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Mikel echó un rápido vistazo a Linda, embutida en su impermeable naranja mientras ascendía los pocos peldaños hasta la escotilla cerrada, con su macuto cruzado. Su cabellera rubia, ahora recogida por la capucha del atuendo impermeable, delataba su ascendencia sueca, y su figura esbelta aparecía ahora mucho más rellena gracias al traje. Joanna sonrió al percibirlo y sacó un cigarrillo. La tormenta había dejado paso a una fina llovizna muy leve, aunque fría, y consiguió encender su pitillo.
–Esperaré dentro –dijo Mikel, y entró en el vehículo.
Linda se internó en la Estación Meteorológica Walker Dos, muy parecida en su distribución a la Sophia Uno, de la que acababan de llegar. Cruzó la estancia y se sentó en la butaca, que casi siempre permanecía vacía, pues los ordenadores se ocupaban de todo. Los operarios, Joanna y Mikel, habían dejado el panel de control abierto. La tapa y los tornillos reposaban sobre la mesa adosada. Su informe era veraz: los circuitos de Walker, lo mismo que los de Sophia, se habían fundido totalmente. El ojo dorado del ordenador permanecía ciego e insensible.
Pero ella conocía mejor esos ordenadores de Inteligencia Artificial que los operarios mecánicos. Se abrió paso entre los circuitos fundidos, cuyo olor penetrante llegó hasta sus fosas nasales, y alcanzó la caja negra: un rectángulo un poco más grueso y del tamaño de un teléfono móvil, y blindado para todo aquel que no conociese sus recónditos misterios. Como ella.
La doble protección aislante había saltado debido al elevado voltaje, evitando que los delicados circuitos de última generación fueran afectados.
Ella, personalmente, había diseñado esa protección, y, en su mayor parte, los propios circuitos impresos, así como el programa que les daba vida.
Se ajustó las gafas y sus delgadas manos maniobraron con sumo cuidado para liberar la caja negra de Walker de la carcasa del panel y, finalmente, consiguió extraerla. Seguían llamándolas cajas negras por pura tradición, pese a tener un color azul intenso. Las cajas negras de los aviones nunca fueron negras, tampoco.
Cuando subió al todoterreno del servicio meteorológico llevaba en su macuto impermeable las dos cajas que contenían todo cuanto habían sido Sophia y Walker. Todo cuanto ellos habían programado, y todo cuanto habían aprendido por su cuenta.
El todoterreno la dejó al pie del edificio central y desapareció camino de su garaje, con dos ansiosos operarios dentro cuyo mayor deseo por el momento consistía en una ducha caliente y un buen tentempié en la cafetería del complejo científico.