como el general, con su bonita vivienda y su uniforme limpio sólo trataban con ella porque les era útil. Un instrumento fiel y preciso, una buena ladrona.
Y, en ese momento, tras desconectar su comunicador, a escondidas en su vivienda, se dio cuenta de que, desde que estaba entre aquellos pandilleros, no se había sentido así. Se había sentido bien. Aceptada.
Guardó el aparato en su escondrijo y se maldijo a sí misma.
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Pasó las siguientes horas escudriñando en los datos que habían volcado en su tablet desde Zona Cuatro. Pero fue inútil: el inventor no había compartido su programa con el sistema. Sus secretos permanecían ocultos en su mente, que era el lugar más seguro.
Para entonces, Kian ya había revelado la identidad de la ladrona.
Carlos y Lisy caminaron hasta el lugar donde ella le había contado que vivía. Por supuesto, nadie la conocía allí. Todos los demás datos con los que había aderezado su biografía hasta conseguir seducirle, se revelaron igualmente falsos.
El grupo incial se reunió con los informáticos y se emitió una alerta que todos los aparatos informáticos de Parslankia mostraban al ser accionados, con un retrato robot de la frustrada ladrona en 3D.
James imprimió el pasquín y lo pegaron en todas las paredes del lugar, al viejo estilo. Nadie en Parslankia pudo ignorar el aspecto o la orden de búsqueda de la chica.
Eso la obligó a teñirse y cambiar su peinado. Y se tatuó con tinta resistente al agua hasta parecer una postpunky estelar, moda muy frecuente entre los pandilleros. La mayoría de su rostro formaba diseños oscuros que colaboraban a camuflarla. Su vida se volvió todavía más solitaria que antes, aunque le abrió el acceso a locales nocturnos que no había frecuentado antes.
Pero sabía que era cuestión de tiempo que alguien la reconociera, aunque apenas pisara las calles de día.
Parslik se encerró en su vivienda. Había querido mejorar el mundo y sólo había conseguido meterse en una pesadilla. Si destruía el invento, sería perder algo muy valioso, pero si alguien sin escrúpulos se adueñaba de él, sería mucho peor.
Se resistía a aceptar lo inevitable. A pesar del plan de Lisy, el peligro subsistía. Tenía todas las réplicas allí delante, sobre una mesa. Todas habían aparecido allí tras intentar ser robadas. Estaba claro que las Zonas no cejarían en su empeño. Podía destruírlas, o seguir las instrucciones de la joven Lisy.
Se sorprendía del ímpetu y la inteligencia de la chica. Con los medios adecuados, llegaría a ser alguien importante. Bueno, ya lo era. En parte, Bansky y él seguían su liderazgo desde el principio. ¿Cuál era el motivo? Quizá porque tenía algo que ellos dos, tan listos, no poseían. Valor. Valor e inteligencia, porque se jugaba su propio futuro y el de tantos y tantas como ella.
Se dio cuenta de que había olvidado por unos momentos su dilema. ¿Qué debía hacer?
Escuchó un golpe. Luego, ruidos indefinidos. Su despacho estaba aislado y protegido, así que salió a la terraza para ver lo que sucedía, y se quedó petrificado durante unos segundos:
Naves aéreas de guerra sobrevolaban la ciudad, disparando de vez en cuando. Abajo, los jóvenes corrían a protegerse.
¡Malditos, lo habían hecho al fin!
Cuando llegó al centro de control del templo, estaba vacío. Algunos ordenadores habían sido destruidos, y salía humo de varios rincones.
Volvió corriendo a su vivienda, pues era el objetivo obvio: venían a por las varitas.
Un grupo de soldados ya subía hacia su despacho. Pudo verles desde la entrada del edificio. Le habían tomado la delantera. No podría llegar a tiempo, de forma que sólo quedaba la opción de Lisy... o la destrucción del invento. Por suerte, siempre llevaba la varita original consigo.
La empuñó, y dudó unos segundos. ¿Cuál opción? ¿La de Lisy o la suya?
Ya llegaban a su habitación. El detector de seguridad emitió su sonido y su luz roja de alerta. No había tiempo que perder. Murmuró la orden codificada, la macro que desencadenaba el proceso. Una simple palabra, y todo estaba hecho.
Komet escuchó los disparos y supo al punto lo que estaba sucediendo. Aquel engreído y estúpido general había ordenado asaltar Parslankia. Si no tenía un as en la manga, era tonto sin remedio: las varitas seguirían las instrucciones de su constructor pese a todos los misiles y disparos. Quizá el plan era capturarlo y obligarle a entregar su invento... si es que no lo había destruído ya.
Tonto del culo.
Una ráfaga casi la alcanza. Se ocultó tras una esquina, pero la nave aérea se situó sobre ella y repitió su fuego. Pudo meterse en un portal y evitar las balas, pero las esquirlas de la pared rociaron su espalda. Por suerte, ninguna se le clavó. Eran simples cascotes, no metralla. Aquel cerdo la quería muerta. Quería tapar sus vergüenzas con su cadáver.
Sintió asco. Pero esta vez no de sí misma, sino del general y de lo que representaba.
Tenía que huir y ponerse a salvo, aquellos salvajes no dudaría en matarla.
.../...
.../...
Recorrió la pequeña calle donde se había refugiado, pero todas las puertas estaban cerradas. Ni una simple tapa de alcantarilla donde escabullirse.
De uno de los portales surgió un rostro brillante, de ojos encendidos, y le dio un susto de muerte.
–Señorita, no se asuste.
La voz era suave. Tras unos instantes, pudo procesar lo que veía. Sólo era un droide doméstico.
–¡Tengo que esconderme! –exclamó.
–Esconderla –dijo el droide, que no parecía de los más espabilados. Pero inmediatamente, le hizo una seña y salió a buen paso en dirección a uno de los portales.
Manipuló la cerradura de seguridad y logró abrir la puerta. La miró y la urgió con un gesto de impaciencia. Komet no perdió ni un segundo, y entró tras el droide, que cerró tras ella.
–Mi cuarto –dijo el robot.
La luz encendida automáticamente mostró un recinto amplio, dotado de un cargador universal de droides, una especie de soporte donde se conectaban cuando no estaban de servicio. Una de las innovaciones de Parslik, que había llegado junto con los droides materializados por su varita. No había muchos todavía en Parslankia, pero sí unos cuantos.
En el exterior se escuchaban las detonaciones y disparos de las naves aéreas.
Pero el droide no se limitó a refugiarla allí, sino que le señaló una escotilla brillante que cerraba un acceso en el suelo, junto a una esquina.
–Mi lugar de trabajo –dijo.
Sin comprender demasiado, Komet siguió al robot, que ya estaba abriendo el acceso. Una escalera se hundía en las entrañas de la ciudad. Entonces, cuando ya había descendido unos centenares de metros, comprendió:
–Tú eres de mantenimiento –dijo.
El droide alzó la vista para mirarla y sonrió.
La sonrisa había sido uno de los adelantos de la robótica. Incluso los droides con aspecto muy mecánico, estaban dotados de la capacidad de sonreír. Parece que los psicólogos humanos concedían mucha importancia a ese aspecto de la robótica.
–Sí, exacto, joven. Soy de mantenimiento. Y me llamo Rurke.
–Yo soy Komet –dijo ella, un tanto sorprendida de que el chatarra tuviera nombre propio. Chatarra era el apodo que se les daba en jerga a los droides, y, en general, a todos los aparatos electrónicos.
Siguieron descendiendo hasta alcanzar un subterráneo amplio: las infraestructuras de la ciudad. Ya no se escuchaban las detonaciones.
Unos pocos chatarra deambulaban un tanto desconcertados, pero les ignoraron. Rurke la guió durante varios kilómetros. Algunos operarios humanos se habían refugiado también allí, pero no hicieron preguntas. Bastante tenían con salvarse a sí mismos. Alguno de los operarios les saludó levemente, y Rurke correspondió a su saludo con un gesto.
Al cabo de un par de horas, Rurke le indicó una máquina. Parecía de provisiones.
–Descanso –dijo escuetamente.
Cuando se acercó, la máquina se iluminó y pudo distinguir lo que contenía. Conocía algunas de las raciones de supervivencia. Buscó en sus bolsillos, pero no tenía monedas.
–Son gratis. Aprieta el botón de al lado –dijo el droide.
Efectivamente, a un lado de cada opción había un botón naranja. Eligió varias raciones, que metió en los bolsillos laterales de su pantalón, y sacó también un café. Estaba bueno.
Rurke la miraba con curiosidad. Si no sonreía, su rostro era una máscara impenetrable. Pero su atención denotaba curiosidad, o eso pensó ella.
Se sentaron sobre el suelo.
–¿Dónde vamos? –preguntó ella.
–Lejos de los disparos. Esconderte, ¿recuerdas?
–¿Y allí?
Rurke la miró.
–¿Allí qué? Concrete su pregunta, Komet.
–¿Qué hay allí donde vamos?
La mandíbula metálica de Rurke se entreabrió ligeramente. Luego se cerró.
–Hay personas. Operarios, agua, alimentos... La ciudad estará en malas condiciones ahora. Vamos fuera de la ciudad.
Komet pensó que era un plan tan bueno o tan malo como cualquiera, en esas circunstancias.
–Muy bien, Rurke.
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Mientras tanto, en la ciudad, Kevin Parslik llegó junto a su amigo Steward Bansky, en el desolado edificio donde tenía su vivienda. No había rastro del resto del grupo inicial.
–¿Y los demás? –preguntó. Su amigo el informático se encogió de hombros.– Venga, hemos de salir de aquí.
Parslik llevaba una bolsa ligera a la espalda.
–¿Qué has hecho de las varitas? –preguntó Bansky.
–Luego. Ahora hemos de ponernos a salvo.
Las calles eran un caos. Los disparos habían cesado en parte, no totalmente, pero ahora soldados armados patrullaban por todos lados. Sobre sus cabezas, el zumbido de las naves aéreas, que permanecían quietas sobre los edificios, llenaba el aire.
Caminaron a buen paso, pero cuidando de no ser visibles, alejándose del domicilio del inventor, que estaba próximo al que había ocupado Bansky.
Pero no pudieron evitar que una de las naves les localizase. Sus aparatos de alta definición, controlados por ordenadores, reconocieron sus figuras, pese a las precauciones. Un altavoz atronó sobre el ruido ambiental:
–¡Profesor Parslik, ingeniero Bansky! ¡Deténganse!
–Esos ignorantes... No hay forma de hacerles comprender que no soy profesor de nada, soy doctor en Física –masculló Parslik, pero su amigo no pudo escucharle, con todo lo que les rodeaba.
Bansky le miró, como preguntándole qué hacer. La nave les había localizado y estaba sobre la calle donde se trataban de esconder.
El físico inventor sacó la varita de entre sus ropas.
–Me imaginé que pasaría esto... –dijo.
Bansky no tuvo siquiera tiempo de comprender. De pronto, un fogonazo de luz les envolvió, y, cuando se disipó, no había rastro de ruido ni naves, ni patrullas.
Por el contrario, escuchó cantar a una chicharra. Las estrellas estaban sobre ellos. Sintió cierto mareo.
–¿Dónde estamos?
–Lejos.
–¿Pero dónde? –insistió su amigo.
–¿Qué más te da?
–Me sentiré mejor si lo sé –respondió soltando un poco de gas de su estómago mareado.
–No podemos ir a las Zonas, ni alejarnos mucho del resto del grupo. Hemos salido de la ciudad. Lisy me habló de algo... Quizá ella esté por aquí. Con los demás.
La ciudad capital de Parslankia había sido construida sobre el bosque que rodeaba al templo antiguo, así que estaban en las afueras del bosque, donde se convertía en pradera, repleta de encinas, con matas bajas. Podían caminar con facilidad en ese terreno.
–El templo lo construyeron antiguos pobladores del lugar –explicó–. Las Zonas y los territorios les han ignorado. A sus descendientes, quiero decir.
Bansky nunca había oído hablar de eso. Estaba a punto de pedir más explicaciones, cuando unas figuras oscuras surgieron aparentemente de la nada.
Una de ellas se adelantó. Era evidente que llevaba un arma en la mano, incluso en la oscuridad. Alzaron las suyas.
–Somos Bansky y Parslik –dijo éste.
–Sabemos quienes sois. ¿Dónde está Lisy?
Entonces el 'genio' cayó en la cuenta de que no habrían tenido tiempo de salir de la ciudad. Si es que lo conseguían.
–Llegarán más tarde –aseguró, sin base científica ninguna para afirmarlo.
–Has huido sin ella. Cobarde –dijo la figura. La voz sonaba recia, como de un hombre muy fuerte.
Parslik bajó la cabeza. Era lo cierto. Ni siquiera pudo pensar en ella ni en los demás. El desconcierto había sido grande, y el caos total. Seguramente habían corrido en todas direcciones.
–Sí –dijo–. Lo siento. Volveré a por los demás.
–No.
El tono rotundo, frío, sin emoción, le sobrecogió. Luego, el desconocido continuó:
–Ella dejó instrucciones. Tu seguridad es lo primero. Y la de tus inventos. No te preocupes, sabrá ponerse a salvo. Yo la entrené. Venid.
Diciendo eso, se dio media vuelta y las figuras oscuras emprendieron la marcha. Los dos científicos se miraron, y luego les siguieron. ¿Qué otra cosa podían hacer?
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En la ciudad, todo era un caos. El inesperado ataque había sorprendido a Lisy en su domicilio, igual que a casi todo el resto del grupo. Pero ella sí esperaba un ataque, hacía tiempo. Estaba mentalizada para reaccionar.
Salió a toda prisa, tratando de no ser reconocible desde el aire, y se encaminó al bloque donde se habían instalado los demás. Estaba cerca. Cruzó una plaza en cuyo centro se había levantado un Monumento a la Libertad, y una ráfaga levantó las baldosas del suelo. Se detuvo a cubierto para evaluar la situación, y se percató de que las naves no disparaban a las personas que huían, sino a su alrededor: no buscaban una masacre, sino sembrar el desconcierto. Luego vio los cables por los que se descolgaban las tropas de asalto. Vio un par de comandos corriendo arma en ristre hacia donde vivía Parslik. Sin duda iban tras el invento.
Carlos cruzó en dirección a ella cuando la ráfaga cesó.
–Venga, he reunido a los demás –chilló, por encima del ruido.
La condujo hasta los soportales de una avenida, donde, tras una reja metálica entreabierta, pudo ver a Jessy. Entraron. Kian también estaba allí, y se apresuró a cerrar la verja.
El lugar era una especie de hangar, donde algunos vehículos tapados por lonas esperaban a ser necesarios para las tareas de la ciudad.
Se miraron ansiosamente.
–¿Y ahora qué? –preguntó Jessy.
Carlos y Lisy intercambiaron un gesto afirmativo.
–Ahora, la segunda parte del plan –dijo ella.
En una esquina del local había una escotilla de servicio. Carlos se esforzó en abrirla, girando la rueda que tenía, similar a la de los submarinos. Cuando estuvo abierta, se volvió y sonrió:
–¡Venga,! –les urgió.
No se hicieron rogar demasiado. Pronto, todos habían desaparecido dentro del conducto de mantenimiento.
Descendieron unos pocos cientos de metros por una escalerilla que hizo temblar de vértigo a alguno de ellos. Finalmente, llegaron a un corredor.
–Es el pasillo maestro. Conecta con la avenida principal y sale de la ciudad, hasta el perímetro del bosque. Ya existía bajo el templo, Parslik sólo lo modernizó –explicó Lisy.
Algunos grupos de operarios, sorprendidos por el ataque en el curso de su trabajo, permanecían a la espera, sentados en las instalaciones al efecto, o se movían hacia lugares que sólo ellos conocían. Quizá en dirección a su hogar, con su familia. Algunos droides de servicio vagaban siguiendo instrucciones igualmente desconocidas. Nadie parecía ocuparse nada más que de sus propios designios.
Llegaron a un recodo donde una chica y un droide estaban sentados en el suelo. Cuando les vio, la chica se puso las manos sobre el rostro como si estuviera desolada.
Kian sólo la miró levemente. En el preciso instante, Lisy le palmeó el hombro y le indicó un desvío.
–Por allí –dijo.
Siguieron caminando a buen paso.
Komet no podía creer la suerte que tenía: sin duda Kian la hubiera reconocido de no ser por Lisy. Había hecho bien en cambiarse de apariencia tras su sondeo entre la guardia.
Pero había sido una suerte encontrarse con ellos. Seguramente se dirigían a encontrarse con los científicos.
No sabía lo que iba a hacer, pero quizá ellos pudieran protegerla. Allí no tenía futuro ninguno.
.../...
Fin de la Primera parte, o algo así.
Esta narración ha llegado a un punto en que, o bien presento el resto de la trama completa, o bien se eternizará en una serie absurda de situaciones, simplemente para mantener la acción, de forma que suspendo su publicación hasta que termine la novela, y ya veré cómo os la hago llegar.
Saludos.
Un saludo