Me
matriculé en la Facultad de Medicina, y me matriculé como alumno
oficial. Nadie cuestionó en 'Chotis' mientras pedía más horas de
las mañanas para asistir a las clases. Petra me miró, atónita,
pero se mordió los labios y no replicó; no estaba por la labor de
‘entorpecer’. Veva, con su risita. Lupe se encogió de hombros;
todo le parecería fútil ante al magno acontecimiento de su boda.
Don Isidro gesticuló cómicamente, pero en su cara se podía ver el
asombro, el mismo que le causó el hecho de que ‘el criado’ de la
casa impusiera su voluntad sobre la trinca.
Pero
no le di importancia a mi nuevo triunfo. Estaba decidido a seguir mi
camino y no reparaba en obstáculos, y si los había no los veía.
Por tanto, ningún vanaglorio estaría justificado.
A
primeros del mes de octubre empecé a asistir a las clases. Me
levantaba a las seis, como de costumbre. Después de asearme, atendía
mis obligaciones en la tienda. A las ocho, cuando Don Isidro bajaba,
me lanzaba hacia la ‘selva’: Progreso, Magdalena, Antón Martín…
Por todos lados se veían obreros y vendedores ambulantes. Todo el
mundo de trafagones. Bajaba por Atocha. El aire era fresco. El ancho
cielo en lo más alto, el arbolado ocre. Estaba alegre, pero mi
alegría apenas era un gorrión que había hallado algo de comer. Me
costaba tomar decisiones y llevarlas a cabo, pero eso no me
importaba.
Fue
aquella una etapa movidita en 'Chotis'. Lupe se iba a casar el diez
de octubre y, aunque Petra lo aceptaba a regañadientes, ‘quería
por el bien parecer una sacramentación bárbara’. Desde luego,
toda la incoherencia vivía en la casa de los Salazar Bari.
Por
aquel entonces me preocupaba la amistad que el tendero dispensaba a
‘La Sevillana’. Todo empezó meses atrás. No le di importancia.
Conocía sus veleidades y lo inocuo, desde el punto de vista
pecuniario, de sus amoríos. Además, vivía encerrado en mí, sólo
atento a mis propias cosas, y no reparaba en el exterior. Pero lo que
estaba ocurriendo entre Don Isidro y ‘La Sevillana’ era tan
evidente que sorprendía.
‘La
Sevillana’ era una corista que actuaba en ‘Zaratoga’, cuasi
cabaré cuasi teatro. Su arte consistía en aligerarse de ropa: alta,
rolliza, vellos en bigote... No era fea y sabía sacar partido a una
opulencia que rebosaba. Sin ningún esfuerzo, caminaba con un
contoneo que hacía vibrar sus carnes fofas y almohadilladas y el
tontorrón del tendero la contemplaba extasiado, obteniendo ella
pingües réditos de tan rendida admiración Sostenían misteriosos
conciliábulos, cuchicheaban e intercambiaban palabras picantes al
tiempo que embriagaba al hombrecillo con su atmósfera de perfume
barato y exudación albañilera. Y el putón le iba detrás, haciendo
monadas cual perrito faldero.
Al
principio,
los dispendios hacia la rellenita ex corista del cupido hombrecillo
no iban más allá de una lata de conservas, un bote de leche o una
docena de huevos. Pero más tarde le despachaba hasta ¡5 duros! sin
cobrar. Y con los despilfarros de Don Isidro y su familia, 'Chotis'
estaba al borde de la quiebra. Naturalmente, no era yo el indicado
para poner orden en aquel maremágnum, y ni me importaba siquiera.
Aunque Don Isidro me había iniciado en el camino que seguía, no
estaba obligado a él. Sin escrúpulos me había explotado, y seguía
haciéndolo. Y de las tres señoritas, mejor no hablar, sólo recibía
de ellas un trato injusto. Porque esa tardía solicitud reaccionaria
era demasiado insólita para juzgarla como desinteresada. Es por eso
que rectifico y digo ahora que la pasión del tendero por
‘LaSevillana’ me producía más curiosidad que preocupación.
Esto,
desde la lejanía, obliga a pensar que el arcano del hombre es
indescifrable. Vivimos de reflejos, y toda clase de vicisitudes
depende de las circunstancias
Don
Isidro
era, esencialmente, un hombre ruin, y sin embargo un día dejó de
usufructuar mis propinas y se resignaba a que se me asignase un
sueldo, y esto se
explica porque era el instrumento con el que él ejercía venganza
contra los tres seres que siempre le habían despreciado. Era
sensual, pero tímido e irresoluto, y ‘la Sevillana’ debía
sustraerle la timidez y enloquecerle, hasta el punto de que podía
encresparse como un gallo con espolones. El infeliz debía sentirse
bravucón, y por esta petulancia le hubiese regalado a la ‘La
Sevillana’ 'Chotis' entero. No obstante, esa fue la primera vez que
se pasó de la raya. Le observaba, mientras la exhibicionista de
rompe y rasga aparecía por la tienda: lo atraía, jaquetona, con un
desplante de tetas, aperturas del muslamen, entre aberturas, aquí y
allá, y un revuelo de carnaza.
A
veces me decía que iba a visitar a don Teodoro. Desaparecía, por el
reto con su pasión senil, y toda catástrofe era previsible.
Una
noche, mientras cenábamos, Petra, con su desagradable y peculiar
americanismo, preguntó a su esposo:
____¿Asentó
ya la Banca tunanta en el saldo de mi haber la plata del préstamo?
Don
Isidro
guardó silencio unos segundos, y luego respondió.
____Ya
tengo yo el cheque. Mañana haced el favor de despachar en la tienda
alguna de vosotras mientras voy a cobrarlo. La que se decida, no es
necesario que baje temprano. El Banco está abierto hasta la dos.
____¡Bajaré
yo! –exclamó Lupe, de pronto.
____No
olvide vos que la plata la quiero íntegra –amenazó Petra. Tengo
que comprar a la Lupe la túnica casadera y una porción de
aditamentos –agregó.
____Ya
lo sé, Petra, ya lo sé…
Al
otro día, al regreso de la Facultad, entré en la tienda minutos
antes del cierre. Me chocó la actitud del tendero. Estaba como
atontado. Le dirigía la palabra y respondía con monosílabos, sin
mirarme y sin siquiera prestarme atención.
Le
vi sacar unos billetes de su cartera y a la vez meterlos en la caja.
Y luego empezó a deambular por la tienda, mientras yo me fui a
despachar a las últimas clientas.
Inmediatamente
después de cerrar, ya solos los dos en el local, me dispuse a hacer
el arqueo.
____¡¡Sobran
50 duros!! -grité.
____¿Cómo?
–contestó preguntando cuando llegó al mostrador-. Tienen que
sobrar 100. Los mismos 100 que cobré en el Banco esta mañana
–añadió.
No
obstante su aparente tranquilidad, en su frente empezó a aparecer un
extraño sudor…
____No
sé… No sé…' -me dije en un susurro, a la vez que quedé con la
mirada fija, como dudando…
Repasé
de nuevo todo, y seguidamente volví a sumar y verificar el contenido
de la caja.
____Sólo
50 –añadí, categórico, mirándole.
____¿No
te habrás equivocado en los cambios con esas últimas clientas? Yo
mismo deposité el dinero en la caja, a la vez que tú aparecías.
Se
metía los dedos en su mugriento cogote. Se ahogaba…
____Mire,
aquí están los tres cobros que hice, y ninguno de ellos llega a 4
duros. ¿Cómo iba a equivocarme en 50?
____Claro…
–dijo, con una voz tan aplatanada que daba pena.
Empero,
la intención de herir era tan patente que me resistía a pensar en
una maldad deliberada.
Entre
los dos miramos en todos lados. Miraba aquel cuerpecillo, aquellas
manos temblorosas... un aspecto que daba náuseas.
____¡¿No
es ya hora del yantar?! -se oyó, súbitamente, la voz de Petra,
desde el llano de la escalera que daba al piso.
____¡Es
que ha ocurrido una desgracia! –le dijo su esposo.
____¡¿Cuál
desgracia pues?!
____¡Faltan
250 pesetas de la caja!
____¡¿Qué
quéééé…?!
Un
rayo es lento para como bajó aquel esperpento.
Entre
los tres registramos todo el local del modo más estúpido, mirando
con nerviosa inspección en los sitios más inverosímiles.
____Ya
dije a vos que algún día tenía que acontecer –le dijo Petra a su
esposo, pero mirándome con retintín.
La
alusión y la mirada fulminante, no dejaba lugar a duda.
____¡¿Qué
tenía que acontecer?! -tercié, desafiante, utilizando su mismo
lenguaje.
____Vos
lo está viendo. ¡Esto! -me miró, con ojos acusadores.
Estaba
encendida, y sudorosa por el esfuerzo que acababa de hacer en la
infructuosa búsqueda. Entonces percibí una tufarada de axilas y de
pies. Sus ojos vacunos iban adquiriendo un brillo malévolo.
Reventaba de satisfacción por poder ser al fin grosera conmigo.
____¡¿Quiere
usted hablarme sin rodeos?’ –me erguí.
____Al
que pica, chili come.
____¡Por
favor, Petra! -terció, suplicante, Don Isidro.
____¡Ni
favor ni hostia! '¿No dejó vos la plata en la caudales?! ¡¿Y no
fue este roto el último que uñetó en ella?!
Mi
mano cogió una pesa de un kilo, que había en el mostrador, y la
lanzó contra Petra. Pasó a tres centímetros de su cabeza y fue a
estrellarse contra el escaparate, con gran estrépito de cristales
rotos y latas desperdigadas. Petra quedó unos momentos muda. Pero
se repuso y empezó a gritar:
____¡¡Asesino!!
¡¡Asesino!! ¡¡Vos sos asesino!!
Don
Isidro se puso en medio de los dos, con los brazos en alto,
moviéndolos.
____¡Petra,
Petra! ¡Por Dios, Petra!
____¿Qué
pasa? –preguntó, de pronto, Veva desde el llano de la escalera al
escuchar el alboroto.
____¡Alarma
a los guardias, pibita! -le dijo su madre, jadeando.
____¿Pero
se puede saber qué es lo que pasa? -insistía, mientras bajaba hasta
la tienda.
Al
llegar, Petra, sin dejar de mirarme, le contó a su hija en pocas
palabras lo ocurrido.
____El
gatito ha comenzado a enseñar las uñas, ¡eh! -y soltó su risita-.
Pero en cuanto a ese dinero, ¡no seas ridícula, madre!
____¡Avise
a los guardias, Veva; ahora se lo pido yo! –grité.
____¡Pues
claro! -terció la chilena, sonriendo, nerviosa-. ¡Aún se da aire
el mangón este! ¡Yo los voy a alarmar! –añadió.
____¡No,
Petra! –terció de nuevo Don Isidro, más nervioso aún que su
mujer.
____No
lo hagas madre. Es probable que después te arrepientas –le dijo
Veva, al ver descomposición en la cara de su padre.
____¡Cállense
ya todos! –Petra gritó y salió.
Por
unos momentos pensé que Veva, que quizá sabía algo, iba a
detenerla. Pero no. Los guardias aparecieron y les pedí que me
registrasen. Y esposado salí de la tienda. Don Isidro avisó a Don
Teodoro que a su vez llamó a un catedrático del Instituto y luego
los tres se fueron a la comisaría para deponer en mi favor.
Pronto
se me dejó en libertad. Pero salí con el espíritu gacho por tan
extraordinaria confusión. Había estado a punto de matar a una
persona. Si la pesa no se hubiese desviado, ahora era reo de
asesinato. Me daba miedo pensarlo. Un miedo irracional. Pero en lugar
de entrar en el quid de semejante brutalidad y ponerme en guardia
contra ella, intenté olvidarla, quitarle importancia Me aterraba
sólo pensar que tuviese que odiarme a mí mismo, que despreciarme a
mí mismo, pero relegué ese recuerdo al muladar de los actos
inconfesables a la vez que que dejé que flotasen las ideas nobles,
los movimientos generosos; en definitiva, toda esa apariencia
convencional con que ganamos la estimación ajena. Pero no caí en la
cuenta de que lo que realmente importaba era otra cosa: ese sedimento
de salvajismo que podía desatarse de pronto, ganar la superficie
barriendo todo lo demás.
Luego
de aquel agrio incidente, no quise volver más a 'Chotis', y a Dini,
colega italiano de estudios, le pedí por favor que fuese a la tienda
para recoger mis pobres enseres.
De
nuevo me hallaba sin recursos. Entonces busqué y encontré una fonda
módica, y allí fui a parar. Un duro diario. Todo incluido.
Compartía cuarto con tres huéspedes más. Era amplio, pero, aun así,
estábamos apiñados.
Sólo
habían dos camas, cuyas iban siendo ocupadas por riguroso orden de
antigüedad. El otro y yo, dormíamos en un asqueroso colchón sobre
el suelo. La higiene era nula; tufaba la atmósfera a colilla,
sudores y chinches. Las paredes se hallaban adornadas con esos
diminutos insectos zumbadores, despatarrados a golpe de zapato. Es
prolijo añadir que la comida era escasa y además mal condimentada.
Hice
poca amistad con mis colegas de cuarto. Uno de ellos era periodista,
que estaba tan delgado que casi se transparentaba. Tenía ojos
celestes, cara pálida y de lengua viperina. No escribía mal, pero
todos sus artículos se nutrían de habladurías bajunas y enconadas.
Debido a uno de ellos, le pegaron una paliza. Otro, fotógrafo del
‘Ya’, era un cínico de cuidado. Se había colado allí, furtivo
de no sé cuántas fondas sin pagar. Vivía como por arte de
birlibirloque, sin más fuente de ingresos que el sablazo, pero se
codeaba con gente de cierto relieve. Era un paleto con cierta cultura
y toda la marrullería aldeana. Un día después, cuando ya no estaba
en mi pensión, le vi por Princesa, trajeado. Pero no me sorprendió
su cambio de suerte. Una vez me llevó al Senado y vi que estrechaba
la mano a un senador, pero a eso no le di mayor importancia; para mí
toda esa plebe era de la misma calaña que mi vecino de fonda. Había
logrado no sé qué enchufe. Pero eso era lo de menos; tenía igual
talante de seguridad, de optimista desfachatez de sus años de
miseria. Si le hubiese sorprendido sableando, ni él ni yo nos
hubiésemos sorprendido. Poseía esa rara habilidad de los
malabaristas de la existencia y se dejaba llevar por ella con feliz
despreocupación, seguro e indiferente a la vez de su caída o
encumbramiento. Desde luego, hay ciertas personas que nunca cambian..
A
los otros huéspedes no los traté. Uno de ellos era cobrador de
tranvías o algo así. Pero nunca mediaba en las conversaciones y
sonreía reservón.
Uno
de aquellos días, algunos después de mi salida de 'Chotis', recibí
una visita de don Teodoro, que me habló más solemne que
nunca.
____Vengo
en misión harto penosa –éste fue su saludo.
____¿Qué
es lo que ocurre? –le pregunté.
____Don
Isidro me ha dicho que te suplique que vayas a verle.
____¡Estaría
bueno! ¡Ni muerto!
____Te
advierto que es un moribundo el que me lo ha pedido.
____¿Cómo? ____Desde
que saliste de 'Chotis', luego de lo que pasó, que por supuesto
apuesto por tu honradez, no ha vuelto a ser hombre. Cayó en cama y
ahora está con un pie en el otro barrio.
____Siendo
así, no tendré más remedio que ir. Pero no sé qué pinto de nuevo
en esa casa…
____Me
alegro que vengas, sobre todo por ti -hablaba
nervioso, lo que me hacía pensar que sabía algo más…
Cuando
llegamos a 'Chotis', en efecto, a Don Isidro le quedaba poco de vida.
Su esposa, sus hijas y su futuro yerno rodeaban la cama. Al verme, el
infeliz me envió una mirada de gratitud. En sus ojos pude ver que
estaba esperándome para contarnos algo. Y así fue.
____Ahora
que estáis todos -empezó, penosamente-, tengo que comunicaros que
Alex no cogió los 50 duros de la caja. Fui yo. Ahora no importa por
qué y para qué, aunque quizá Alex se lo imagine. Perdóname, Alex.
Me
cogió la mano y la apretó con las pocas fuerzas que aún le
quedaban. Después se quedó tranquilo, relajado, como si con su
confesión hubiese purgado todos sus pecados.
Petra
clavó los ojos en su marido. Rebullía, inquieta, conteniendo a
duras penas un deseo de arrancar de los labios del moribundo ‘lo
que Alex imaginaba’. Evidentemente, ignoraba las relaciones que Don
Isidro mantenía con ‘laSevillana’. Y ni falta que le hacía.
Pero tenía duda de Lupe y Veva. Podrían estar al tanto por Felipe
que se movía en los ambientes nocturnos. Pero nunca hablé de ese
asunto con ninguno de ellos. Ni con nadie.
____Alex
–dijo de pronto Don Isidro-. El negocio va mal. Y tú lo sabes. Ven
de nuevo y ponte al frente. Ten piedad de ellas. ¡Por Dios te lo
pido, Alex! –añadió, visiblemente fatigado.
Petra
lo miró con desprecio. Lupe y Felipe cruzaron una mirada de burla. Y
Veva, con un descaro indecente soltó su risita. Y ante tan
halagüeñas perspectivas, mi decisión era fácil.
Súbitamente,
Don Isidro empezó a respirar anhelosamente y sus dedos se iban
aflojando, y yo retiré mi mano de la suya. Pero de pronto, se
incorporó, envarado, con los ojos muy abiertos y, sin dirigir la
mirada a nadie, dijo:
____¡La
tien…da, Alex! ¡’Las de arriba’ no…! –y de nuevo cayó
sobre el lecho, se quedó rígido y dejó de respirar. Muerto.
Por
unos momentos pensé en mi padre. Probablemente por las palabras que
dijo a mi tía el día antes de morir. Pero regresé a esa
actualidad, y fui testigo de excepción del llanto extremoso e
hipócrita de Petra, de sus falsas muestras de dolor y del patatús
con que culminaban sus jeremiadas. Las hijas se llevaron sendos
pañuelo a los ojos para ocultar que no lloraban. Aquellas tres
ingratas señoritas recibían la muerte de su protector con glacial
indiferencia.
Don
Teodoro, sudoroso y con caminar rápido, llegó a los pocos minutos
de haber fallecido su amigo del alma.
____¡Tenía
una clase! ¿Comprenden...? -se disculpó, pero nadie le echó
cuenta. Ni le miraron. La sensibilidad era algo desconocido en aquel
hogar de pacotilla.
En
vista de lo cual, el profesor no dijo nada más. Sólo se acercó
hasta la cama, donde yacía el difunto, y lo besó en la frente, a la
vez que rezaba. Después se quedó en un rincón, cohibido, pero
circunspecto, a respetable distancia de la familia. En realidad, era
la única persona que había sentido la muerte de Don Isidro.
Y
yo, ante tan insultante panorama, no tardé en despedirme. Mi
presencia en aquella casa no estaba ya justificada una vez que Don
Isidro había muerto. Y como la indiferencia de los familiares
directos, frente a la pérdida de un ser tan allegado, me producía
desazón, traté de marcharme, pero en forma educada:
____Ahí
tienen mi dirección por si puedo serles útil en algo -dije, por
pura formula, a la vez que dejé un papel escrito en la mesa. Empecé
a caminar hacia la escalera.
Veva
me detuvo...
____¿Cómo
que si puedes sernos útil? Ya has escuchado la última voluntad del
difunto, y esta siempre se respeta.
____La
fetén -ironizó Felipe, terciando-. ¿A qué viene eso de la última
voluntad, si puede saberse? Un viejo que estaba dando las últimas
boqueás no era de fiar. ¡Digo yo! Si hace falta un hombre, aquí hay
uno, que no es manco, aunque esté mal que yo lo diga.
____¡Tú
lo que eres es un chulo asqueroso -le dijo Veva.
____¡Tú
sí que eres una chula asquerosa y además envidiosa! Mi novio no
tiene por qué callarse. De manera que tira por donde quieras –se
adelantó en responder Lupe, mientras Felipe sonreía.
____No
hace falta que riñan -tercié, asqueado, al comprobar que se estaba
fraguando una nueva pelea entre las dos. ¡Y esta vez ante el cadáver
de su padre!-. No pienso quedarme. Don Isidro
hacía
todo lo posible por que así fuese, pero ninguno de ustedes me
merecéis la pena –agregué.
Veva,
furiosa, me fusiló con la mirada...
____¿Pues
ya te puedes largar a la puta mierda! ¡Desagradecido, aprovechado,
hijo de puta, cabrón...!
Me
giré en redondo. Pero oí a mi espalda pasos presurosos. Era Veva
con intención de golpearme. Al mediar don Teodoro, recibió un
mordisco en la cara. Finalmente, Don Teodoro y yo bajamos juntos
hasta la calle.
A
los cuatro días, Petra se presentó en mi fonda. Su actitud era
humilde y conciliadora, ‘sorprendentemente’. Pero observé que se
esforzaba en dar a su voz un tono cordial. Para ella debía ser el
colmo de la humillación tener que suplicarle a un criado. Pero como
entonces, para no variar, estaba en situación precaria, sin dinero y
sin trabajo, sólo por estas razones, poderosas por otro lado, accedí
a regresar para hacerme cargo de la tienda.
Y
apañé
las cosas del siguiente modo: Felipe atendería la tienda durante las
mañanas mientras yo asistiría a mis clases, y Lupe le ayudaría.
Por las tardes, estaría yo. Se me asignó un sueldo de 20 duros al
mes, además del yantar, y cargaba sobre mí toda la responsabilidad.
Esta vez, y sabía por qué, no me convencía mi progreso. Felipe
ganaría igual que yo. Viviría en el piso, luego de casarse, aun la
amenaza de Petra a Lupe. Tal premisa era el quid de la componenda y
Petra debía aceptarla sin rechistar. Todo iba bien al principio. En
contra de lo que suponía, Felipe trabajaba con esmero y sin
‘distraer’ dinero de la caja. Su actitud cambió luego de su
boda, que se celebró en intimidad -más por falta de recursos
monetarios que por guardar luto al difunto- a despecho de Petra y
Lupe, a la semana siguiente de mi regreso a aquella nueva Torre de
Babel.
Felipe
era alto, de facciones correctas, pero menos guapo de lo que él se
creía. No era maricón, en el sentido peyorativo de la palabra, pero
sí era un poco femenino. Uno de esos sujetos que causan furor entre
las mujeres de ‘cierta clase’. Usaba camisa y ropa interior de
seda y vestía con elegancia rebuscada. Producía la sensación de
algo adornado, pero plebeyo. No era torpe ni era cobarde. Su listeza
la ocupaba en conquistas fáciles y en ardides para no trabajar; y su
valor, en bravuconerías. Además de todo eso, tenía una sandunga
hortera y sabía sacar partido a su parla nutrida en sitios
arrabaleros, y a algunos chistes, recogidos aquí y allá en momentos
puntuales.
Tan
pronto se vio casado, descargó en su esposa el trabajo que a él le
correspondía; ella no se quejaba porque veía en su marido un
dechado de distinción. Prevaliéndose de eso, se pasaba todo el
tiempo ganduleando y bromeando con las clientas de 'Chotis'. Salía
todas las noches y volvía a las tantas. Por este desmadre, descubrí
que sustraía dinero de la caja, y unas veces cantidades fuerte.
Decidí no decirle nada aguardando a pescarlo in fraganti. Pero la
pesca no se produjo. Y no esperé más. Antes que pudiera ocurrir,
abandoné 'Chotis'. Y esa vez para siempre.
Y
también por culpa de Veva. Desde que regresé, era cariñosa
conmigo. Habría preferido la Veva burlona, desdeñosa, irónica y
despectiva de antes. Me empalagaba su solicitud. Y lo peor era que su
madre le hacía palmas. Me resultaba odioso oírles cantar a cada
instante mis excelencias con ridículas hipérboles.
Siempre
vestía provocativa y todas las noches subía a cenar con su ropa al
descubierto dejando ver buena parte de sus encantos. Pero me mostraba
indiferente ante tan burda estratagema. Sin embargo, ella parecía no
darse cuenta.
Todas
las tardes bajaba a la tienda y se ofrecía para ayudarme. No me
sorprendía su entrega pero su compañía no me era grata. Parecía
una de esas grandes y pegajosas gatas.
Ya
dije anteriormente que era una mujer guapa y exuberante, y en la
tienda, encendida por el trabajo, y ardiente, cual animal en celo,
hubiese sido apetecible para el macho más exigente. Pero a mí sólo
me producía una invencible sensación de asco.
Una
de aquellas noches, en que como era costumbre en mí me hallaba
estudiando después de cenar, bajó a oscuras a la tienda, y de
pronto empezó a hacer un ruido entre las estanterías.
____¡¿Quién
anda ahí?! –pregunté, en voz alta.
____¡Soy
yo, Veva! ¡Mamá me ha encargado que le suba una lata de calamares
en su tinta, para el almuerzo de mañana! -gritó, al amparo de su
madre.
____¡¿Y
por qué no enciende usted la luz?!
____¡Veo
bien así! ¡No te preocupes! ¡Ya encontraré la lata!
Di
por buena su respuesta y de nuevo me concentré en lo mío. Pero,
pasados unos minutos, escuché quejidos.
____¡¿Qué
le ha pasado ahora?! –le pregunté, de nuevo, a la vez que salía
de mi cuarto.
____¡Qué
me he hecho un corte!
La
luz del local se prendía en la parte superior de la escalera de
acceso al piso, y junto a la puerta de salida a la calle. La claridad
que desprendía mi cuarto cortaba de cuajo la oscuridad, y Veva
estaba junto al mostrador, ‘sorprendentemente’ en la penumbra Me
acerqué a ella.
____¡Cómo
me duele! -dijo, melosa, apoyándose en mi hombro.
____A
ver -hice presa de su brazo, sin contemplaciones, y la llevé a mi
cuarto. Sonreía, mirándome.
Tenía
un pequeño corte en un dedo, en la cara opuesta a la uña, pero,
según la herida, parecía haberse hecho intencionado.
____No
es nada -le dije, y agregué-: échese un poco de alcohol y sanará
enseguida.
____¿Me
lo quieres echar tú?
____Voy
atrasado en mis estudios y no quisiera perder tiempo, pero si no hay
más remedio… -de malas ganas cogí el bote del alcohol, que estaba
en el primer estante. Después me acerqué de nuevo hasta donde Veva,
vertí unas gotas sobre una moña de algodón y la adherí unos
segundos sobre el dedo dañado.
____Ya
está. Y ahora, seguiré estudiando –me dirigí de nuevo a la
estantería, deje el bote con alcohol y regresé a mi cuarto.
____¿Estabas
estudiando? –me preguntó, de pronto.
____Sí
–respondí.
____¿Puedo
quedarme aquí contigo?
No
aguardó mi permiso. Se tiró de golpe en la cama, rechinando el
somier. Luego posó la cabeza en la almohada.
____Tiene
que ser aburrido estudiar, ¿no?
____No
–empezaba a enfadarme.
____Me
gustaría que me tuteases. Ahora eres tanto como yo, y serás médico
pronto. ¿Por qué no me tuteas?
____No
–respondí, con relativa calma.
____¿Es
que no te inspiro confianza? –seguía con preguntas.
____Es
probable –la miré.
____Lo
probable es que me tienes miedo –contestó, a la vez que soltó su
acostumbrada risita.
____No
estaría justificado –la amenacé con la mirada.
____¿Por
qué entonces no te acercas a mí? Yo no te voy a comer. No soy un
ogro.
____La
escucho perfectamente bien desde aquí –ya empezaba a estar harto
de tanta pregunta.
____¿Sabes
que has vuelto a esta casa porque yo se lo exigí a mi
madre?
____No.
Fue un impulso -se chupó con regodeo la poca sangre que salía del
dedo, a la vez que me miró con sus procaces ojos, bellos,
realmente-.
____Sí,
un impulso. Como esta herida –agregó.
____¿Es
que se cortó adrede? –quise confirmar mi sospecha.
Impetuosa,
se
levantó de pronto dejando escapar su furia.
____¡¿De
qué te sirve estudiar tanto?! -dijo en forma de pregunta y tras
lanzarme una mirada furibunda, salió de mi cuarto.
Días
después, cuando me senté a la mesa para desayunar, Petra me dijo
que Veva se encontraba enferma.
____No
está para hospital, y seguro que vos sabés boticarla.
Entré
a su cuarto con su madre. Pero ésta, so pretexto de hacer no sé qué
salió. Acicalada la hallé: pelo suelto sobre la almohada con
estudiada pose, labios rojos, rímel en ojos, colorete en cara. Se
quejaba, mimosa. Le tomé el pulso. Normal.
____Tenga.
Póngaselo en una axila –le acerqué un termómetro.
No
obedeció. Por contra, bajó despacio la sábana para ponérselo en
las ingles. Lucía camisón rojo, tan sucinto que dejaba ver las
bragas, rojas también. Desvié la mirada.
Pensé
que se estaba riendo de mí. Vería divertida mi actitud que
atribuiría al rubor.
Me
fui hacia la cocina, para hacer tiempo.
____¡Doctoooor
Aleeeeex, iuuuu! –me llamó, juguetona-. ¡Veeen! ¡Que poco
cariñoso eres con tus enfermos! ¿Es así cómo los vas a tratar?
____Eso
es cosa mía. Además, todavía no soy médico –repliqué cuando
entré de nuevo a su cuarto.
Luego
de recoger de su mano el termómetro y de ver y de leer la
temperatura, me percaté de que había refregado la parte del
mercurio. Marcaba 58 grados. Obviamente, inexistente.
____¿Tiene
usted calentura? -le pregunté, irónicamente, para así comprobar
hasta dónde quería llegar.
____¿Tú
qué crees? -se pasó por los labios la punta de la lengua.
____¡Le
ruego compostura, y como en realidad no tiene fiebre, regreso a mis
obligaciones! –me enfadé.
____¡Pues
yo me encuentro mal!
____¿Qué
le duele? ¿Dónde le duele?
____Aquí
–contestó, bajó de nuevo la sábana y empezó a sobarse un muslo.
____Entonces,
que le den friegas –desvié de nuevo la mirada.
____¿Me
las quieres dar tú?
____Que
se las dé su madre. Además, eso no es grave.
____¿Cómo
lo sabes?
____Todo
el mundo lo sabe.
____¡¿Es
que no me vas a examinar?!
____¿Para
qué? Usted no está enferma.
____¡¿Quieres
decir que estoy mintiendo?!
____Eso
parece.
Se
incorporó de un aparatoso brinco, encendida de rabia.
____¡¡Fuera
de mi cuarto, maricón!! -gritó.
Me
eché a reír, me giré y empecé a caminar hacia la puerta. Una
zapatilla de mujer se estrelló contra mi espalda, y unos insultos
femeninos, voz en grito, me persiguieron hasta la planta baja.
Como
todo
esto me resultaba insultante, empecé a buscarme un nuevo empleo que
me liberase de tan detestable cercanía. Los enigmas de las
deferencias de Petra eran ya tan claros, que no ofrecían dudas. Pero
yo no sentía atracción por Veva.
Cuando
yo terminé el Bachiller, Petra pensaría que con el tiempo podría
ser un buen partido para su hija. Creo que éste y no otro era el
único motivo del súbito interés de Veva por mí. Como era
autoritaria y déspota, lograría la aquiescencia de su madre, que si
en un principio la apoyaba de malas ganas, después le seguía el
juego. Veva tenía en aquel entonces veintiocho años y seguía
siendo una mujer guapa y espectacular de cuerpo, y también se
mantenía atenta, pero a medida que transcurrían los años, iba
perdiendo la esperanza de pescar un ‘señorito’ que colmase sus
ansias de figurar.
Al
inicio me tendría como en reserva, pero mi salida de 'Chotis',
dejaría en su ánimo todo un pozo de sobresaltos. Pero al verme
regresar, quería impedir por todo medio una nueva deserción Me
quería sólo para ella, sujeto bajo la soga más indeclinable para
un adolescente: la carne. Me vería fácil de moldear, y se había
precavido de mi pasividad poniéndome varias veces a prueba. Y mi
agresividad cuando el episodio de los 50 duros no dejó en su ánimo
más convencimiento que era un animal bravo, fácil, por eso, de
domar. Me supeditaría a su deseo y ahí estaría ella para
conseguirlo, cual domadora.
Primero
enseñaría el látigo y luego tendería la mano para que se la
lamiera, incluso creería que me sentiría afortunado por ser el
objeto de sus predilecciones. Mi actitud, reservada y huidiza, la
interpretaría como timidez, y quizá como el temor y el acato que un
criado debe doblegar ante los favores de su amo.
En
fin, se hallaba decidida a derribar el muro de mis indecisiones con
las únicas armas con las que le concedía eficacia su obtusa
mentalidad: el sexo. A la vuelta de los años, sería médico y ella
habría saciado su afán desiderativo de darse tono.
No
creo que en la mollera de Veva hubiese más intención que la que
acabo de exponer. Pero lo que ocurrió en aquella Nochevieja me
inclina a pensar si alguna vez me había amado...
Aun
noche tan señalada, luego de cenar me fui a mi cuarto para estudiar.
Felipe llevó a Lupe al Ritz, a disfrutar de un cotillón. A Pepi le
regaló Petra un pequeño lote navideño, y ésta, Veva y yo,
permanecíamos en la vivienda.
La
cena fue exquisita y cordiales las conversaciones. Felipe solía
tener unos prontos graciosos, y esa noche estaba especialmente
inspirado. Nos hizo reír a carcajadas.
Estaba
un poco mareado, pero no por haber bebido mucho, sino por la
diversidad que ingerí. Faltaban sólo cinco minutos para las doce,
cuando Veva se asomó al descansillo y me llamó:
____¡¡Alex,
¿no vienes a tomar las uvas con nosotras?!!
Me
sentía pesado y soñoliento, debido al alcohol y a la digestión, y
no podía estudiar con provecho. Por esto accedí, no gustoso, pero
accedí…
Ya
arriba, Veva sintonizó la radio, y después llevó a la mesa tres
copas con las doce uvas de rigor, y varias botellas, entre cava y
licores. Cuando llegó la hora, nos tomamos las uvas al son de las
campanadas del reloj de la Puerta del Sol, casi atragantándonos y
riéndonos. Petra me deseó suerte en el nuevo año y me besó y me
abrazó aparatosamente. Pero Veva aprovechó tan apropiada coyuntura
para besarme en los labios, lengua incluida. Y esa vez no sentí
ningún asco…
Bebimos
cava, coñac, anís, menta. Y me sentía bien. Todo se me antojaba
amabilidad en las mujeres. Veva tocó de nuevo la radio y sonó una
música lenta. Se acercó a mí, contoneándose…
Me
decidí, entre sonrisas. Ella guiaba mis torpes pasos: ‘así, así’.
Apretaba sus pechos, sus muslos, su cara contra mí, y yo tenía ya
una excitación nunca antes experimentada. Todavía no había
terminado esa pieza, cuando pudimos escuchar el timbre de la puerta
de la tienda.
____¡Sigan,
sigan! No se detengan; la mamá bajará a ver quién inoportuna esta
bárbara velada -dijo Petra, y enseguida se fue hacia la escalera.
____¡Qué
fatalidad, Petra! –oímos decir a una de las vecinas que solían
contarles los chismes del barrio a las tres señoritas.
____¿Qué
acontece pues?
____¡La
Almudena, de la casa 69, que está en las últimas!
____¡Jesús,
María, José! Ahora mismo arranco –subió la escalera rápidamente,
siguiendo recitando jaculatorias.
Llegó
hasta nosotros, que ya habíamos dejado de bailar.
____Mala
folla, pibes. Debo ir a llorar a la Almu, que está grogi. Pero no se
inquieten. Sigan, sigan. La mamá hará la vuelta lo más deseguidita
que pueda.
Quedamos
a solas los dos: la impureza y la castidad juntas. Veva ‘de aquella
manera’, con ojos de gata en celo. Y yo, turbado, y ‘mosca’
también por la extemporánea salida de Petra. ¿Acaso
premeditada?
De
pronto, volvió a sonar la música.
____¿Bailamos,
o…? –me preguntó Veva.
____Me
he venido abajo -me disculpé.
Me
sentía inquieto. Al fin y al cabo, sólo era un muchacho con poco
más de veinte años y sin más experiencia sexual que la fugaz y
puramente mecánica del burdel. Me había dejado llevar por Dini y…
Sucedió algo detestable, que yo me prometí que no volvería a
repetir. Sin embargo…
Veva
llevaba puesto un vestido largo de seda roja, transparente y muy
ajustado, cerrado por delante mediante una larga fila de botones,
algunos de ellos sin abrochar. Su actitud era resuelta, y su mirada…
se la pueden imaginar…
Me
cogió del brazo, decidida.
____¡Vamos
ya, bobo! ¿A qué esperar?
____Es
que Tengo que seguir con los estudios -respondí nervioso, no
obstante, deseoso. Y terriblemente excitado…
Sonrió,
dejando ver sus blanquísimos dientes. Sus negros ojos se clavaron en
los míos. Su cuerpo vibraba. Mi cuerpo vibraba…
____¡Vamos!
-repitió, lamiendo su boca mi cuello.
Sentí
que me envolvía una niebla densa y brillante, y no era sólo por el
alcohol. Mi sangre parecía arrastrar objetos luminosos y cortantes,
que herían con una extraña angustia placentera. Mis manos
temblaban, como en una sensación de desmayo. Y sus ojos estaban
allí, negros, profundos, pero llenos de luz a la vez. Me tambaleaba
el borde de su sima. Su rostro, desencajado de deseo, agolpaba sangre
en los labios. No dimos un solo paso. No hablamos. Inhiestos.
Quietos. Mudos... Su aliento quemaba mi cara con una ventolera de
pasión, y sus labios seguían trémulos, ávidos… No se oía ya la
música. Sus ojos, sus labios, su olor… Y aquella loca gravedad de
los cuerpos, aquel abrasador peso de ansiedad..., como estatuas
candentes, recién salidas del molde Y, de repente, sus besos
comenzaron a sorber la sangre de mis venas, como una ventosa. Veva,
mujer salvaje, violentamente desgarró mi pantalón, y mis partes
nobles crecían en sus manos y
más aún en su boca, como un universo. Finalmente, sin poder ni
querer evitarlo, mi sexo cayó cautivo en su sexo; y yo, todo entero,
borracho de alcohol, de pasión, de deseo, de placer, de inmenso
placer. ¿De amor? ¡No!
‘Luego’
quedó en mi boca un regusto desagradable. De nuevo, empezó a sonar
la música. La luz roja, la chorrera de botones, los muslos
degollados por las medias. Sentía un asco igual al del burdel.
Derrotado por el ciego imperativo de la carne. De pronto, el salón
se volvió oscuro, bronco. Veva, rojos los labios, seca la voz,
inyectados en sangre los ojos, gritaba, como un quejido:
____¡Alex…!
¡Alex…! ¡Más…! ¡Más…!
____¡Cállese!
-le chillé.
Ni
aun ‘así’ quería tutearla. Me vestí como pude, y salí del
salón. Me precipité escaleras abajo, sin mirar. Luego me puse el
abrigo, y las calles acogían al pecador. Pero no sabía si lo que
sentía era remordimientos, o me avergonzaba mi caída, deplorando la
de Veva, perversa hembra. Lo que sabía era que estaba aturdido y que
no podía evitar que el recuerdo de lo que acababa de ocurrir se
pegase a la piel como un algo viscoso. La humana debilidad pesaba con
una impotencia de siglos. La serpiente y la mujer habían vencido de
nuevo. Pero, en esa ocasión, la manzana era más apetitosa que
nunca…
Luego
de mis dudas, entré precipitadamente en un bar. Ya en la barra,
pedí, bebí y pagué anís y más anís, y coñac y más coñac. De
pronto, al oír un bullicio, salí a la calle; un río humano, que
avanzaba por la calle Carretas, me arrastró en su marea y me
desembocó en el mar de gritos, en el oleaje humano de la calle
Princesa. Borrachos, de ambos sexos y de las todas las edades:
hombres, mujeres, muchachos, muchachas e incluso ancianos y ancianas
me besaban y abrazaban, eructando bodrio y peleón. Una y otra vez,
me hacían beber a la fuerza, derramando vino en mi pecho, y bebí
hasta casi perder el sentido. Luego, alegre y desinhibido, berreé
con todas mis ganas. Y ya no pensé más en Veva. Aquel recuerdo
sexual lo había soterrado. La posibilidad placentera de la carne,
no. El goce que se puede sacar de ese conjunto de sangre, nervios y
músculos, no.
El
amanecer blanqueó las últimas estrellas. Un nutrido grupo gritaba,
ronco ya. Corría el río celeste de un nuevo día. Aparecían
ráfagas azules y violáceas, hasta que la luz adquiría un color
oprimente. Nos cruzábamos con gente con el pelo revuelto, pálida
debido al trasnoche y las libaciones. Caras desencajadas en las que
aquella luz violácea dejaba angustiosas caras de ahogados. Caras
ahogadas en el piélago oscuro de la noche, que poco a poco iban
siendo sacadas a la orilla seca del alba
Siguiendo
los consejos de don Teodoro, visité al catedrático que declaró en
mi favor mientras me hallaba detenido, debido a la ‘sorprendente’
desaparición de los 50 duros de la caja de 'Chotis'.
Era
un señor setentón; pulcro, versallesco y servicial. Vivía con su
esposa. Hablaba de ella con ternura. Hacía ya cincuenta años que
permanecían casados y parecía seguir queriéndose con un amor
inalterable. Me la presentó; una gran señora; iba vestida con un
traje negro, guarnecido de discretos dibujos. En todo el rato que
estuvimos juntos, sonreía apaciblemente. Toda ella era un primor.
Los dos eran unos oradores terribles; mientras el uno tenía la
palabra, el otro quedaba expectante, aguardando, sin duda, el momento
en que se detuviera para largar su contenida verborrea, y sin
embargo, increíble, se escuchaban complacidos Me miraban con ojos
purgativos, como diciendo: ‘perdone usted nuestra verborrea;
perdone usted, paciente muchacho’.
Cuando
me dejaron el uso de la palabra, les expliqué lo que de mi caso
podía explicarse sin mengua del decoro, y se deshacían en
condolencias. El marido me dijo que lo acompañase a visitar a un
primo suyo, propietario de una academia del Bachillerato. Llegamos
con tanta oportunidad que aceptó mis servicios como profesor,
asignándome un sueldo mensual de 60 duros. Y esta vez, sí sentía
que seguía progresando.
En
las mañanas seguía yendo a la facultad; y en las tardes, me
entregaba cinco horas a mi nuevo trabajo.
Desde
luego, mi experiencia como profesor no ha sido lo mejor que me ha
pasado. Resultaba agotador tener que luchar contra una panda de
chiquillos, desaplicados y revoltosos.
Apenas
terminaba en la academia, iba a cenar a una tasca de la calle de
Hortaleza, próxima a la casa en que había alquilado un cuarto.
Luego, me encerraba con mis libros y estudiaba hasta la madrugada.
Cuatro o cinco horas de sueño eran suficientes para reponer fuerzas.
A
los veinticuatro años terminé la carrera. No estaba totalmente
satisfecho de cómo había transcurrido esa etapa de mi vida; tan
enfrascado como estaba y tan tenso y, sin embargo, y ahora es cuando
lo comprendo , tan vacío.
Actualmente,
desde mi lecho de muerte observo mi vida oscura, como si hubiese
vivido bajo tierra, ignorando todo, cual gusano que pudiese pensar
que el mundo se reduce a la manzana que está royendo, sin sospechar
que hay otro mundo maravilloso, y sin presentir que lleva dentro la
mariposa que adquirirá lozanía al contacto con el reluciente sol de
la primavera.
En
todos esos años, era extraño el día que acudía a un cine o a un
sitio de recreo; puedo contarlos con los dedos de una mano y
sobrarían. Mi única diversión consistía en pasear los domingos,
pero sin entregarme a la belleza del paisaje, ya que siempre me hacía
acompañar de un libro; como una cruz sobre mis hombros, placentera
de llevar, pero ignorando que ya estaba haciéndose pesada y que
terminaría por aplastarme.
Soñaba
despierto con entregarme a la medicina, sanar el dolor humano, vivir
una vida apacible, rodeada de libros. Me llenaría mi profesión y la
ejercería con filantropía, y todavía me quedaría tiempo para
contemplar la Naturaleza.
Pero
a veces sentía una sensación de vacío, como si algo en mi interior
estuviese desencantándome. ¿Qué era entonces aquella ilusión que
moraba en mí? ¿Qué pirueta del azar quería la vida que yo
dibujase allí? ¿Qué posibilidad dejaba para lo imprevisto? No lo
sabía. Hasta que no llegó el momento, no sabía qué era 'aquello
tan inesperado' que estaba luchando por asomarse a mi inquietante
horizonte inédito.
Mi
sueldo en la academia, que nunca pasó de los 60 duros, sólo me daba
para comer y para pagar el alquiler de mi cuarto. Las penurias de
tiempo entonces, como antes en 'Chotis', obligaban a seguir llevando
una vida austera, que me causó perjuicios y que finalmente acabarían
conmigo. Me volví taciturno. No podía mantener relaciones con
nadie, me faltaba
tiempo, y degeneré de tal modo que más tarde me faltaba incluso el
deseo. Aunque nunca fui un petulante, veía anodinas las
conversaciones de los demás. No atinaba a comprender que en el
trasiego humano los primeros contactos se resienten, forzosamente, de
una falta de interés. Una amistad no es el cociente de una charla
puntual, pero como no comprendía esto, solo me condené al
aislamiento, preso en mis propios pensamientos; los que me causaron
serias secuelas, cuando, más adelante, liberado ya de los
perentorios cuidados de esos años, sostuve relaciones de amistad.
Siempre he parecido desconcertante, brutal casi, a todas las personas
que me han tratado.
El
amor no representaba ningún problema para mí. Soy hombre de
pasiones primarias, ya lo dije antes y, por eso, casto; casto y
violento como un animal en celo. Creo que el hombre primitivo debía
ser así, hasta que la civilización lo malogró convirtiéndolo en
un concupiscente animal racional, como un perro salvaje, en un chucho
faldero.
Yo
veía
el amor desde una óptica médica, y rechazaba toda esa parafernalia
amorosa con que se ve adornada una unión, para mí, puramente
fisiológica y sin más ringorrango que el instinto al servicio de la
conservación de la especie. Mi aparente templanza tenía cuatro
orígenes: los apremios de mis ocupaciones, que me impedían
concentrarme en temas amorosos; la brusquedad de mi idiosincrasia,
que ponía coto al mínimo indicio de amistad; la compulsión
ardorosa de mi alma bajo un pozo de amargura, que los años habían
ido dejando y, acaso, aquel sabor agridulce de algo intenso pero
brutal que me quedó de mi episodio con Veva. Cuando amé por primera
vez, el fuego que había en mi interior debía quemar la costra de mi
indiferencia y, con el paso de los años, la iría sacudiendo con la
fuerza de un ciclón. He vivido loco de amor, pero inexpertamente,
quemándome yo y quemando a los demás en mi incendio.
Algunas
veces pensaba en mi abuelo, que mató por amor; en la extraña
ternura de mis progenitores; en mi madre, que murió de consunción,
sin una sola queja en los labios; y en mi padre, que quedó muerto
sobre la tumba de su mujer, ‘sorprendentemente’ de muerte
natural: muerte de amor.
Todo
eso me desconcertaba. Sin embargo, a menudo pensaba si había algo
más allá de esa frontera de carne que era la mujer…
Huelga
decir que en la facultad hice pocos amigos. Durante los recreos, que
mis compañeros dedicaban a un merecido ocio, me refugiaba en un
libro, a falta de tiempo para estudiar. ‘Placer amargo, dulce
placer’.
En
todos
los años de estudio llegué a conseguir afectos sinceros y ácidas
enemistades, pero nada hacía por fomentar los unos, o evitar las
otras. Ignoraba si entre mis compañeros había alguno que mereciera
algo más que un saludo. Para mí no eran sino una copia de la
chiquillería de mi etapa en la academia. No obstante, en la
actualidad, algunos de ellos ostentan destacados puestos, y a menudo
salen sus nombres en los diarios, acompañados de significativas
fotografías. ¡Curioso! Mientras éramos estudiantes, sólo
destacaban por su 'peloteo' o su padrinazgo, y todo bajo un mismo
denominador de cierre de mollera. Los veía mendigar lecciones a los
más listos, contar chistes a los profesores, gallear a costa de los
relieves que habían podido sustraer de la bondad o del descuido
ajeno. Pero también los habían responsables, que machacaban las
materias en sus casas, como si golpeasen acero
puro.
‘Pero sin embargo eso, al final del curso, todos obtenían buenas
calificaciones’.
Sólo
una amistad mantuve en la facultad, una mujer: Luz. Me amaba y yo la
apreciaba. Quizá me habría propuesto matrimonio de haber
permanecido en la capital, luego de acabar mi carrera. Pero en
aquellos entonces mi cabeza no abarcaba esta clase de preocupaciones.
Dini,
que me había cogido cariño, decía de mí que poseía un extraño
atractivo para con las mujeres. Pero tal apreciación era, como
mínimo, gratuita, y mi fracaso sentimental lo confirma. Era alto,
atractivo, culto. Cierto. Pero de carácter reservado, incapaz de
pronunciar palabra insinuante a una mujer. En realidad, me hallaba a
mil años luz del más inoperante Don Juan.
Luz
también cursaba medicina. Ingresamos los dos el mismo día en la
facultad. Era la única mujer en nuestra clase, y sorprendía verla
allí. Quería especializarse en puericultura y cirugía. Quizás
esté ya casada y con hijos, en cuyos aplicará sus conocimientos
profilácticos. No. Elimino esto. Luz no se merece que diga eso de
ella. La observábamos mientras se encontraba en el quirófano,
manejando con soltura el bisturí sobre un cuerpo de goma; no se
distraía y admirábamos su entrega.
Luz
era una chica guapa con estilo: rubia, ojos verdes y boca con dientes
alineados, un poco separados, que, sin embargo, daban a la cara un
cierto hechizo de frescura e ingenuidad. Con piernas torneadas y pelo
abundante: cuerpo ¡oh! Vestía exquisitamente. Y por si todo esto
fuera poco, su familia gozaba de un envidiable estatus social y
financiero. Al principio, apenas si era para mí un compañero más
con quien cambiaba algunas palabras, pero los otros se disputaban su
compañía y siempre la veía rodeada de un montón de admiradores.
Nunca
llegué a saber
el
móvil que la llevó a que estrechásemos nuestras relaciones. Tal
vez mi indiferencia era lo más atrayente por descubrir... Y visto
así, ¿por qué no iba yo a embobalicarme, como los otros, ante tan
apetitoso bombón? Y esto era algo que pedía una urgente aclaración.
No
soy un petulante por decir que para Luz fueron mis primeros reproches
serios. Era lista e inteligente, pero no estudiaba gran cosa, y por
eso me pedía que le explicase algunos puntos de las materias que
cursábamos. La primera vez lo hacía gustoso, pero tanta reiteración
cansaba, porque de los estudios me llevaba a dar mi opinión sobre
infinidad de cosas, haciéndome perder mi tiempo. Pero no tardaba en
acostumbrarme a su voz cantarina y cálida, a las caricias de sus
ojos, de suavidad aterciopelada; al movimiento de manos, de dedos
alargados y casi translúcidos; al torrente de su risa, fresca y
espontánea; a su actitud, noble y sana... Durante un tiempo, caí en
la ingenuidad de creer que mi relación con Luz no tenía más
sustentáculo, ni más perspectiva que una amistad. Absurdo. Entre
gente joven, de igual o distinto sexo, aunque no comulgo con las
corrientes homosexuales, un buen porcentaje está abocado a ese
conflicto amoroso. Y esto es algo comprobado estadísticamente, sin
que nadie pueda decir lo contrario.
A
causa de mi poca frecuentación con mujeres, tenía, y pienso que no
he cambiado en esto, poca experiencia con ellas. Luz me sorprendía a
veces con unos enfados que llegaban a durar diez días. No me
preocupaba. Ya se le pasaría. Se me antojaba una de esas nenas de
espíritu vidrioso, mimadas; gente de vida fácil que nunca habían
sufrido miseria y que buscaba contratiempos, agigantando ridículas
minucias para acaparar la atención. Y en efecto, como no le hacía
caso, volvía a mí con docilidad. Pero el principal motivo de sus
enfados tenía origen en su empeño de que permaneciese en Madrid,
una vez terminada la carrera, para ejercerla, y mi negativa a pensar
siquiera en esa posibilidad.
Odiaba
permanecer por más tiempo en Madrid. No quería seguir pisando sus
calles, de tan ácidos recuerdos. Las calles de Madrid me dolían
como llagas. Que se quedasen mis otros colegas, los burguesitos
pimpantes, que abrirían consulta, deslumbrante en cristales y
niquelados, para dar caza a la estúpida alondra de la vanidad, que
se quedasen para mimar la gente rica y poner cara circunspecta ante
sus achaques, y auscultar sus carteras. Me iría a un pueblo andaluz
que tuviese un cielo y un campo amplios, y no un campo en conserva,
como Madrid, y un cielo encajonado cuarteado por los edificios, en
conserva también. Madrid era un parche azul enmarcado en cemento.
Sabía lo que le esperaba a un pobre como yo, que debía aferrarse a
la medicina para poder vivir. Conocía algunos médicos que vivían
en barrios periféricos, ocupados día y noche, sin ningún tiempo
para estudiar, ampliar conocimientos, destacar. Vivían fracasados.
Yo quería irme a un pueblo, en el que podía ser un alguien, y no
una rata más en las cloacas de la capital.
Pero
Luz no cedía. Su padre tenía influencias: la clínica de algún
ínclito médico, un puesto en hospital. Su padre tenía poder. Tal
vez.
Pero no podía comprar mi ansia de huir de Madrid. Madrid era el
cesto de los repartos, la humillación, el frío, la miseria, un
tumor pegado al alma. No precisaba a Luz. ¿Ayudarme por qué? No
quería volver a llevar la gorra servil y tender de nuevo la diestra
de las propinas difamantes. Quería empezar de cero. Había luchado y
sufrido para eso. Siempre había querido apartar de mi mente lo que
mi mente quería apartar. Y esto era algo que siempre lo había
conseguido.
Empero
tardé en percatarme de que Luz se había enamorado de mí. Parecía
increíble. ¿Qué clase de amor era el suyo? ¿Cómo el de Veva? No.
La miraba a los ojos: los empañaba el tejido de una ternura que
recordaba a mi madre. A veces era cariñoso con ella y sus ojos se
acunaban, pero los míos no se excitaban.
Muchas
mañanas,
sentados en un banco del patio de la facultad, repasábamos juntos
las láminas del cuerpo humano. Luz estaba a mi lado, con su
fragancia de carne joven. Los dos mirábamos los desnudos; ella
temblaba, y el rubor encendía su cara. Luego, quedaba pálida, pero
anhelosa; y yo, hermético, y sorprendido de un amor de tímidos
deseos. Luz también estudiaba medicina y no ignoraba nada.
Hablábamos de ello como entre hombres. Científicamente, pero como
entre hombres ¿Y luego? Claridad en su mirada. Y sobresaltos
también.
Veva
y yo, en la cueva oscura, unidos por el fuego del sexo y separados
por el hielo del corazón. ¿Y Luz? ¿Bastaban el azahar, los acordes
de la música y la alcoba de la virgen al amparo del sacramento?
Ciertamente me preocupaba. El amor y el corazón: tópicos. Y toda
esa charlatanería con respecto a la amistad, la comprensión e
incluso la respetabilidad... simple y llanamente: surperfluidades
literarias, requiebros de plumas partidistas.
Desde
mi inminente sepulcro, me
río y río yo ahora de este mi racionalismo, mi torpeza. Amo a una
mujer, y esta mujer está muy por encima de toda esa basca. ¿Absurdo?
¿Por qué si la amo? Y yo también estoy muy por encima. Yo, un
miserable, un cobarde, y hasta un rufián. Y la amo con todos esos
tópicos de amor, corazón y respeto, como un humano civilizado. Pero
con la carne también.
Pero
cuando conocí a Luz estaba lejos de comprender todo esto. Y la hice
sufrir, sin duda. ‘Por ti seré una desgraciada’, me dijo una
vez, y me dio pena oír eso. He sido egoísta, lo sé. He vivido en
mí, sólo atento a mi dolor, lo sé. No me ofrezco a los demás,
Cada uno con su carga de pesadumbre. Pero a Luz le hice daño. Y por
eso me siento reo en su recuerdo, con la misma desolación que me
acomete ver mi vida tan implacablemente vacía.
A
pesar de esto, creo que no me hubiese casado con Luz ni en el
supuesto de haberme quedado en la capital. No me gustaba su
ambiente,
y menos aún su dinero. No quería ser el marido de una mujer rica;
un marido de baja extracción.
Esos
burgueses inflados: hombres de grandes tripas y de nimias cabezas,
mujeres de pocas ocupaciones y de voluminosas tetas. Y sus retoños,
tan miserablemente vacíos. Es probable que esta opinión mía sea
parcial e injusta. Me faltan datos para juzgar, ya que mis contactos
con esa gente eran nulos. Pero la juzgo. Y la juzgo porque, en
definitiva, no era sino una proyección, en una escala más alta,
pero con los mismos resabios de la sociedad burguesa contra la que
topé en el pueblo donde fui a parar, después de mi salida de
Madrid. Una proyección exacta de aquel notario, aquel burgués,
aquel hombre bueno a la burguesa, que me venció. No, no puedo ser
ecuánime.
Cuando
acabamos el último curso, Luz y otros colegas estaban ensayando una
obra de teatro con la que iban a celebrar el acto. Me ofrecieron un
papel. No lo acepté. Ya hacía uno bastante el tirititero en la vida
como para además tener que subirme a un escenario. Por otra parte,
se suponía que un tipo como yo podía servir para cualquier cosa
menos para farsante. Por el contrario, accedí a asistir a un ensayo.
Y ese fue mi único contacto con esa gente que aparece y desaparece
en los ecos de la alta sociedad, con anuncios publicitarios de cremas
y mejunje para rejuvenecer el cutis, depilatorios de axilas y esos
sofisticados artilugios para mantener la línea.
Pero,
cumpliendo mi palabra, asistí, aunque forzado e incluso en una
actitud insolente. Lo sorprendente era que daba muestra en todo
instante de una serenidad de la que creía no era capaz.
Siempre
hay que ser insondables, caiga quien caiga. Ahora pienso esto.
Ese
ensayo se llevaría a cabo en la mansión de una escopetada dama,
‘mamá’ de uno de mis compañeros, del mismo o superior estatus
que el de los padres de Luz.
Luz
salió a mi encuentro, no bien me vio entrar a través de un largo
pasillo alfombrado. Estaba guapísima. Encajaba a las mil maravillas
en aquel marco ostentoso.
____Alex,
besa las manos a las señoras –lo primero que me dijo, pero casi
imponiéndomelo.
Me
molestaron sus palabras. Después de todo, yo no era uno de los
suyos. ¿Por qué entonces? Por un momento pensé si era para pasar
de contrabando. Pero en mi cabeza flotaba aún que hacía poco tiempo
manos como esas me daban propinas, que me veía obligado a aceptar
para sobrevivir. Pero tengo que confesar que entonces no sentía
ninguna idea reivindicadora de clase. Simple y llanamente, me
asqueaba todo aquello... doncellas con cofia, criados con librea,
chóferes, boato, aparatosidad, hipocresía…
Ahora,
en mi lecho de muerte, no sé definir mis sentimientos. Aquel fue uno
de los momentos más desconcertantes en mi vida. Me sublevaba aquel
insolente panorama.
Naturalmente,
no besé ninguna mano. ‘Las jactanciosas mamás de los flamantes
médicos’, con los dedos cargados de pedruscos keration
brutus
y en oro de 24 kilates, miraban con desdén mis pobres atuendos. Me
divertía pensar que para ellas la calidad de la persona era
inseparable del coste del traje. Entonces empecé a aburrirme. Estaba
como olvidado en un rincón, y forzosamente no podía ser de otra
forma, puesto
que con ninguno de aquellos 'niños de papá' había hecho amistad y
no les era grato mi trato. Aun así, me sentí firme, pero ni yo les
interesaba a ellos ni ellos me interesaban a mí; por lo tanto, nada
pintaba yo en aquella suntuosa mansión.
Y
después de todo, no se celebró ningún ensayo, lo que me hizo
pensar que era una burda escusa para organizar bailes íntimos y para
anunciar futuros enlaces y comunicados de la alta sociedad Sin
descartar, por supuesto, ‘ciertos devaneos de algún señorito de
turno, al que si era apellidón o banquero se le permitía todo,
sin siquiera ser censurado, achacando sus deslices a los vínculos
con la azul, o al cava'.
Las
mamás sonreían dichosas y meneaban las cabezas con aires altivos.
Todas las parejas hacían buena pareja. Y las casarían. Y a echar
hijos al mundo. Y a expandir la ramplona tradición…
Luz,
de tarde en tarde, se acercaba para hablar conmigo. Pero apenas era
requerida, se iba de nuevo. Aunque detestaba aquel ambiente, había
sido educada para desenvolverse en él. Y debía cumplir. Después de
la última visita que me hizo, paseé la vista y pude ver que había
algunas señoritas, todas ellas elegantes y con 'ropa de marca’; y
algunas, aunque muy educadamente, me miraban, entre curiosas y
admiradas. Posiblemente por mi pobre indumentaria o por mi físico.
Pero
llegó un punto en que ya no podía más y abandoné aquella casa. Y
la estúpida burguesía seguiría con su no menos estúpido caletre.
Luz
me alcanzó cuando estaba en la puerta de salida al jardín.
____¿Es
que te vas? -me preguntó, sorprendida.
____Sí
–respondí.
____¿Y
ni siquiera te despides? –ésta fue su segunda pregunta.
____¿Crees
tú quizás que notarán mi ausencia? –le respondí con ésa
pregunta
____Sería
una grosería de tu parte que te vayas así –me dijo, en un tono
casi molesto.
____Me
tiene sin cuidado. Y así corroboraré la penosa impresión que he
causado.
____¡No
tienes ningún derecho a decir eso! ¡Nadie te ha juzgado mal!
–finalmente, me gritó.
____Entonces
se han equivocado. Además de estúpidos, ciegos.
Me
giré en redondo y salí presuroso hacia la puerta de salida a la
calle.
Hasta
el lunes o el martes, no lo recuerdo, de la primera semana de
prácticas, Luz y yo apenas si cambiamos unas palabras, pero por pura
formula. Nos mirábamos como dos extraños.
Uno
de aquellos días, empero, en uno de los recreos me sentía obligado
a darle una explicación. Pensaba que no era culpable personalmente
ante ella, pero era reo del ‘gran delito’ de haber atropellado
sus convencionalismos sociales. Pero en cuanto a mis resquemores, los
veía tan desproporcionados que me daban risa.
____Fue
una estupidez, lo reconozco -le dije, después de romper el hielo-.
Pero hiciste mal en llevarme a un ambiente que no era el mío. Me
encontraba desplazado.
____No
sabía yo que eras tan soberbio.
____Y
no lo soy, pero hay algunas cosas que repugnan al buen sentido.
Llevarme a tu escala es como vestir a un paleto con chaqué –le
dije-. Además ciertas complacencias proletarias de tu clase no
acarrean a los favorecidos sino un gran ridículo o una gran
humillación –añadí.
____Pero
tú eres lo suficiente inteligente para estar por encima de esas
insignificantes pequeñeces de mira.
____Y
ellos son lo suficiente estúpidos para juzgar la calidad de la
persona por el apellido, el atuendo, o el saldo de su cuenta
corriente -y agregué-: sé que no me comporté bien y que por
respeto a ti debí haber obrado de otra forma, pero debes admitir que
pecaste de tacto, al menos hasta no haberme comprado un
traje
igual o mejor que cualquiera de los que vi en tus amigos -y
terminé con ésa ironía.
No
me respondió, pero ya nos habíamos emparejado, luego de asistir al
último examen. La facultad se iba quedando solitaria. Los
estudiantes rezagados la iban abandonando poco a poco. Un bedel,
cachimba en boca y derrengado sobre la jamba de una de las
puertas de la salida, me saludó cordial e incluso amable. Sin duda,
me confundiría con otro.
____¿Y
cómo podías pensar que quería humillarte? –me dijo, de pronto,
en forma de pregunta.
Quise
responder, pero se volvió hacia mí y me besó en la boca. Y ese
beso, obviamente, era más pasional que testimonial.
____¡Luz!
–exclamé, sorprendido.
Pero
antes que pudiese superar la sorpresa, ya había empezado a caminar:
cabeza gacha y cara ruborizada.
Sí,
el recuerdo de Luz abre mi alma a un oasis de ternura. Ella, Pepi, y
mis padres, por supuesto, allá a lo lejos, como un retazo de sol en
los años jóvenes, en que uno nada comprende. Amor fue lo que me
dejó Luz en su primer balbuceo amoroso, como algo delicado, como
rosa roja. Mi madre solía decirme: ‘guarda celosamente el recuerdo
de la mujer que te haya amado que es el mejor regalo que jamás
recibas’. Y era verdad. Mi madre tenía toda la razón.
¡Pero
tú abrasaste mi amor! ¡Tú tiraste la rosa en el volcán! ¡Tú
estás consiguiendo que odie mi ansia de amar!
Ahora
pienso en ti. ¿Dónde estarás? Era duro contigo y blando también.
Tú lo ignoras, pero acaricio tu recuerdo con mi único ademán
embebido; único ademán de triste rosa roja. Pero tenía que ser
así, Luz. Estaba escrito.
A
veces, sin esperarla, recibía la visita de don Teodoro. A mi lado se
sentaba y hablaba sin parar, respondía con monosílabos, sin
prestarle atención, repasando mentalmente mis lecciones. Pero
insistía, una y otra vez, en sus méritos, sus conocimientos, sus
capacidades y su experiencia para impartir la enseñanza…
Una
de aquellas mañanas vino a visitarme. La expresión en su cara no
podía disimular la frialdad de un hombre fracasado que no tiene más
fuente de gozo y amargura que el regodeo de sus propias miserias.
____Vengo
en triste misión.
Me
puse en guardia. Siempre que aparecía así y me hablaba así,
solemne y enigmático, no era para nada bueno.
____¿Qué
ocurre?
____Pepi
–respondió, con una parquedad inusitada.
____¿Qué
le pasa? -le pregunté, empezando a preocuparme.
____Se
encuentra enferma. Me ha enviado un recado pidiéndome que venga a
decírtelo.
____¿Muy
enferma?
____Está
ingresada en el hospital de las Hermanas de la Caridad
____¿Desde
cuándo?
____Hace
un mes. Está tuberculosa, ¿comprendes…? Y según los médicos, le
quedan pocos días de vida.
____¿Y
cómo es que usted no me ha avisado antes?
____No
lo sabía -se escudó-. Ya te dije que 'Chotis' había dado en
quiebra, y que Petra, sus hijas y la pobre de Pepi desaparecieron del
mapa. Y de Pepi no he vuelto a saber de su paradero hasta esta
mañana. ¿Comprendes…?
____Vamos
–le dije, a la vez que cogía mi chaqueta.
Mientras
íbamos caminando me contó, por enésima y una vez, el cierre por
quiebra de 'Chotis'. El principal culpable había sido, naturalmente,
Felipe, pero las tres señoritas contribuyeron en gran medida. Según
el profesor se acababa de enterar, Veva se había tirado a la
prostitución, y estaba hecha una pena. Lupe y su madre pedían
limosnas, ejerciendo su labor de pedigüeñas en Cuatro Caminos. A
ése respecto, Petra le había dicho al emisario Don Teodoro, con su
odioso americanismo: ‘toda cosa es bárbara para yantar antes que
el indecoroso lastre de laborar’. El chuleta de Felipe había
desaparecido. Y la pobre Pepi no dejó a sus amas hasta no ser
reclamada por una ama más inflexible, pero quizás más piadosa: la
muerte.
Apenas
una semana más resistió. Iba a verla todos los días. Me sentaba
junto a su cama, le tomaba el pulso, le hablaba. Ella no abría los
labios, pero me miraba, rebosante de gratitud. Estuve a su lado hasta
su último aliento. Las miradas de sus cálidos ojos se posaban en mí
con una expresión tierna. No podía hilvanar palabras mientras
agonizaba. La emoción había paralizado mi cerebro y mi garganta. El
último día de esa semana, caída ya la tarde, se incorporó, de
pronto, cogió una de mis manos, la besó y la retuvo, en un gesto de
bondad. La agonía de la muerte le dio a la vida la última
oportunidad de hablar, y Pepi la aprovechó para decirme, con voz
firme, pero apagada:
____Pronto
será usted médico, señorito Alex...
Soltó
la mano y quedó quieta y rígida. Muerta.
Aparte
de mis llantos de la niñez, esa fue la única vez que lloré como
adulto. Y lloré con ternura; la ternura que había podido arrancar
de la persona que acababa de morir. ‘Cuando se nos muere un ser
querido, es cuando más necesitamos creer que hay cielo’, pensé.
Aquel inmaculado ángel, con cara y cuerpo de mujer, no se merecía
tan horrible final. ¡Y sólo tenía veintiséis años!
Los
recién casados entraban en el vagón del tren cuatro horas después
de que saliésemos de Madrid. La novia representaba más edad que el
novio: ¿treinta y pocos, quizá? Vivían en no sé qué pueblo de
Ciudad Real, y se dirigían al Sur, en luna de miel. Ella, parecía
una aldeana con resabios de señorita marisabidilla. Su físico era
vulgar: estatura baja, gruesa, cara ancha, poco pelo ojos
inexpresivos y boca con labios finos. Él tendría alrededor de
veintidós: alto, rubio, manos callosas, y su cara delataba que era
algo infantil. Parecía ahogarse dentro del traje azul marino, poco
holgado para su desarrollado tórax. A cada instante se inclinaba
sobre su esposa, rendido a ‘sus encantos’.
____¡No
seas imbécil! -le increpaba.
Empecé
a sentirme molesto. Aquella impertinente mujer le hacía advertencias
‘¡no hagas esto, no hagas lo otro, no te pongas así, no te pongas
asao!’. Y cada frase la acompañaba con insultos. De pronto, seguro
que era para dejar descansar la lengua, se enfrascó en la lectura de
una revista, mientras el joven miraba con cándido sonreír el techo
del vagón, cubierto de hollín.
También
yo
me iba distrayendo, leyendo un periódico, y así iba matando el
aburrimiento de las horas de viaje.
El
traqueteo del tren pespunteaba el silencio. Pasaban rápidos los
palos del teléfono y la electricidad, y subían y bajaban los
cables, culebreando en el paisaje. El vaivén iba acunándome y las
ideas llegaban soñolientas a mi cerebro, desparramándose en él,
como la ola cansina de la canícula sobre la playa. Pensaba que quizá
era una paleta rica que había aceptado como marido a aquel gañán,
ante la amenaza de la soltería. Y lo pensaba con obstinación
sintiendo que las ideas se escurrían como libro entre dedos, torpes
de sueño. Viajábamos a pleno día, bajo un sol de sentencia. Las
ventanillas de nuestro vagón iban semi abiertas, y las cortinillas
que tamizaban los rayos solares, sumían nuestro compartimento en un
ámbito sofocante. El meneo del tren, que empezó a deslizarse por
una pendiente, zarandeaba los cuerpos como muñecos. Flameaban
cortinillas dejando pasar a intervalos chorros de luz que mostraban
el paisaje entre guiños. Se caían mis párpados sobre mis ojos.
Volvía a subirlos, haciendo un gran esfuerzo, como si quisiera
levantar una pesa de diez kilos con mano sin nervios ni músculos.
‘Por eso le humilla y le desprecia’. Las ideas se pegaban a mi
mente como las patas de las moscas en una de esas tiras glutinosas de
papel cazamoscas. ‘Porque él representa el recuerdo enojoso de sus
petulancias desvanecidas, del novio que se burló de ella, del
señorito que la dejó plantada’. Todos esos pensamientos
revoloteaban en mi interior, hasta que acababan por escapar cual
bandada de pájaros. Quedé vacío. En mis oídos sólo sonaba un
frufrú agitado.
De
pronto me zarandeaban, sin escrúpulos.
____¡Billete!
Ante
mí,
el revisor, con esa estúpida expresión de no haberse saciado aún
de interrumpir el sueño fugaz del viajero. Lo suyo era picar, y poco
más debía importarle.
Despierto
ya, repasé lo que había pensado y, como un reflejo, me vino a la
mente Luz, que no me habría echado en cara su dinero, pero que lo
tenía, y tenía además una educación y unas relaciones diferentes
a las mías. Me hubiese sentido, como mi vecino de viaje, en una
situación embarazosa.Peropienso
que yo tenía la sensibilidad que a él probablemente le faltaba. No
hubiese podido soportarlo. Y todo esto contribuía en alegrarme de no
haberme apeado del tren cuando aparecían mis dudas…
Luz
me había acompañado a la estación, y en todo el rato que
permanecíamos en el andén, hablábamos de trivialidades. Hasta que
sonó la señal de salida...
____¿Me
escribirás? -me preguntó, anhelosa.
____Desde
luego -respondí, casi indiferente.
____¿Cuándo
regresarás? –me preguntó, de nuevo.
____Ni
idea –contesté, en el mismo tono anterior.
En
ese instante, puse el pie sobre el estribo del vagón y a la vez
tendía la mano hacia Luz, quien, tartamudeando y nerviosa, me cogía
el brazo y me decía, en una exclamación:
____¡Alex,
por fa…vor! ¡No… te…. va…yas…!
____Pero… ____¡Al
menos, no te vayas así! ¡Necesito que me digas…!
Sus
palabras eran
interrumpida por ruido del tren. Un chirriar de hierro y un crujir de
madera lo recorrían de punta a punta, como un escalofrío.
____¡Por
favor, Alex! ¡Te quiero…! –añadió, de pronto.
El
vehículo longaniza empezaba a ponerse en movimiento.
Luz
daba
unos pasos seguidos, sin dejar de hacer presión sobre mi brazo.
____¿Ya
no me tienes miedo? –le pregunté, súbitamente.
Ignoraba
por qué razón le hacía ésa estúpida pregunta, tras la que, sin
duda, se esponjaba la vanidad de una persona amada.
____¡No,
no te tengo miedo, pero estaba convencida de que ibas a labrar mi
desgracia! –respondió.
Pero
de pronto, aflojaba los dedos y soltaba mi brazo. Al poco, el tren
empezaba a alejarse.
Luz
quedada clavada en medio del andén, mirando desde sus bellos ojos,
llenos de lágrimas. Entonces, traté de luchar contra un
sentimiento. No lo logré e inicié un movimiento para bajarme del
tren. Pero parecía que una mano férrea frenaba mis piernas. Miré
atrás. Luz estaba en el mismo lugar, levantada la mano con un adiós
que me apenaba. Flameaban pañuelos, y la imagen de Luz se iba
desvaneciendo entre una masa informe. De repente, el tren realizaba
una pronunciada curva a la derecha. Ya no veía a Luz. La había
perdido. Y la había perdido para siempre.
No,
no le escribiré’. Pensé mientras iba hacia mi compartimento.
‘¿Para qué? ¿Por qué? Mi capacidad de torturas no llega a esos
extremos. No quiero abrigar falsas esperanzas’.
Ya
en mi vagón y sentado en mi asiento, comencé a sopesar los pros y
los contra, por supuesto bajo un criterio egoísta, y no era
precisamente una relación amorosa lo que entraba en mis planes en ese
entonces. Sabía que las cosas del querer pasaban factura. ¡Y bien
que lo sabía! Pero eso no me importaba en ese momento.
Seguía
firme y decidido. Intentaba persuadirme a mí mismo de que nada iba a
detenerme ya. A través de la ventanilla del vagón se podía ver el
campo, y esa imagen me reconfortaba
Llegamos
a Sevilla con un retraso de tres horas sobre el horario previsto. El
calor era asfixiante; fuego puro subía desde el suelo. Un autobús,
viejo y destartalado, que repartía los viajeros, tenía su penúltima
parada en el apeadero de partida de otro que era el mío. Pero ya
hacía casi dos horas que había salido. En vista de lo cual, dejé
mi equipaje en consigna y me lancé a la calle. Nada había tan
insufrible como esa larguísima espera en una ciudad provinciana en
la que no se conocía a nadie ni se tenía nada qué hacer. Para ir
restando tiempo al tiempo, entré en un bar y pedí un vino y un
periódico, y leí, sin enterarme de casi nada, hasta los anuncios.
Rato
después, estaba otra vez en la calle. Pregunté a una mujer, que vi
por allí, si sabía de alguna fonda cercana. Ella me dijo: ‘ahí,
pensión Murillo’. Cuando entré, a un tipo canoso que había
detrás de una mesa le alquilé un cuarto para una noche. Entré en
él y me refresqué un poco. Luego fui a una peluquería a que me
cortasen el pelo. Al cuarto de hora, otra vez al calor. Anduve buen
rato en las calles de Sevilla, entrando en todas las iglesias que
encontré al paso, disfrutando en la frescura de sus naves y
deteniéndome ante lienzos e imágenes.
Pasada
una hora, fui a conocer la Facultad de Medicina, y en su ambigú
compré y comí un bocadillo. Anochecido ya, cené en la primera
tasca que vi. Y ya, sin nada más qué hacer, me aburrí
soberanamente. Aún cansado, o quizá por eso, no tenía sueño, así
que decidí ir a un cine. La película era pésima y abandoné la
sala antes que acabase. Pero como estaba harto de pasar calor, me
encaminé de nuevo hacia mi fonda. En mi cuarto, me hallé con una
cama dura y unas sábanas sucias, que habrían cobijado sabe Dios
cuántos huéspedes. Esa noche dormí poco y mal.
El
día siguiente, igualmente tedioso; pero, por fin, a las cinco me
subí al autobús que debía llevarme a 'mi pueblo’, embutiéndome
entre una mujer, que llevaba un niño en los brazos, y un vejete
canijo de aire cachondo que hablaba un lenguaje bronco, pero con tan
buen sentido que pasmaba.
El
viajecito, desde luego, se las traía. El asfalto, blanco de sol y
agujereado como cráter, era como una pesadilla en el ardiente
paisaje de los campos sevillanos. El autobús daba tumbos en los
baches de la carretera, y el sol hacía de las suyas a través de las
desguarnecidas ventanillas. Avanzábamos a paso de tortuga en una
atmósfera de polvo y candela. El sudor pegaba la ropa a mi
cuerpo. Hacíamos muchas y largas paradas. Cuando menos se
esperaba, aparecía un pueblo blanco, que parecía deshabitado. Se
palpaba el hambre, la miseria y la desigualdad. Míseros adobes junto
al esplendor de cortijos de boatosas portadas, con hierro heráldico
o ganadero en sus arcos, como en desafío, en guardia. Adobes que
predisponían a la evocación de la caridad, la piedad. Adobes que
raspaban el alma.
Acudía
mucha gente en cada parada: zagalas endomingadas, de caras tímidas,
ensoñadoras del foráneo: príncipe azul con vitola universitaria,
ancianas en enaguas, chavales broncos, ancianos renegridos; muchos
niños, de ambos sexos, desharrapados, que miraban con cándida
insolencia. Algunos devoraban con los ojos la razón de su pasmo.
Nunca antes me habían mirado con tan insolente desfachatez. Llegaba
incluso a sentirme molesto y con ganas de reprender a aquella
contumaz chiquillería.
Arribamos,
por fin, a mi destino a las diez de la noche. Entre el gentío de
pasajeros y familiares que habían subido me abrí paso. Me bajé de
aquel horno y me quedé en la carretera. Siluetas oscuras y caras
raramente blancas, extasiaban junto al autobús: risas, sonrisas,
besos, abrazos, estrechares de manos, llantos, gritos, preguntas,
respuestas… Todo un río de los sentimientos humanos se explayaba a
la carta en aquel infame asfalto.
Pero,
de pronto, un tipo de aspecto campechano se me acercó.
____¿Es
usted Alejandro Ceballos Munitis?
____El
mismo –respondí.
____Gusto
en conocerte. Al menos al tacto –dijo y sonrió cordial-. Soy Pepe
Ruiz, el forense de este pueblo –añadió.
____Y
yo –correspondí, estrechando la mano que me tendía.
____¿Han
bajado ya tu equipaje? –me preguntó, de pronto.
____No
lo sé. Pero creo que…
____Espera
–se dirigió hacia la parte trasera del autobús.
____No
te preocupes. Ya iré yo a…
De
nuevo, no me dejó terminar la frase. Seguimos a una mujer, ataviada
completamente de negro, que iba delante de nosotros con mis maletas.
____Te
esperábamos ayer –me dijo, súbitamente.
____Y
así estaba previsto. Pero el tren llegó a Sevilla con retraso y
perdí ese autobús –señalé con la mano.
____Habrás
tenido un viaje detestable –agregó.
____Ya
hice otro peor.
____Olvídalos.
Ahora te sobrará tiempo para descan…
____¿Qué
tal es este pueblo? –le pregunté, interrumpiéndole.
____Como
casi todos los del Sur. ¿No conocías Andalucía?
____Nunca
antes había estado en estos pagos. Nací en un pueblo de Santander
y, aparte de allí, sólo conozco Madrid, en donde he vivido desde
los trece años.
____Pues
entonces… te compadezco.
____¿Por
qué?
____Ya
hemos llegado a tu casa –anunció, pero sin contestar a mi
pregunta.
La
mujer enlutada abrió la puerta con sus propias llaves.
____¿Quieres
entrar? –le ofrecí.
____Otro
día. Ahora lo que necesitas es descansar. ¡Bienvenido a bordo,
doctor Ceballos! –sonrió.
____Gracias
por todo –respondí, devolviéndole la sonrisa.
____No
hay de qué –sonrió de nuevo.
Nos
despedimos y entré en mi nueva casa.
El
zaguán, de suelo negro y de techo alto, se alumbraba con una
bombilla de pocos vatios, churretosa por las defecaciones de las
moscas. Una escalera de madera y de anchos peldaños, llevaba hasta
el piso superior. En la planta baja había puertas a derecha e
izquierda, y un extenso pasillo desembocaba en un espacioso
jardín-corral.
La
mujer de negro se quedó en el umbral de la puerta, quieta y sin
hablar, esperando, sin duda, mis órdenes. Le hice un gesto como de
que pasase al interior.
____Usted
debe ser Socorro –le dije, pronunciando el nombre con precaución,
al tiempo que temeroso por si alguna vez lo emitía con énfasis,
pudiese originar un malentendido.
____Jí,
jeñó dojtó. Don Pedro Río me tuvo a ju jervijio hajta que je fue
a Madrí y er tabién hajía broma con mi nombre. Pero ujté nojapure
por ejo, camí no me molejta.
____¿Cómo
ha podido adivinar mis pensamientos?
____Por
ju cara de ujté. La mijmita der prime día de don Pedro. Pareje que
lajtoy viendo.
____Eso
lo explica todo. Es usted muy observadora.
____Grajia,
jeñó dojtó.
____De
nada. Pero ahora vamos a lo principal. Seguirá haciendo lo mismo que
cuando estaba don Pedro, si no le ordeno otra cosa. ¿De acuerdo?
____Jí,
jeñó dojtó.
____Haga
usted el favor de llevar mi equipaje a mi cuarto. Ah, y no voy a
cenar esta noche.
____Jí,
jeñó dojtó. Locujté mande.
Me
precedió en las escaleras. Crujían los peldaños, pero eso no
importaba. En mi oído sólo sonaba la muletilla de Socorro: ‘señor
doctor', muletilla que era como el eje de mi nueva vida: ‘señor
doctor’. Quedaba ya lejano aquel imberbe que trotaba por las calles
de Madrid, con un cesto sobre las costillas.
Mi
pobre Alex. Odiabas tanto ese pasado tan próximo… como si te diese
golpes en tus entrañas.
Entré
a mi cuarto; amplio y con suelo de cemento. Una ventana ancha con
postigo se abría hacia la calle. La cama era pomposa y alta. Un
ropero de doble hoja y una mesita de noche elevada, suponían todo el
mobiliario. Me lavé cara y manos y me cepillé los dientes en un
lavabo blanco. Antes de meterme en la cama, cogí un libro de una de
las maletas y después recosté la cabeza sobre la almohada e intenté
leer un poco. Inútil. Quedé dormido antes de acabar la primera
línea de la primera página. Estaba realmente cansado y con sueño
atrasado.
Al
día siguiente, me levanté cerca de la una. Nunca antes había
dormido tanto. Recorrí toda la casa. En la planta alta habían dos
cuartos más; en la baja, se hallaban mi despacho, el comedor, la
cocina, una despensa y el dormitoriode
Socorro.
El mobiliario era escaso y pobre. Pedro lo había ‘heredado’ de
su antecesor.
Conocí
a Pedro Ríos en Madrid. Tenía alquilado un cuarto en una casa,
próxima a la mía, en Hortaleza, y trabamos una amistad superficial
que sólo justificaba la identidad de nuestros estudios. Era un tipo
un poco pesado, pero servicial. Terminó la carrera un año antes que
yo. Recién terminados mis estudios, recibí una carta suya:
'Si
te gusta este pueblo, te puedes quedar. Mi padre tiene sus
influencias y con su ayuda nos estamos trabajando una plaza en
Madrid, que me conviene más. Espero tus noticias. Saludos'.
No
lo dudé y le contesté aceptando. Este ‘pequeño’ detalle se lo
oculté a Luz. Y no sé si hice bien o mal, pero era lo que entonces
venía planeando.
A
las tres de la tarde me sirvió Socorro el almuerzo. Las viandas eran
apetitosas, cargadas, quizá en exceso, de picantes y grasas que
inundaban el caldo de brillantes lamparones.
Luego
de almorzar,
me dispuse salir a la calle, con idea dar una
vuelta
por el pueblo, y así iría tomando contactos. Pero al verme Socorro
aproximarme a la puerta de salida, levantó los brazos, como en un
gesto de espanto.
____¡¿Va
ujté de pajeo, jeñó dojtó?!
____¿Por
qué me lo pregunta?
____¡Je
achicharrará!
Socorro
se expresaba
en un perfecto andaluz, pero con un cierto canturreo, aspirando las
‘eses’ y transformándolas en ‘jotas’. Me hacía gracia. Veía
en su forma de pronunciar las palabras no sé qué de sui géneris
mimetismo. Hablaba sin rubor, como buena castiza de la provincia
sevillana. Era una mujer de baja estatura, que frisaba en los sesenta
y llevaba siempre la cara cubierta por un ajado paño negro. Sus ojos
eran pequeños, pero vivarachos, y su boca era grande, sin algunos
dientes ya.
No
obstante su advertencia, no
hice ningún caso y salí del salón, zambulléndome en la penumbra
del zaguán. El suelo rezumaba y me envolvía un halo fresco. Abrí
la puerta de salida a la calle. El deslumbrante y abrasador sol
sevillano, se ensañó contra mis pupilas. Di un salto atrás. Y allí
quedé durante unos minutos.
Medio
repuesto, me asomé de nuevo al exterior, a través de la puerta
entreabierta. En la calle solitaria corría un hilo de agua sucia,
cuyo, alimentado por los desagües de todas las casas, se deslizaba
perezoso, originando un meandro de inmundicias y de lodo pestoso
resquebrajado por el fuego solar. A ambos lados de la calle se
extendía a trozos una infame acera de cemento, ‘fruto de algunos
devaneos municipales, probablemente’. Soplaba un viento caliente.
Resplandecían vívidas las paredes blancas y las áureas briznas de
paja de los adobes, que, bajo sus aleros, una trémula cinta de
sombra se apretaba. Altísimos volaban los vencejos. Las golondrinas
planeaban a ras de tierra.
Cerré
la puerta y regresé al frescor del zaguán.
____¡Cuánto
silencio! –exclamé-. ¿Dónde está metida la gente en este
pueblo? –le pregunté a Socorro.
____Todió
duerme la jiejta –respondió, sonriendo-. Meno argún jeñorito que
va ar cajino achá ju partidita o a jugá ar dominó, y argún gandú
en argún soportá –concluyó.
____Prefiero
la siesta a las partidas -le devolví la sonrisa, y acto seguido me
fui hacia las escaleras.
A
la misma vez que subía, Socorro
desaparecía en la sombra del soportal, con su atuendo y su perfil de
estantigua.
A
causa del bochorno de la solanera y al amodorramiento de la
digestión, no podía conciliar el sueño. Entonces mi memoria me
recordó que me había levantado a la una. En vista de ello, me puse
a pensar y pensé en mi madre, en mi padre, en 'Chotis', en Pepi, en
Luz. Toda mi vida pasó por mi cabeza, cual tremolina de agridulces
recuerdos. Pero la sentía lejana, como si perteneciese a otra
persona distinta a este doctor que estaba a punto de dar comienzo a
una nueva vida. Estaba preocupado, pero ilusionado. Hacía planes:
‘leeré, estudiaré, sin precipitación. Atenderé a mis enfermos,
pasearé’. Daba vueltas en la cama. Se colaban por las rendijas de
los postigos agudas hebras de luz que dejaban sobre el suelo
singulares geometrías palpitantes.
Finalmente,
terminé por levantarme y por bajar hasta el corral. Me llevé
conmigo un libro y una silla. Había allí una majestuosa acacia. Me
senté a su sombra. Resultaba casi imposible respirar, y menos aún
leer en tales circunstancias atmosféricas. Además, aquella acacia
estaba plagada de gorriones, que piaban entre la espesa maraña de la
copa, hecho que contribuía más aún en no concentrarme en la
lectura.
No
obstante ello, casi dos horas enfrascado estuve en la lectura.
Después, cuando el sol empezó a caer sobre el horizonte, salí a la
calle. Avancé con paso lento y desemboqué en una plaza. En ese
preciso momento, una mula cruzaba trotando con las orejas erguidas y
balanceando la cabeza. Un carro, lleno de cántaros con agua, guiado
por un zagal que arreaba al borrico, casi me arrolla. El líquido
elemento se derramaba y pronto era sorbido por el suelo arcilloso,
sediento.
Miré
mis apuntes. El juez vivía en esa plaza. Fui a su casa y me
presenté. Aún calvo y modo de hablar solemne, era joven. Había
brillo en sus ojos y se podía ver musculatura. Su cara, hierática,
de piel amarillenta, recordaba a una momia.
____¿Vienes
decidido a quedarte? –ésta era su primera pregunta, después de
estrecharnos las manos.
____No
lo sé aún. Pero si Pedro Ríos no regresa… –respondí.
____No
regresará. Odiaba este pueblo.
____¿Tan
malo es? –le pregunté.
____Como
todos, con mis respetos, aburrido y sin comodidades. No hay casas con
baño, y los que tenemos una con un retrete, somos unos agraciados. Y
ante estas perspectivas… En realidad, este pueblo parece más
’anda-pilas’ que andaluz –me miró y sonrió levemente.
____En
ese caso, trataremos de adaptarnos –respondí.
____No
tendrás más remedio si quieres continuar aquí.
____De
todas formas, gracias por la información -añadí
____Te
deseo suerte –concluyó, y nos despedimos.
Me
encaminé hacia el Ayuntamiento para conocer al alcalde. Era un tipo
tosco y que frisaba en los cuarenta. Hablaba petulante, orondo de su
cargo. Un primo suyo, que también vivía en ese pueblo, era
escritor, y de la frecuentación de su trato quedó en la primera
autoridad cierto tonillo de suficiencia y pedantería insoportables.
Y no sabía por qué, pero se me atragantó...
Al
poco de de despedirnos fui requerido por el tesorero, ¡que trabajaba
por las tardes!, y me notificó que mi sueldo era de 2.600 pesetas,
teniendo ese Ayuntamiento por norma pagar la mitad a primero de mes y
la otra a finales, así que me dio 1.300 pesetas. Mientras salía, vi
que allí mismo se hallaba la oficina de Correos y, sin pensarlo,
cogí un impreso de giro y lo rellené con los datos de mi prima, la
hija mayor de 'Lopadres', y
le envié 60 duros; el triple de lo que juré que iba a enviarle. No
quise poner señas en el remite. Sólo ‘de Alex’. Estaba decidido
a evitar todo tipo de contactos con mi pretérito.
Y
ya
de nuevo en la calle, en la plaza me senté en un banco que había a
la sombra. Todos los edificios ofrecían una heterogénea
complejidad: casonas antiguas, adornadas de escudos, con sus
salientes apoyados sobre fustes de piedra, desgastadas por la
intemperie. Casas modernas, de pésimo gusto, con columnas de hierro.
Muros, descansando sus pesadumbres sobre troncos sin devastar…
Al
cabo de un rato, me levanté y empecé a caminar en una calle sórdida
con pequeños adobes. Sobre los medios, habían algunas mujeres que
cosían ropa incosible, sentadas en sillitas de enea. Un anciano se
hallaba fumando, echado contra una pared y con los ojos puestos en el
cielo, palpitante de estrellas próximas. Y también correteaban por
allí, niños y niñas, desaseados, entre nubes de moscas, que
zumbaban por todas partes. Los adultos me saludaban cuando me cruzaba
con ellos. Pero después se oía a mis espaldas un cuchicheo. Sin
duda, todo el pueblo sabía ya quién era el médico nuevo.
Anochecía.
¡Maravilla! En las ciudades se vive de espaldas a la Naturaleza, sin
más estrella que el remedo trasnochado de los anuncios de neón.
Fruía de la belleza del crepúsculo. Me detuve. En los tejados de
las casas más alejadas, parecía apoyarse una capa tiznada de negros
brochazos. Podían verse, aquí y allá, la torre románica de una
iglesia, el campanario de otra, adornado de estática cigüeña, cuya
recortaba su perfil en el firmamento. Un aire cálido traía un
revuelo de briznas de paja y polvo de las eras. Se encendía al rojo
vivo los cristales. Y, súbitamente, la noche cazaba el día,
delicadamente, como una mano cóncava enguantada en negro. Las calles
parecían llenarse de misterios. Se desparramaba sobre ellas la luna.
Sombras trémulas, blanca luz. Mozos y mozas, y 'parejas
resbaladizas', se cruzaban entre risas contenidas. Había un algo de
amorío picante en los quicios de las puertas y en los soportales.
Algo que se pegaba a la piel provocando precipitación en la sangre.
Lejanos ladraban varios perros. Cercano maullaba algún gato…
Crucé
la plaza entre corrillos de gentes, que cortaban las charlas para
mirarme con desfachatez. Los reté con los ojos y apartaban los
suyos. En un Café próximo atronaba una gramola.
Pero
para ser mi primer día en el pueblo, pensé que ya bastante había
visto y hecho. Me dirigí hacia mi casa. Pero hacia el final del
trayecto, me crucé con una mujer, que casi ni la miré, pero después
me giré en redondo y me recreé. Quedé boquiabierto. ‘¡Dios, qué
hembra!’, exclamé en voz baja, sin poder ni querer reprimirme.
Pero creo que ella no se dio cuenta ni escuchó lo que había dicho.
____¡Mandagüevo
con er matajano nuevo! –exclamó, de pronto, una vejancona que en
ese preciso momento pasaba junto a mí y que al parecer sí se había
percatado de lo que dije.
Me
detuve y la miré largamente, azarado pero desafiante. Poco después,
no obstante, seguí mi camino, no estaba por la labor de
enfrentamientos innecesarios. Ya en mi casa y en mi cama me vino al
pensamiento aquellas piernas, aquel pelo negro, aquel cuerpo… y
todo ello se amancebó en mi cabeza por mucho tiempo antes de poder
conciliar el sueño. Aquella mujer, que joven parecía, era, sin
duda, disímil a cuántas otras mujeres había visto con anterioridad
En
la primera semana en el pueblo recibí muchas visitas. El juez, el
alcalde, el cura, el farmacéutico y varios ricachones del lugar
vinieron a casa a visitarme. La solicitud con que me trataron era
abrumadora, Culminó con las solteras y las solteronas, que entre
risitas, melindres, poses y gestos lanzaban miradas incendiarias. Y
ante tan unánime amabilidad, correspondí. Las relaciones allí eran
como una necesidad para mí, como el marchamo de una nueva vida que
estaba a punto de comenzar. Además, como las diversiones eran
escasas y pocas la gente con quien tratar, me incorporé ‘al grupo
selecto', frente a la enervante acometida del tedio cotidiano.
Lola
vino también, acompañada del forense y su esposa y de la hermana de
éste, Rita. A cargo de Lola estaba la escuela de las niñas.
La
belleza de Lola, que ya había podido contemplar la noche del día
siguiente de mi llegada, de nuevo volvía a producirme una mareante
impresión. Y no sólo era belleza. Tenía, además, una conversación
amena y culta, una sonrisa luminosa, y algo más hondo que atraía
poderosamente. No sabía si era bueno o malo, pero daba lo mismo;
como al drogadicto la droga, al jugador las cartas o al borracho el
vino. Solamente sabía que era intenso e ineludible; luz en ella,
sombra en los demás. Nunca antes una mujer había despertado tanta
admiración en mí. Era poseedora de una extraña mezcla explosiva
que desarmaba a cualquiera; podía ser al mismo tiempo la más
sensual y la más ingenua, tal vez deliberadamente, tal vez
conscientemente, aún no lo sabía. Pero sí sabía que su dulzura,
mostrada y demostrada a quienes la rodeaban, parecía certificar una
felicidad eterna.
Era
alta, altísima, guapa, guapísima... un auténtico palmito ‘10’,
pulverizador del mítico ‘90-60-90’. Piel morena y ojos con unas
extraordinarias pupilas grises que recortaban con fuerza sobre el
fondo blanquísimo del globo ocular. Boca, ni grande ni pequeña, con
dientes blancos y perfectos y labios carnosos y sensuales. Pero aun
todo eso, que, evidentemente, no era poco, tenía unos pechos
erguidos y proporcionados y un pelo negro azabache que daban más
encanto, si cabía, al conjunto. ¡Sí, sí, pasóse Dios con la
maestrita!
Lote
inquietante el de Lola; mirándola de lejos, sus ojos parecían
blancos, pero mirándola de cerca, irresistibles. Su espectacular
figura dejaba en el ánimo una invencible sensación de ansiedad, de
insistente deseo, como esos cuerpo de modelos esculpidos por
eminentes escultores.
Hablamos
de muchas cosas esa tarde. Su voz recordaba a la de Luz, pero más
cálida. Quizá Ruiz me referiría las epidemias en el pueblo; su
mujer, hablaría de sus hijos, de las preocupaciones caseras. Rita,
de algunos libros, y me preguntaría si me gustaba el pueblo, si me
iba a quedar… Quizás ocurrió todo eso, a cuyo aventuré una breve
respuesta, o lo rubriqué con leves sonrisas, pero si lo hice fue
maquinalmente, prendido en la voz cantarina de Lola. Cuanto Lola me
decía se esparcía en mi cerebro; lo que decían los demás, apenas
si golpeaba mi cráneo como un rumor de aguacero. Lola era todo un
Niágara en palpitaciones.
Y
no era yo el único que la escuchaba embebido; el forense, su mujer y
Rita, quedaban extasiados. Mientras la miraba, Ruiz me guiñaba un
ojo, como preguntándome... ‘¿qué te parece lo que tenemos
aquí?’. Y las otras mujeres me miraban, como tratando de arrancar
de la expresión de mis ojos mi impresión. Pero, aun tanto bueno
junto, me parecía que en medio de todo brujuleaba una sombra
imperceptible de inquietud…
Los
últimos días de esa semana, el forense me orientó sobre los
intríngulis médicos locales. Pero, más tarde, como el trabajo era
escaso, me dediqué a visitar los tesoros artísticos de ese pueblo.
Todo
se hallaba abandonado. De las seis magníficas iglesias, dos de ellas
habían caído ya y las otras aún aguantaban en pie, pero amenazaban
desplome, aunque todos los interiores conservaban vestigios de un
pasado esplendoroso. Cristos y Vírgenes, empero sólo estaban
ajados. Cuadros, de detonante pintura y de confuso dibujo, estaban
rotos. Láminas de Santos habían sido arrasadas por la humedad e
iban desprendiéndose hasta quedar colgando, como pingajos. Y todo
ello ante la incuria e indiferencia de toda la gente del lugar.
Un
mediodía me encaminé para visitar la semi destruida muralla
románica hecha con materiales indeterminados. Me emocionaba tan
venerable mole, que seguía allí, inhiesta, desafiando el paso de
los años y la insolencia de algunos lugareños, que hurgaban en sus
entrañas y arrancaban sus vigas para un soporte de sus adobes. Me
paré ante ella para contemplar y recrearme en sus históricas
puertas; intactas, aun sus torres cuarteadas evocando el pesado y
lento caminar de añejos y antiguos guerreros, y el entrechocar de
recias armaduras.
Ruiz,
que conocía a grandes rasgos la vieja historia del pueblo, aunque un
poco fantaseada, me contó algo sobre los asedios de las tropas
enemigas, de las capitulaciones y las presiones de los
pioneros
foráneos, de la sublevación y la algarada de los parias, de las
infamias de los incultos…
Aunque
había adquirido ciertos conocimientos de literatura y de arte a
través de las someras clases del bachillerato, propendía a
disfrutar de todo lo que estaba observando, precisamente por mi
espíritu contemplativo. Y, más tarde, llevado de una afición, que
si ya la había en mí se exacerbó en aquel poblachón sevillano,
cargado de historia, me entregué sin demora a la lectura no sólo de
medicina, también de arte, filosofía, literatura, historia, y de
cuanto se ofrecía a una curiosidad que no había podido saciar en
mis años de estudiante. Entonces descubrí, para mi sorpresa, un
poder de asimilación que me permitió tener, en un corto espacio de
tiempo, un vasto depósito de cultura.
Y
sobre la psicología de las gentes del pueblo, no me fue difícil
hacerme cargo; vivían en la más mísera postración cultural. Pero
entre los funcionarios hallé algún ilustrado, aunque su acervo no
era enriquecido desde acabado sus estudios. Todo conocimiento
posterior permanecía virgen. Sorprendía no ver en algunos una
inquietud intelectual o artística. Sólo eran reos de los asuntos de
política, incluso en esto especulaban mezquinamente. Lo que sí les
llegaba eran informaciones de las corridas de toros, santo y seña de
toda charla enjundiosa, sin descartar, por supuesto 'la comidilla',
abracalabra de las expansiones más placenteras.
En
aquel pueblo no
recibían libros ni revistas culturales, sólo una gaceta de modas.
Ruiz, que era un hombre culto, todavía no se había preocupado ni
ocupado en renovar su dossier técnico, y la rutina más grosera
presidía sus diagnósticos Tan pronto empecé a emplear buena parte
de mi sueldo en la compra de libros y en revistas culturales, el
asombro de las personas de mi grupo, era general y el reproche mutuo.
Pero, con voluntad inquebrantable, yo a lo mío, lo que me había
marcado desde mi salida de Madrid y en absoluto admitía consejos
sobre lo contrario.
La
fuente del tedio y la apatía cotidiana, solamente llevaba dos
corrientes: el trabajo, muy duro y agotador para los agricultores,
abatidos por la rutina de los métodos medievales de cultivos, y
enojoso y apático para los funcionarios, únicamente trampolín para
opciones de mayores ingresos; y el ocio, que no tenía más horizonte
que las partidas de cartas, a veces con puestas muy crecidas, y las
pantagruélicas cuchipandas. Y
en el tedio maligno,
de sequedad material y espiritual: sequedad en los campos de cultivo,
a la sazón en las billeteras, y sequedad en las almas: en
consecuencia en los espíritus, surgía a cada momento un río de
rencores, de intenciones perversas, y siempre andaban sueltas en las
calles del pueblo las furias. Producía aquella localidad la
angustiosa sensación de esos pueblos que nutren las páginas de los
sucesos en los periódicos con horribles asesinatos.
Con
el transcurrir del tiempo, y con el afán por mi parte de saber y
conocer a totales rasgos la idiosincrasia de las personas con las que
tenía que convivir, encontré algunas oportunidades de descubrir
enconos antiguos, viejas rivalidades, odios heredados. La murria
cotidiana predisponía a los chismes y a la violencia. La flaca cara
de la avaricia hacía súbita aparición y peleaban como tigres
hermanos contra hermanos, pugnándose patrimonios y herencias. Las
mentalidades empezaban a ser puntillosas y las pasiones oscuras.
Pesaban en el ambiente ánimos belicosos, de eternos pleitos. Nada
menos que cuatro ‘arpones’ de la curia jurídica andaban de caza
y captura en el pueblo: dos abogados y dos procuradores tenían allí
sus bufetes, ¡y no daban abastos!: juicios por insultos livianos,
por deudas irrisorias... Tanto lo más grave como lo más baladí,
servía de pretexto para empezar un juicio. El rencor, 'la malauva',
la envidia, infartaban los espíritus y simples roces hacían nacer
terribles deseos de venganza.
Y
frente a tan inquietante panorama, superior a cuantos de igual índole
había visto nunca, a partir de ese justo momento empecé a observar
a Lola con sobresalto. La guapa maestra se hallaba inmersa en un
medio hostil, del que ella misma ignoraba si era consciente
Es
sabido mundialmente que cientos de dramas se han nutrido de la
oposición de un hábitat mezquino e ignorante frente a la persona
selecta. Y la realidad, siempre ha sido más exhaustiva que la
ficción
El
sábado de esa misma semana, Ruiz vino por la mañana a mi casa para
invitarme a una excursión que pensaban hacer por la tarde a una
finca suya, a dos kilómetro del pueblo. Acepté en el acto. Quería
adaptarme cuanto antes a todos los ambientes del pueblo y a sus
respectivos condicionantes.
Salimos
luego de almorzar. Siete en total: Ruiz y su esposa, el registrador y
su mujer, Rita, Lola y yo. Ruiz mandó aparejar un carricoche con un
toldo, tirado por tres mulas, en el que cupimos sentados, apretados.
La carretera nos acogió con cascabeles y risas jubilosas.
Despreocupados, no notábamos el calor. Lola, frente a mí, llevaba
en la cabeza un pañuelo de gasa, que sacó de su bolso. Podía verse
del todo su blusa rosa con unas mangas cortísimas, ‘improcedentes’
para un pueblo. Miraba sus brazos, de carne adolescente. Siempre me
había conmovido la fragancia de la adolescencia. Lola tendría
entonces sobre veintiséis años, pero conservaba la turgencia de la
pubertad. Miraba la tersura de su piel, el brillo de sus ojos, sus
labios, su pelo… ‘¡Maravilla!’, pensé, y sentía un deseo de
besarla, de acariciarla. No sé si ya entonces con amor; besarla
dulcemente, como a una niña, y dar gracias por su belleza, su
lozanía, por ese vaho primaveral que envolvía y que se entregaba,
proporcionando un indescriptible bienestar.
La
carretera estaba solitaria. En las eras se había interrumpido la
labor, y los silos estaban cerrados por imperativo implacable del
astro rey. Las eras eran numerosas y significaban el mayor
sustentáculo financiero del pueblo. Colgaban de su pecho como un
Toisón de Oro.
Dejamos
el asfalto y nos introdujimos en un camino entre eras. Pasamos tan
cerca de una de ellas que vimos caer una catarata de paja sobre Ruiz.
A unos doscientos metros, un hombre y una mujer sesteaban, a la
sombra de un árbol. Ruiz paró el carro, se bajó y les habló, a la
vez que se levantó del suelo un perrazo, que ladró durante unos
momentos, sin ganas, sólo para cumplir con su cometido de guardián,
pero volvió a echarse, jadeando, con un palmo de lengua escarlata
entre los dientes. Próximos al perrazo, dormían dos niños, con
piernas rollizas y guarreadas. El perrazo los miró, los palpó cual
centinela y, finalmente, metió la cabeza entre las patas delanteras.
Luego, siguió con la vista el carricoche, mientras se iba alejando.
El
carril estaba lleno de baches, de piedras y de hondas rodadas secas.
El carro daba tumbos bruscos y entrecortados como hipo. Teníamos que
sujetarnos y hablábamos y reíamos excitados. De lo que hablábamos
no lo recuerdo, trivialidades supongo. Oía sin escuchar, lo mismo
que en la visita que me hizo Lola, que su voz sorbía mi atención, y
hasta sus palabras me resultaban difíciles de entender. Su voz no;
era como una música, como un canto, y la letra se perdía entre la
música y el canto.
Junto
a mí, Rita: rubia, ojos verdes, labios carnosos, veinte años. Se
volvía hacia mí, me hablaba al oído, su cuerpo pegado al mío, y
esos brincos del carricoche, tan propiciatorios para el contacto,
para el deleite. Un roce casual y a la vez inocente que causaba
hervor en la sangre. Mi imaginación cambiaba a Rita de lugar y
sentaba a Lola a mi lado; su cuerpo allí, mi brazo en su cintura. Me
sentía en una nube, pero aún no sabía de qué color...
De
pronto,
Lola se agarró a uno de los varales del carro. Parece que la estoy
viendo, y con igual emoción, y hasta he desviado los ojos, como
entonces, con pudor. Aunque en verdad no sabía si era pudor o la
sensación de estar robando una intimidad que no me pertenecía.
Breve la vacilación. Disfrutaba del hurto. Y si desvié de nuevo la
mirada era porque la tensión me dañaba. Y por ternura también.
De nuevo
se me había hecho niña, como cuando una niña enseña los muslos y
conmueve, por la ausencia de malicia, su puerilidad.
No
miraba sus manos y brazos, derramaba la vista sobre ellos, y sobre
sus codos, tan delicadamente arropados. Las mangas de su blusa
eran cortas y amplias y, al fondo, ese corto trecho que desemboca en
las axilas, de risitos negros, tiernas como un nido y de un olor a
gloria. El nacimiento de los senos, el color rosa de la blusa con el
traqueteo del carricoche, golpes de luz entraban bañándola de
resplandor. La veía tan avasalladoramente mujer y tan
avasalladoramente niña al mismo tiempo, como si enseñase
deliberadamente un retazo de su intimidad, como si lo enseñase
cándidamente.
Cruzamos
junto a un viñedo, y sus viñas se abrían en el campo, como oasis.
Soplaba un aire que hacía que se encrespasen las hojas. Parecían
mirarnos inocentes los ojillos de las uvas, y a la vez como
contagiados de la picardía próxima del vino.
____¡Ya
llegamos! –exclamó, de pronto, Ruiz.
Empezamos
a bajarnos 'del carro mejor del mundo'. Cortés, di la mano a Rita:
pesada, vulgar. Después a Lola; era tan suave que la retuve unos
instantes. Suave y ligera como gacela. Las manos
de
las señoras, ásperas, pero con su ternura también: manos de
madre.
Era
una finquita cuidada. Había un huerto y una casita, como en un
cuento de hadas. En la zona alta, un pozo y una casuca de madera para
cobijo del perro. En la zona baja, frutales sin fruta y con hojas
abrasadas por el sol que proyectaban como un colador sombras
agujereadas de luz. En los medios, una franja de pastos secos, donde
dos pinos, altísimos, levantaban sus copas hacia el azul.
Lola
y Rita
llevaron a la casita la cesta de la merienda, gramola y otros
bártulos. Los hombres nos encajamos gorras camperas y las mujeres se
anudaron en la cabeza pañuelos de colores.
La
esposa de Ruiz cogió un cesto vacío, y todos nos fuimos hacia las
viñas. Ya estaba madura la uva temprana del lugar. Por entre los
bancales de hortalizas cruzamos, cuyas parecían arrimarse al pozo,
como con sed, como si supieran la cercanía del agua.
Íbamos
arrancando racimos de uvas, casi translúcidas; llevaban dentro ese
licor dulzón. Todos las probamos, y sus granitos se iban rompiendo
entre los dientes, como unos chasquidos. Lola levantaba un racimo, lo
ponía junto a su cara y sonreía jubilosa, como ebria. Sus tersas
mejillas, las restellantes uvas: la misma lozanía.Recorrimos
todo el viñedo. Zumbaban pesadamente los insectos libadores. El
sol era fuego, pero soplaba un viento apacible. Nos hallábamos
alegres y sin saber por qué, excitados como jóvenes bovinos entre
el verde chillón de las hojas. Yo miraba el busto de Lola, mientras
su cuerpo estaba de costado, inclinado sobre las vides; la gravidez
de los racimos y sus senos, iguales, con su mismo dulce peso. Iba de
aquí para allá, reía, hablaba... Todo era natural en aquella mujer
y, sin embargo, para mí, que había un algo misterioso. ¿Pero qué
algo? No sabía. No me había detenido a pensar en ello. Nadie piensa
cuando siente intensamente. Sólo sé decir que me sentía como preso
en una extraña felicidad. La miraba; ahora se encontraba en pie,
demasiado en pie para la perfección de su cuerpo, cual diosa, que
imponía, que oprimía, implacablemente. Se inclinaba, y la falda se
ajustaba al cuerpo, hasta que de pronto, recobraba de nuevo su perfil
humano.
Enseguida
rebozó de uvas el cesto, y todos nos fuimos hacia los pinos, que
proyectaban sobre el suelo círculos de sombras. Los hombres nos
echamos sobre ésas geometrías, y las mujeres se sentaron, cruzadas
las piernas. Mientras tanto, el sol iba lento hacia Poniente, a la
vez que las sombras se cargaban de frescor, mitigando las llamaradas
del sol. Pasados unos minutos, Ruiz y yo recogimos en la casita el
cesto con la merienda y la gramola. La vianda estaba exquisita. Luego
contamos anécdotas y reímos de ese modo tonto de gente feliz. Juan,
el registrador, nos contó un chiste, subido de tono. Su mujer,
ruborizada, le dijo que no lo había comprendido, pero que le había
parecido grosero. Quería contarlo de nuevo, pero Antonia –que así
se llamaba su esposa- le cortó el rollo.
Luego
bailamos. No sabía bien, pero me defendía. Primero invité a Rita,
y no sabía si hacía eso por no demostrar una preferencia delatadora
por Lola, o por incitarla hacia mí. Probablemente, era lo primero.
Tal
táctica de seducción la vi y la aprendí de Veva, la hija menor del
ya desaparecido Don Isidro, dueño de 'Chotis' ‘¿Seguirá en la
prostitución?’, pensé, pero enseguida volví a esa actualidad.
Las opiniones ajenas me han sido casi del todo, y tal vez sin 'el
casi', indiferentes. Como cuando siendo niño comía unas golosinas y
la mejor la dejaba para el final. ‘Ésta de postre’, me decía
para mi interior. Y con ese metodismo infantil... ‘Lola de postre’.
Iba
mirándola, mientras guiaba con torpeza a Rita en el suelo, por
añadidura irregular. Bailamos las tres parejas. Lola sonreía,
cruzadas las manos sobre las piernas, apoyada la barbilla en las
rodillas, y desde esa postura nos enviaba miradas a través de sus
increíbles ojos. Seguidamente, bailé con ella.
Y
no sé si ya entonces fue que me enamoré. Puedo dar aspectos nuevos
a mis emociones; explicarlas no. Había oído decir que las personas
experimentan en el baile, sólo el placer de bailar. No lo sé. Había
bailado poco y sería así; es lo civilizado. Bailé con Rita como un
ser civilizado y como tal había bailado con otras chicas. No con
ella, y ello me llevó a pensar que ya estaba enamorado. Pero no sé
ver claro en esto. La llevaba entre mis brazos con una extemporánea
ternura que había aparecido en mí. Que digan lo que quieran sobre
el placer de bailar, pero si se tiene estrechada a una mujer, que ya
se ama o que se va a amar inminentemente no sé qué podrán sentir
los que bailen por bailar. Pero nada de pensamientos maliciosos. Si
la castidad es candorosa, eso era lo que yo sentía: los cuerpos
juntos, mis manos en su cintura, me ahogaba la emoción, la sangre
hervía en mis venas, castamente, como un fuego purificador. Que me
juzguen como quieran, pero existen los deseos sanos. Y si no lo son
antes del sacramento del matrimonio, tampoco después. Puede que sean
legítimos.
Ardiendo
de deseo, pero libre de concupiscencia. Así estaba yo. Pero no sé
explicar esto mejor. La palabra es a veces indomable, confusa…
Antes
de que hubiese acabado esa pieza, dejamos de bailar. Me disculpé,
como siempre en esto, achacándolo a mi torpeza. Pero la realidad era
que no me encontraba con fuerza para resistir de nuevo aquella brutal
tensión. No se podía llevar un sol entre las manos y dejarlo
escapar. ¡Mantenerse lejos, o abrasarse en su fuego, era lo que
debía hacerse!
Regresamos
al
pueblo al anochecer. Circulaban por los caminos carros, llenos de
uvas. Pasaban rebaños de ovejas; provocativas de escote y de ubres,
después de haber dejado sus abrigos en el ropero del esquilador.
Llegaban manadas de los inquilinos de las caballerizas: yeguas
coquetas, caballos libertinos, mulas viejas, potros de oídos sordos,
siempre dispuestos para dispararse por algún camino. El pueblo,
silencioso cuando salíamos, trepidaba ahora lleno de vida. Soplaban
trilladoras, provocando subidas al cielo de nubes de polvo de los
aventadores. Cantos, risas, voces, ladridos, balidos, maullidos...
Acabábamos de llegar del silencio de la llanura y chocaba vernos en
un hervidero. Pero la llanura, atrás había quedado, con su soledad
y su calma, sobrias. El sol, antes de desaparecer, la besó con sus
áureos labios. De pronto, la noche saltó, como un toro negro…
Nos
despedimos a la puerta de la casa del forense. Aunque me apetecía
seguir con ellos, abrumado por tanta emoción, acudí a la llamada de
mis obligaciones, mientras los demás empezarían a saborear con
palabras la suculenta excursión.
Rulaba
insistente en mi cabeza: ‘no sé si me he enamorado esta tarde, o
si ya lo estaba desde la noche en que la vi…’.
Terminé
mi ronda y me dirigí hacia mi casa. Ya allí, cené deprisa. Después
salí al jardín y me recosté sobre la acacia. La noche era tibia,
casi redonda la luna, próxima al plenilunio. Había infinidad de
estrellas. Me sentía bien bajo ellas sin rubor por mi pequeñez.
Pecho a pecho el firmamento y mi cielo interior; pero, también,
desconcertado por hallarme, súbitamente, rebosante de alegría.
Intenté por todos los medios sondear mi espíritu, de esclarecer qué
era lo que me ocurría.
Pensé
en mis antiguas dudas. Mientras estaba en Madrid, en mis años de
instituto y facultad, tenía una meta para mis esfuerzos. El titubeo,
empero, empezó al terminar mi carrera. Es cierto que pensaba
entonces en la filantropía, la medicina... pero esto no era sino una
meta movible e imprecisa que una inquietud, de no sabía qué,
borraba a cada instante, dejando mi voluntad lacia e inoperante.
Seguía pensando que si mi afán de tantos años, mi actitud con Luz,
el amor que ella me brindó y que yo rechacé, proyectaban la
entelequia de Lola. ¿Acaso era todo esto lo que pensaba que iba a
dibujarse en mi horizonte de zozobra? ¿Esto? ¿El amor?
Miraba
el cielo mientras paseaba, turbado: arriba abajo, abajo arriba. ¿Qué
me pasaba? No sentía por LoLa atracción sexual, ni cariño. Por lo
tanto, eso no era amor como yo lo tenía concebido, ni tampoco
amistad. Me resistía a creer que tuviese algo que ver con ese otro
amor: el platónico, ese
de los versos, del que tanto me había reído. Creía que mi luz
interior, tan insospechada y tan inmensa, no cabía en los límites
de un libro, ni apresarse en la blandenguería de unos versos, ni
circunscribirse en un impulso procreador. Estábamos frente a frente
el firmamento y yo, con la misma fuerza cósmica y la misma angustia
gravitante.
De
pronto pensé que esto era absurdo. Apenas si había visto dos veces
a Lola y ya me sentía loco de apasionamiento. Pero no sé
explicarlo. Sólo sé que lo que sentía era grande; tal vez por eso,
por absurdo, como tantas cosas grandes y sin más influencias que la
resonancia íntima o la fe.
Al
día siguiente, luego de almorzar, me dirigí al Café. Estuve allí
hasta las cinco. Pero, cuando salía para hacer mi ronda, entraba
Ruiz. Le pedí de favor que me acompañase al barrio obrero, que
tenía que visitar a un enfermo. Accedió, pero con una expresión
expectante y una sonrisa.
Me
hallaba
ansioso por saber cosas sobre Lola. Hasta entonces, apenas si sabía
pequeños detalles de su vida, recogidos en el curso de alguna
conversación puntual.
Ruiz
sonreía con aire zumbón cuando empecé a hacerle algunas preguntas
sobre Lola. Pero, con la mayor voluntad, se dispuso a satisfacer mi
curiosidad. Aunque mi ansia debía de exigirle.
Lola
llevaba dos años en el pueblo. Llegó para cubrir la vacante del
colegio de niñas. Pero entró con mal pie. Una hermana del alcalde,
maestra también, la ocupaba como interina. Tenía pues ‘derechos
adquiridos’, como decía categóricamente el alcalde, el cual
indagó por tierra, mar y aire, y hasta hizo un expreso viaje a
Madrid. Inútil. A Lola la protegía algún ‘pez gordo’, y la
plaza se le fue asignada.
El
alcalde, grosero, agresivo y de un talante chulesco, nunca se
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Me matriculé en la Facultad de Medicina, y me matriculé como alumno oficial. Nadie cuestionó en 'Chotis' mientras pedía más horas de las mañanas para asistir a las clases. Petra me miró, atónita, pero se mordió los labios y no replicó; no estaba por la labor de ‘entorpecer’. Veva, con su risita. Lupe se encogió de hombros; todo le parecería fútil ante al magno acontecimiento de su boda. Don Isidro gesticuló cómicamente, pero en su cara se podía ver el asombro, el mismo que le causó el hecho de que ‘el criado’ de la casa impusiera su voluntad sobre la trinca.
Pero no le di importancia a mi nuevo triunfo. Estaba decidido a seguir mi camino y no reparaba en obstáculos, y si los había no los veía. Por tanto, ningún vanaglorio estaría justificado.
A primeros del mes de octubre empecé a asistir a las clases. Me levantaba a las seis, como de costumbre. Después de asearme, atendía mis obligaciones en la tienda. A las ocho, cuando Don Isidro bajaba, me lanzaba hacia la ‘selva’: Progreso, Magdalena, Antón Martín… Por todos lados se veían obreros y vendedores ambulantes. Todo el mundo de trafagones. Bajaba por Atocha. El aire era fresco. El ancho cielo en lo más alto, el arbolado ocre. Estaba alegre, pero mi alegría apenas era un gorrión que había hallado algo de comer. Me costaba tomar decisiones y llevarlas a cabo, pero eso no me importaba.
Fue aquella una etapa movidita en 'Chotis'. Lupe se iba a casar el diez de octubre y, aunque Petra lo aceptaba a regañadientes, ‘quería por el bien parecer una sacramentación bárbara’. Desde luego, toda la incoherencia vivía en la casa de los Salazar Bari.
Por aquel entonces me preocupaba la amistad que el tendero dispensaba a ‘La Sevillana’. Todo empezó meses atrás. No le di importancia. Conocía sus veleidades y lo inocuo, desde el punto de vista pecuniario, de sus amoríos. Además, vivía encerrado en mí, sólo atento a mis propias cosas, y no reparaba en el exterior. Pero lo que estaba ocurriendo entre Don Isidro y ‘La Sevillana’ era tan evidente que sorprendía.
‘La Sevillana’ era una corista que actuaba en ‘Zaratoga’, cuasi cabaré cuasi teatro. Su arte consistía en aligerarse de ropa: alta, rolliza, vellos en bigote... No era fea y sabía sacar partido a una opulencia que rebosaba. Sin ningún esfuerzo, caminaba con un contoneo que hacía vibrar sus carnes fofas y almohadilladas y el tontorrón del tendero la contemplaba extasiado, obteniendo ella pingües réditos de tan rendida admiración Sostenían misteriosos conciliábulos, cuchicheaban e intercambiaban palabras picantes al tiempo que embriagaba al hombrecillo con su atmósfera de perfume barato y exudación albañilera. Y el putón le iba detrás, haciendo monadas cual perrito faldero.
Al principio, los dispendios hacia la rellenita ex corista del cupido hombrecillo no iban más allá de una lata de conservas, un bote de leche o una docena de huevos. Pero más tarde le despachaba hasta ¡5 duros! sin cobrar. Y con los despilfarros de Don Isidro y su familia, 'Chotis' estaba al borde de la quiebra. Naturalmente, no era yo el indicado para poner orden en aquel maremágnum, y ni me importaba siquiera. Aunque Don Isidro me había iniciado en el camino que seguía, no estaba obligado a él. Sin escrúpulos me había explotado, y seguía haciéndolo. Y de las tres señoritas, mejor no hablar, sólo recibía de ellas un trato injusto. Porque esa tardía solicitud reaccionaria era demasiado insólita para juzgarla como desinteresada. Es por eso que rectifico y digo ahora que la pasión del tendero por ‘LaSevillana’ me producía más curiosidad que preocupación.
Esto, desde la lejanía, obliga a pensar que el arcano del hombre es indescifrable. Vivimos de reflejos, y toda clase de vicisitudes depende de las circunstancias
Don Isidro era, esencialmente, un hombre ruin, y sin embargo un día dejó de usufructuar mis propinas y se resignaba a que se me asignase un sueldo, y esto se explica porque era el instrumento con el que él ejercía venganza contra los tres seres que siempre le habían despreciado. Era sensual, pero tímido e irresoluto, y ‘la Sevillana’ debía sustraerle la timidez y enloquecerle, hasta el punto de que podía encresparse como un gallo con espolones. El infeliz debía sentirse bravucón, y por esta petulancia le hubiese regalado a la ‘La Sevillana’ 'Chotis' entero. No obstante, esa fue la primera vez que se pasó de la raya. Le observaba, mientras la exhibicionista de rompe y rasga aparecía por la tienda: lo atraía, jaquetona, con un desplante de tetas, aperturas del muslamen, entre aberturas, aquí y allá, y un revuelo de carnaza.
A veces me decía que iba a visitar a don Teodoro. Desaparecía, por el reto con su pasión senil, y toda catástrofe era previsible.
Una noche, mientras cenábamos, Petra, con su desagradable y peculiar americanismo, preguntó a su esposo:
____¿Asentó ya la Banca tunanta en el saldo de mi haber la plata del préstamo?
Don Isidro guardó silencio unos segundos, y luego respondió.
____Ya tengo yo el cheque. Mañana haced el favor de despachar en la tienda alguna de vosotras mientras voy a cobrarlo. La que se decida, no es necesario que baje temprano. El Banco está abierto hasta la dos.
____¡Bajaré yo! –exclamó Lupe, de pronto.
____No olvide vos que la plata la quiero íntegra –amenazó Petra. Tengo que comprar a la Lupe la túnica casadera y una porción de aditamentos –agregó.
____Ya lo sé, Petra, ya lo sé…
Al otro día, al regreso de la Facultad, entré en la tienda minutos antes del cierre. Me chocó la actitud del tendero. Estaba como atontado. Le dirigía la palabra y respondía con monosílabos, sin mirarme y sin siquiera prestarme atención.
Le vi sacar unos billetes de su cartera y a la vez meterlos en la caja. Y luego empezó a deambular por la tienda, mientras yo me fui a despachar a las últimas clientas.
Inmediatamente después de cerrar, ya solos los dos en el local, me dispuse a hacer el arqueo.
____¡¡Sobran 50 duros!! -grité.
____¿Cómo? –contestó preguntando cuando llegó al mostrador-. Tienen que sobrar 100. Los mismos 100 que cobré en el Banco esta mañana –añadió.
No obstante su aparente tranquilidad, en su frente empezó a aparecer un extraño sudor…
____No sé… No sé…' -me dije en un susurro, a la vez que quedé con la mirada fija, como dudando…
Repasé de nuevo todo, y seguidamente volví a sumar y verificar el contenido de la caja.
____Sólo 50 –añadí, categórico, mirándole.
____¿No te habrás equivocado en los cambios con esas últimas clientas? Yo mismo deposité el dinero en la caja, a la vez que tú aparecías.
Se metía los dedos en su mugriento cogote. Se ahogaba…
____Mire, aquí están los tres cobros que hice, y ninguno de ellos llega a 4 duros. ¿Cómo iba a equivocarme en 50?
____Claro… –dijo, con una voz tan aplatanada que daba pena.
Empero, la intención de herir era tan patente que me resistía a pensar en una maldad deliberada.
Entre los dos miramos en todos lados. Miraba aquel cuerpecillo, aquellas manos temblorosas... un aspecto que daba náuseas.
____¡¿No es ya hora del yantar?! -se oyó, súbitamente, la voz de Petra, desde el llano de la escalera que daba al piso.
____¡Es que ha ocurrido una desgracia! –le dijo su esposo.
____¡¿Cuál desgracia pues?!
____¡Faltan 250 pesetas de la caja!
____¡¿Qué quéééé…?!
Un rayo es lento para como bajó aquel esperpento.
Entre los tres registramos todo el local del modo más estúpido, mirando con nerviosa inspección en los sitios más inverosímiles.
____Ya dije a vos que algún día tenía que acontecer –le dijo Petra a su esposo, pero mirándome con retintín.
La alusión y la mirada fulminante, no dejaba lugar a duda.
____¡¿Qué tenía que acontecer?! -tercié, desafiante, utilizando su mismo lenguaje.
____Vos lo está viendo. ¡Esto! -me miró, con ojos acusadores.
Estaba encendida, y sudorosa por el esfuerzo que acababa de hacer en la infructuosa búsqueda. Entonces percibí una tufarada de axilas y de pies. Sus ojos vacunos iban adquiriendo un brillo malévolo. Reventaba de satisfacción por poder ser al fin grosera conmigo.
____¡¿Quiere usted hablarme sin rodeos?’ –me erguí.
____Al que pica, chili come.
____¡Por favor, Petra! -terció, suplicante, Don Isidro.
____¡Ni favor ni hostia! '¿No dejó vos la plata en la caudales?! ¡¿Y no fue este roto el último que uñetó en ella?!
Mi mano cogió una pesa de un kilo, que había en el mostrador, y la lanzó contra Petra. Pasó a tres centímetros de su cabeza y fue a estrellarse contra el escaparate, con gran estrépito de cristales rotos y latas desperdigadas. Petra quedó unos momentos muda. Pero se repuso y empezó a gritar:
____¡¡Asesino!! ¡¡Asesino!! ¡¡Vos sos asesino!!
Don Isidro se puso en medio de los dos, con los brazos en alto, moviéndolos.
____¡Petra, Petra! ¡Por Dios, Petra!
____¿Qué pasa? –preguntó, de pronto, Veva desde el llano de la escalera al escuchar el alboroto.
____¡Alarma a los guardias, pibita! -le dijo su madre, jadeando.
____¿Pero se puede saber qué es lo que pasa? -insistía, mientras bajaba hasta la tienda.
Al llegar, Petra, sin dejar de mirarme, le contó a su hija en pocas palabras lo ocurrido.
____El gatito ha comenzado a enseñar las uñas, ¡eh! -y soltó su risita-. Pero en cuanto a ese dinero, ¡no seas ridícula, madre!
____¡Avise a los guardias, Veva; ahora se lo pido yo! –grité.
____¡Pues claro! -terció la chilena, sonriendo, nerviosa-. ¡Aún se da aire el mangón este! ¡Yo los voy a alarmar! –añadió.
____¡No, Petra! –terció de nuevo Don Isidro, más nervioso aún que su mujer.
____No lo hagas madre. Es probable que después te arrepientas –le dijo Veva, al ver descomposición en la cara de su padre.
____¡Cállense ya todos! –Petra gritó y salió.
Por unos momentos pensé que Veva, que quizá sabía algo, iba a detenerla. Pero no. Los guardias aparecieron y les pedí que me registrasen. Y esposado salí de la tienda. Don Isidro avisó a Don Teodoro que a su vez llamó a un catedrático del Instituto y luego los tres se fueron a la comisaría para deponer en mi favor.
Pronto se me dejó en libertad. Pero salí con el espíritu gacho por tan extraordinaria confusión. Había estado a punto de matar a una persona. Si la pesa no se hubiese desviado, ahora era reo de asesinato. Me daba miedo pensarlo. Un miedo irracional. Pero en lugar de entrar en el quid de semejante brutalidad y ponerme en guardia contra ella, intenté olvidarla, quitarle importancia Me aterraba sólo pensar que tuviese que odiarme a mí mismo, que despreciarme a mí mismo, pero relegué ese recuerdo al muladar de los actos inconfesables a la vez que que dejé que flotasen las ideas nobles, los movimientos generosos; en definitiva, toda esa apariencia convencional con que ganamos la estimación ajena. Pero no caí en la cuenta de que lo que realmente importaba era otra cosa: ese sedimento de salvajismo que podía desatarse de pronto, ganar la superficie barriendo todo lo demás.
Luego de aquel agrio incidente, no quise volver más a 'Chotis', y a Dini, colega italiano de estudios, le pedí por favor que fuese a la tienda para recoger mis pobres enseres.
De nuevo me hallaba sin recursos. Entonces busqué y encontré una fonda módica, y allí fui a parar. Un duro diario. Todo incluido.
Compartía cuarto con tres huéspedes más. Era amplio, pero, aun así, estábamos apiñados.
Sólo habían dos camas, cuyas iban siendo ocupadas por riguroso orden de antigüedad. El otro y yo, dormíamos en un asqueroso colchón sobre el suelo. La higiene era nula; tufaba la atmósfera a colilla, sudores y chinches. Las paredes se hallaban adornadas con esos diminutos insectos zumbadores, despatarrados a golpe de zapato. Es prolijo añadir que la comida era escasa y además mal condimentada.
Hice poca amistad con mis colegas de cuarto. Uno de ellos era periodista, que estaba tan delgado que casi se transparentaba. Tenía ojos celestes, cara pálida y de lengua viperina. No escribía mal, pero todos sus artículos se nutrían de habladurías bajunas y enconadas. Debido a uno de ellos, le pegaron una paliza. Otro, fotógrafo del ‘Ya’, era un cínico de cuidado. Se había colado allí, furtivo de no sé cuántas fondas sin pagar. Vivía como por arte de birlibirloque, sin más fuente de ingresos que el sablazo, pero se codeaba con gente de cierto relieve. Era un paleto con cierta cultura y toda la marrullería aldeana. Un día después, cuando ya no estaba en mi pensión, le vi por Princesa, trajeado. Pero no me sorprendió su cambio de suerte. Una vez me llevó al Senado y vi que estrechaba la mano a un senador, pero a eso no le di mayor importancia; para mí toda esa plebe era de la misma calaña que mi vecino de fonda. Había logrado no sé qué enchufe. Pero eso era lo de menos; tenía igual talante de seguridad, de optimista desfachatez de sus años de miseria. Si le hubiese sorprendido sableando, ni él ni yo nos hubiésemos sorprendido. Poseía esa rara habilidad de los malabaristas de la existencia y se dejaba llevar por ella con feliz despreocupación, seguro e indiferente a la vez de su caída o encumbramiento. Desde luego, hay ciertas personas que nunca cambian..
A los otros huéspedes no los traté. Uno de ellos era cobrador de tranvías o algo así. Pero nunca mediaba en las conversaciones y sonreía reservón.
Uno de aquellos días, algunos después de mi salida de 'Chotis', recibí una visita de don Teodoro, que me habló más solemne que nunca.
____Vengo en misión harto penosa –éste fue su saludo.
____¿Qué es lo que ocurre? –le pregunté.
____Don Isidro me ha dicho que te suplique que vayas a verle.
____¡Estaría bueno! ¡Ni muerto!
____Te advierto que es un moribundo el que me lo ha pedido.
____¿Cómo?
____Desde que saliste de 'Chotis', luego de lo que pasó, que por supuesto apuesto por tu honradez, no ha vuelto a ser hombre. Cayó en cama y ahora está con un pie en el otro barrio.
____Siendo así, no tendré más remedio que ir. Pero no sé qué pinto de nuevo en esa casa…
____Me alegro que vengas, sobre todo por ti -hablaba nervioso, lo que me hacía pensar que sabía algo más…
Cuando llegamos a 'Chotis', en efecto, a Don Isidro le quedaba poco de vida. Su esposa, sus hijas y su futuro yerno rodeaban la cama. Al verme, el infeliz me envió una mirada de gratitud. En sus ojos pude ver que estaba esperándome para contarnos algo. Y así fue.
____Ahora que estáis todos -empezó, penosamente-, tengo que comunicaros que Alex no cogió los 50 duros de la caja. Fui yo. Ahora no importa por qué y para qué, aunque quizá Alex se lo imagine. Perdóname, Alex.
Me cogió la mano y la apretó con las pocas fuerzas que aún le quedaban. Después se quedó tranquilo, relajado, como si con su confesión hubiese purgado todos sus pecados.
Petra clavó los ojos en su marido. Rebullía, inquieta, conteniendo a duras penas un deseo de arrancar de los labios del moribundo ‘lo que Alex imaginaba’. Evidentemente, ignoraba las relaciones que Don Isidro mantenía con ‘laSevillana’. Y ni falta que le hacía. Pero tenía duda de Lupe y Veva. Podrían estar al tanto por Felipe que se movía en los ambientes nocturnos. Pero nunca hablé de ese asunto con ninguno de ellos. Ni con nadie.
____Alex –dijo de pronto Don Isidro-. El negocio va mal. Y tú lo sabes. Ven de nuevo y ponte al frente. Ten piedad de ellas. ¡Por Dios te lo pido, Alex! –añadió, visiblemente fatigado.
Petra lo miró con desprecio. Lupe y Felipe cruzaron una mirada de burla. Y Veva, con un descaro indecente soltó su risita. Y ante tan halagüeñas perspectivas, mi decisión era fácil.
Súbitamente, Don Isidro empezó a respirar anhelosamente y sus dedos se iban aflojando, y yo retiré mi mano de la suya. Pero de pronto, se incorporó, envarado, con los ojos muy abiertos y, sin dirigir la mirada a nadie, dijo:
____¡La tien…da, Alex! ¡’Las de arriba’ no…! –y de nuevo cayó sobre el lecho, se quedó rígido y dejó de respirar. Muerto.
Por unos momentos pensé en mi padre. Probablemente por las palabras que dijo a mi tía el día antes de morir. Pero regresé a esa actualidad, y fui testigo de excepción del llanto extremoso e hipócrita de Petra, de sus falsas muestras de dolor y del patatús con que culminaban sus jeremiadas. Las hijas se llevaron sendos pañuelo a los ojos para ocultar que no lloraban. Aquellas tres ingratas señoritas recibían la muerte de su protector con glacial indiferencia.
Don Teodoro, sudoroso y con caminar rápido, llegó a los pocos minutos de haber fallecido su amigo del alma.
____¡Tenía una clase! ¿Comprenden...? -se disculpó, pero nadie le echó cuenta. Ni le miraron. La sensibilidad era algo desconocido en aquel hogar de pacotilla.
En vista de lo cual, el profesor no dijo nada más. Sólo se acercó hasta la cama, donde yacía el difunto, y lo besó en la frente, a la vez que rezaba. Después se quedó en un rincón, cohibido, pero circunspecto, a respetable distancia de la familia. En realidad, era la única persona que había sentido la muerte de Don Isidro.
Y yo, ante tan insultante panorama, no tardé en despedirme. Mi presencia en aquella casa no estaba ya justificada una vez que Don Isidro había muerto. Y como la indiferencia de los familiares directos, frente a la pérdida de un ser tan allegado, me producía desazón, traté de marcharme, pero en forma educada:
____Ahí tienen mi dirección por si puedo serles útil en algo -dije, por pura formula, a la vez que dejé un papel escrito en la mesa. Empecé a caminar hacia la escalera.
Veva me detuvo...
____¿Cómo que si puedes sernos útil? Ya has escuchado la última voluntad del difunto, y esta siempre se respeta.
____La fetén -ironizó Felipe, terciando-. ¿A qué viene eso de la última voluntad, si puede saberse? Un viejo que estaba dando las últimas boqueás no era de fiar. ¡Digo yo! Si hace falta un hombre, aquí hay uno, que no es manco, aunque esté mal que yo lo diga.
____¡Tú lo que eres es un chulo asqueroso -le dijo Veva.
____¡Tú sí que eres una chula asquerosa y además envidiosa! Mi novio no tiene por qué callarse. De manera que tira por donde quieras –se adelantó en responder Lupe, mientras Felipe sonreía.
____No hace falta que riñan -tercié, asqueado, al comprobar que se estaba fraguando una nueva pelea entre las dos. ¡Y esta vez ante el cadáver de su padre!-. No pienso quedarme. Don Isidro
hacía todo lo posible por que así fuese, pero ninguno de ustedes me merecéis la pena –agregué.
Veva, furiosa, me fusiló con la mirada...
____¿Pues ya te puedes largar a la puta mierda! ¡Desagradecido, aprovechado, hijo de puta, cabrón...!
Me giré en redondo. Pero oí a mi espalda pasos presurosos. Era Veva con intención de golpearme. Al mediar don Teodoro, recibió un mordisco en la cara. Finalmente, Don Teodoro y yo bajamos juntos hasta la calle.
A los cuatro días, Petra se presentó en mi fonda. Su actitud era humilde y conciliadora, ‘sorprendentemente’. Pero observé que se esforzaba en dar a su voz un tono cordial. Para ella debía ser el colmo de la humillación tener que suplicarle a un criado. Pero como entonces, para no variar, estaba en situación precaria, sin dinero y sin trabajo, sólo por estas razones, poderosas por otro lado, accedí a regresar para hacerme cargo de la tienda.
Y apañé las cosas del siguiente modo: Felipe atendería la tienda durante las mañanas mientras yo asistiría a mis clases, y Lupe le ayudaría. Por las tardes, estaría yo. Se me asignó un sueldo de 20 duros al mes, además del yantar, y cargaba sobre mí toda la responsabilidad. Esta vez, y sabía por qué, no me convencía mi progreso. Felipe ganaría igual que yo. Viviría en el piso, luego de casarse, aun la amenaza de Petra a Lupe. Tal premisa era el quid de la componenda y Petra debía aceptarla sin rechistar. Todo iba bien al principio. En contra de lo que suponía, Felipe trabajaba con esmero y sin ‘distraer’ dinero de la caja. Su actitud cambió luego de su boda, que se celebró en intimidad -más por falta de recursos monetarios que por guardar luto al difunto- a despecho de Petra y Lupe, a la semana siguiente de mi regreso a aquella nueva Torre de Babel.
Felipe era alto, de facciones correctas, pero menos guapo de lo que él se creía. No era maricón, en el sentido peyorativo de la palabra, pero sí era un poco femenino. Uno de esos sujetos que causan furor entre las mujeres de ‘cierta clase’. Usaba camisa y ropa interior de seda y vestía con elegancia rebuscada. Producía la sensación de algo adornado, pero plebeyo. No era torpe ni era cobarde. Su listeza la ocupaba en conquistas fáciles y en ardides para no trabajar; y su valor, en bravuconerías. Además de todo eso, tenía una sandunga hortera y sabía sacar partido a su parla nutrida en sitios arrabaleros, y a algunos chistes, recogidos aquí y allá en momentos puntuales.
Tan pronto se vio casado, descargó en su esposa el trabajo que a él le correspondía; ella no se quejaba porque veía en su marido un dechado de distinción. Prevaliéndose de eso, se pasaba todo el tiempo ganduleando y bromeando con las clientas de 'Chotis'. Salía todas las noches y volvía a las tantas. Por este desmadre, descubrí que sustraía dinero de la caja, y unas veces cantidades fuerte. Decidí no decirle nada aguardando a pescarlo in fraganti. Pero la pesca no se produjo. Y no esperé más. Antes que pudiera ocurrir, abandoné 'Chotis'. Y esa vez para siempre.
Y también por culpa de Veva. Desde que regresé, era cariñosa conmigo. Habría preferido la Veva burlona, desdeñosa, irónica y despectiva de antes. Me empalagaba su solicitud. Y lo peor era que su madre le hacía palmas. Me resultaba odioso oírles cantar a cada instante mis excelencias con ridículas hipérboles.
Siempre vestía provocativa y todas las noches subía a cenar con su ropa al descubierto dejando ver buena parte de sus encantos. Pero me mostraba indiferente ante tan burda estratagema. Sin embargo, ella parecía no darse cuenta.
Todas las tardes bajaba a la tienda y se ofrecía para ayudarme. No me sorprendía su entrega pero su compañía no me era grata. Parecía una de esas grandes y pegajosas gatas.
Ya dije anteriormente que era una mujer guapa y exuberante, y en la tienda, encendida por el trabajo, y ardiente, cual animal en celo, hubiese sido apetecible para el macho más exigente. Pero a mí sólo me producía una invencible sensación de asco.
Una de aquellas noches, en que como era costumbre en mí me hallaba estudiando después de cenar, bajó a oscuras a la tienda, y de pronto empezó a hacer un ruido entre las estanterías.
____¡¿Quién anda ahí?! –pregunté, en voz alta.
____¡Soy yo, Veva! ¡Mamá me ha encargado que le suba una lata de calamares en su tinta, para el almuerzo de mañana! -gritó, al amparo de su madre.
____¡¿Y por qué no enciende usted la luz?!
____¡Veo bien así! ¡No te preocupes! ¡Ya encontraré la lata!
Di por buena su respuesta y de nuevo me concentré en lo mío. Pero, pasados unos minutos, escuché quejidos.
____¡¿Qué le ha pasado ahora?! –le pregunté, de nuevo, a la vez que salía de mi cuarto.
____¡Qué me he hecho un corte!
La luz del local se prendía en la parte superior de la escalera de acceso al piso, y junto a la puerta de salida a la calle. La claridad que desprendía mi cuarto cortaba de cuajo la oscuridad, y Veva estaba junto al mostrador, ‘sorprendentemente’ en la penumbra Me acerqué a ella.
____¡Cómo me duele! -dijo, melosa, apoyándose en mi hombro.
____A ver -hice presa de su brazo, sin contemplaciones, y la llevé a mi cuarto. Sonreía, mirándome.
Tenía un pequeño corte en un dedo, en la cara opuesta a la uña, pero, según la herida, parecía haberse hecho intencionado.
____No es nada -le dije, y agregué-: échese un poco de alcohol y sanará enseguida.
____¿Me lo quieres echar tú?
____Voy atrasado en mis estudios y no quisiera perder tiempo, pero si no hay más remedio… -de malas ganas cogí el bote del alcohol, que estaba en el primer estante. Después me acerqué de nuevo hasta donde Veva, vertí unas gotas sobre una moña de algodón y la adherí unos segundos sobre el dedo dañado.
____Ya está. Y ahora, seguiré estudiando –me dirigí de nuevo a la estantería, deje el bote con alcohol y regresé a mi cuarto.
____¿Estabas estudiando? –me preguntó, de pronto.
____Sí –respondí.
____¿Puedo quedarme aquí contigo?
No aguardó mi permiso. Se tiró de golpe en la cama, rechinando el somier. Luego posó la cabeza en la almohada.
____Tiene que ser aburrido estudiar, ¿no?
____No –empezaba a enfadarme.
____Me gustaría que me tuteases. Ahora eres tanto como yo, y serás médico pronto. ¿Por qué no me tuteas?
____No –respondí, con relativa calma.
____¿Es que no te inspiro confianza? –seguía con preguntas.
____Es probable –la miré.
____Lo probable es que me tienes miedo –contestó, a la vez que soltó su acostumbrada risita.
____No estaría justificado –la amenacé con la mirada.
____¿Por qué entonces no te acercas a mí? Yo no te voy a comer. No soy un ogro.
____La escucho perfectamente bien desde aquí –ya empezaba a estar harto de tanta pregunta.
____¿Sabes que has vuelto a esta casa porque yo se lo exigí a mi madre?
____¿Tengo que agradecérselo? –de nuevo la miré.
____No. Fue un impulso -se chupó con regodeo la poca sangre que salía del dedo, a la vez que me miró con sus procaces ojos, bellos, realmente-.
____Sí, un impulso. Como esta herida –agregó.
____¿Es que se cortó adrede? –quise confirmar mi sospecha.
Impetuosa, se levantó de pronto dejando escapar su furia.
____¡¿De qué te sirve estudiar tanto?! -dijo en forma de pregunta y tras lanzarme una mirada furibunda, salió de mi cuarto.
Días después, cuando me senté a la mesa para desayunar, Petra me dijo que Veva se encontraba enferma.
____No está para hospital, y seguro que vos sabés boticarla.
Entré a su cuarto con su madre. Pero ésta, so pretexto de hacer no sé qué salió. Acicalada la hallé: pelo suelto sobre la almohada con estudiada pose, labios rojos, rímel en ojos, colorete en cara. Se quejaba, mimosa. Le tomé el pulso. Normal.
____Tenga. Póngaselo en una axila –le acerqué un termómetro.
No obedeció. Por contra, bajó despacio la sábana para ponérselo en las ingles. Lucía camisón rojo, tan sucinto que dejaba ver las bragas, rojas también. Desvié la mirada.
Pensé que se estaba riendo de mí. Vería divertida mi actitud que atribuiría al rubor.
Me fui hacia la cocina, para hacer tiempo.
____¡Doctoooor Aleeeeex, iuuuu! –me llamó, juguetona-. ¡Veeen! ¡Que poco cariñoso eres con tus enfermos! ¿Es así cómo los vas a tratar?
____Eso es cosa mía. Además, todavía no soy médico –repliqué cuando entré de nuevo a su cuarto.
Luego de recoger de su mano el termómetro y de ver y de leer la temperatura, me percaté de que había refregado la parte del mercurio. Marcaba 58 grados. Obviamente, inexistente.
____¿Tiene usted calentura? -le pregunté, irónicamente, para así comprobar hasta dónde quería llegar.
____¿Tú qué crees? -se pasó por los labios la punta de la lengua.
____¡Le ruego compostura, y como en realidad no tiene fiebre, regreso a mis obligaciones! –me enfadé.
____¡Pues yo me encuentro mal!
____¿Qué le duele? ¿Dónde le duele?
____Aquí –contestó, bajó de nuevo la sábana y empezó a sobarse un muslo.
____Entonces, que le den friegas –desvié de nuevo la mirada.
____¿Me las quieres dar tú?
____Que se las dé su madre. Además, eso no es grave.
____¿Cómo lo sabes?
____Todo el mundo lo sabe.
____¡¿Es que no me vas a examinar?!
____¿Para qué? Usted no está enferma.
____¡¿Quieres decir que estoy mintiendo?!
____Eso parece.
Se incorporó de un aparatoso brinco, encendida de rabia.
____¡¡Fuera de mi cuarto, maricón!! -gritó.
Me eché a reír, me giré y empecé a caminar hacia la puerta. Una zapatilla de mujer se estrelló contra mi espalda, y unos insultos femeninos, voz en grito, me persiguieron hasta la planta baja.
Como todo esto me resultaba insultante, empecé a buscarme un nuevo empleo que me liberase de tan detestable cercanía. Los enigmas de las deferencias de Petra eran ya tan claros, que no ofrecían dudas. Pero yo no sentía atracción por Veva.
Cuando yo terminé el Bachiller, Petra pensaría que con el tiempo podría ser un buen partido para su hija. Creo que éste y no otro era el único motivo del súbito interés de Veva por mí. Como era autoritaria y déspota, lograría la aquiescencia de su madre, que si en un principio la apoyaba de malas ganas, después le seguía el juego. Veva tenía en aquel entonces veintiocho años y seguía siendo una mujer guapa y espectacular de cuerpo, y también se mantenía atenta, pero a medida que transcurrían los años, iba perdiendo la esperanza de pescar un ‘señorito’ que colmase sus ansias de figurar.
Al inicio me tendría como en reserva, pero mi salida de 'Chotis', dejaría en su ánimo todo un pozo de sobresaltos. Pero al verme regresar, quería impedir por todo medio una nueva deserción Me quería sólo para ella, sujeto bajo la soga más indeclinable para un adolescente: la carne. Me vería fácil de moldear, y se había precavido de mi pasividad poniéndome varias veces a prueba. Y mi agresividad cuando el episodio de los 50 duros no dejó en su ánimo más convencimiento que era un animal bravo, fácil, por eso, de domar. Me supeditaría a su deseo y ahí estaría ella para conseguirlo, cual domadora.
Primero enseñaría el látigo y luego tendería la mano para que se la lamiera, incluso creería que me sentiría afortunado por ser el objeto de sus predilecciones. Mi actitud, reservada y huidiza, la interpretaría como timidez, y quizá como el temor y el acato que un criado debe doblegar ante los favores de su amo.
En fin, se hallaba decidida a derribar el muro de mis indecisiones con las únicas armas con las que le concedía eficacia su obtusa mentalidad: el sexo. A la vuelta de los años, sería médico y ella habría saciado su afán desiderativo de darse tono.
No creo que en la mollera de Veva hubiese más intención que la que acabo de exponer. Pero lo que ocurrió en aquella Nochevieja me inclina a pensar si alguna vez me había amado...
Aun noche tan señalada, luego de cenar me fui a mi cuarto para estudiar. Felipe llevó a Lupe al Ritz, a disfrutar de un cotillón. A Pepi le regaló Petra un pequeño lote navideño, y ésta, Veva y yo, permanecíamos en la vivienda.
La cena fue exquisita y cordiales las conversaciones. Felipe solía tener unos prontos graciosos, y esa noche estaba especialmente inspirado. Nos hizo reír a carcajadas.
Estaba un poco mareado, pero no por haber bebido mucho, sino por la diversidad que ingerí. Faltaban sólo cinco minutos para las doce, cuando Veva se asomó al descansillo y me llamó:
____¡¡Alex, ¿no vienes a tomar las uvas con nosotras?!!
Me sentía pesado y soñoliento, debido al alcohol y a la digestión, y no podía estudiar con provecho. Por esto accedí, no gustoso, pero accedí…
Ya arriba, Veva sintonizó la radio, y después llevó a la mesa tres copas con las doce uvas de rigor, y varias botellas, entre cava y licores. Cuando llegó la hora, nos tomamos las uvas al son de las campanadas del reloj de la Puerta del Sol, casi atragantándonos y riéndonos. Petra me deseó suerte en el nuevo año y me besó y me abrazó aparatosamente. Pero Veva aprovechó tan apropiada coyuntura para besarme en los labios, lengua incluida. Y esa vez no sentí ningún asco…
Bebimos cava, coñac, anís, menta. Y me sentía bien. Todo se me antojaba amabilidad en las mujeres. Veva tocó de nuevo la radio y sonó una música lenta. Se acercó a mí, contoneándose…
____¿Bailamos? –me preguntó, con boca devoradora.
____Lo siento. No sé bailar –le respondí.
____Déjate llevar.
Me decidí, entre sonrisas. Ella guiaba mis torpes pasos: ‘así, así’. Apretaba sus pechos, sus muslos, su cara contra mí, y yo tenía ya una excitación nunca antes experimentada. Todavía no había terminado esa pieza, cuando pudimos escuchar el timbre de la puerta de la tienda.
____¡Sigan, sigan! No se detengan; la mamá bajará a ver quién inoportuna esta bárbara velada -dijo Petra, y enseguida se fue hacia la escalera.
____¡Qué fatalidad, Petra! –oímos decir a una de las vecinas que solían contarles los chismes del barrio a las tres señoritas.
____¿Qué acontece pues?
____¡La Almudena, de la casa 69, que está en las últimas!
____¡Jesús, María, José! Ahora mismo arranco –subió la escalera rápidamente, siguiendo recitando jaculatorias.
Llegó hasta nosotros, que ya habíamos dejado de bailar.
____Mala folla, pibes. Debo ir a llorar a la Almu, que está grogi. Pero no se inquieten. Sigan, sigan. La mamá hará la vuelta lo más deseguidita que pueda.
Quedamos a solas los dos: la impureza y la castidad juntas. Veva ‘de aquella manera’, con ojos de gata en celo. Y yo, turbado, y ‘mosca’ también por la extemporánea salida de Petra. ¿Acaso premeditada?
De pronto, volvió a sonar la música.
____¿Bailamos, o…? –me preguntó Veva.
____Me he venido abajo -me disculpé.
Me sentía inquieto. Al fin y al cabo, sólo era un muchacho con poco más de veinte años y sin más experiencia sexual que la fugaz y puramente mecánica del burdel. Me había dejado llevar por Dini y… Sucedió algo detestable, que yo me prometí que no volvería a repetir. Sin embargo…
Veva llevaba puesto un vestido largo de seda roja, transparente y muy ajustado, cerrado por delante mediante una larga fila de botones, algunos de ellos sin abrochar. Su actitud era resuelta, y su mirada… se la pueden imaginar…
Me cogió del brazo, decidida.
____¡Vamos ya, bobo! ¿A qué esperar?
____Es que Tengo que seguir con los estudios -respondí nervioso, no obstante, deseoso. Y terriblemente excitado…
Sonrió, dejando ver sus blanquísimos dientes. Sus negros ojos se clavaron en los míos. Su cuerpo vibraba. Mi cuerpo vibraba…
____¡Vamos! -repitió, lamiendo su boca mi cuello.
Sentí que me envolvía una niebla densa y brillante, y no era sólo por el alcohol. Mi sangre parecía arrastrar objetos luminosos y cortantes, que herían con una extraña angustia placentera. Mis manos temblaban, como en una sensación de desmayo. Y sus ojos estaban allí, negros, profundos, pero llenos de luz a la vez. Me tambaleaba el borde de su sima. Su rostro, desencajado de deseo, agolpaba sangre en los labios. No dimos un solo paso. No hablamos. Inhiestos. Quietos. Mudos... Su aliento quemaba mi cara con una ventolera de pasión, y sus labios seguían trémulos, ávidos… No se oía ya la música. Sus ojos, sus labios, su olor… Y aquella loca gravedad de los cuerpos, aquel abrasador peso de ansiedad..., como estatuas candentes, recién salidas del molde Y, de repente, sus besos comenzaron a sorber la sangre de mis venas, como una ventosa. Veva, mujer salvaje, violentamente desgarró mi pantalón, y mis partes nobles crecían en sus manos y más aún en su boca, como un universo. Finalmente, sin poder ni querer evitarlo, mi sexo cayó cautivo en su sexo; y yo, todo entero, borracho de alcohol, de pasión, de deseo, de placer, de inmenso placer. ¿De amor? ¡No!
‘Luego’ quedó en mi boca un regusto desagradable. De nuevo, empezó a sonar la música. La luz roja, la chorrera de botones, los muslos degollados por las medias. Sentía un asco igual al del burdel. Derrotado por el ciego imperativo de la carne. De pronto, el salón se volvió oscuro, bronco. Veva, rojos los labios, seca la voz, inyectados en sangre los ojos, gritaba, como un quejido:
____¡Alex…! ¡Alex…! ¡Más…! ¡Más…!
____¡Cállese! -le chillé.
Ni aun ‘así’ quería tutearla. Me vestí como pude, y salí del salón. Me precipité escaleras abajo, sin mirar. Luego me puse el abrigo, y las calles acogían al pecador. Pero no sabía si lo que sentía era remordimientos, o me avergonzaba mi caída, deplorando la de Veva, perversa hembra. Lo que sabía era que estaba aturdido y que no podía evitar que el recuerdo de lo que acababa de ocurrir se pegase a la piel como un algo viscoso. La humana debilidad pesaba con una impotencia de siglos. La serpiente y la mujer habían vencido de nuevo. Pero, en esa ocasión, la manzana era más apetitosa que nunca…
Luego de mis dudas, entré precipitadamente en un bar. Ya en la barra, pedí, bebí y pagué anís y más anís, y coñac y más coñac. De pronto, al oír un bullicio, salí a la calle; un río humano, que avanzaba por la calle Carretas, me arrastró en su marea y me desembocó en el mar de gritos, en el oleaje humano de la calle Princesa. Borrachos, de ambos sexos y de las todas las edades: hombres, mujeres, muchachos, muchachas e incluso ancianos y ancianas me besaban y abrazaban, eructando bodrio y peleón. Una y otra vez, me hacían beber a la fuerza, derramando vino en mi pecho, y bebí hasta casi perder el sentido. Luego, alegre y desinhibido, berreé con todas mis ganas. Y ya no pensé más en Veva. Aquel recuerdo sexual lo había soterrado. La posibilidad placentera de la carne, no. El goce que se puede sacar de ese conjunto de sangre, nervios y músculos, no.
El amanecer blanqueó las últimas estrellas. Un nutrido grupo gritaba, ronco ya. Corría el río celeste de un nuevo día. Aparecían ráfagas azules y violáceas, hasta que la luz adquiría un color oprimente. Nos cruzábamos con gente con el pelo revuelto, pálida debido al trasnoche y las libaciones. Caras desencajadas en las que aquella luz violácea dejaba angustiosas caras de ahogados. Caras ahogadas en el piélago oscuro de la noche, que poco a poco iban siendo sacadas a la orilla seca del alba
5
Siguiendo los consejos de don Teodoro, visité al catedrático que declaró en mi favor mientras me hallaba detenido, debido a la ‘sorprendente’ desaparición de los 50 duros de la caja de 'Chotis'.
Era un señor setentón; pulcro, versallesco y servicial. Vivía con su esposa. Hablaba de ella con ternura. Hacía ya cincuenta años que permanecían casados y parecía seguir queriéndose con un amor inalterable. Me la presentó; una gran señora; iba vestida con un traje negro, guarnecido de discretos dibujos. En todo el rato que estuvimos juntos, sonreía apaciblemente. Toda ella era un primor. Los dos eran unos oradores terribles; mientras el uno tenía la palabra, el otro quedaba expectante, aguardando, sin duda, el momento en que se detuviera para largar su contenida verborrea, y sin embargo, increíble, se escuchaban complacidos Me miraban con ojos purgativos, como diciendo: ‘perdone usted nuestra verborrea; perdone usted, paciente muchacho’.
Cuando me dejaron el uso de la palabra, les expliqué lo que de mi caso podía explicarse sin mengua del decoro, y se deshacían en condolencias. El marido me dijo que lo acompañase a visitar a un primo suyo, propietario de una academia del Bachillerato. Llegamos con tanta oportunidad que aceptó mis servicios como profesor, asignándome un sueldo mensual de 60 duros. Y esta vez, sí sentía que seguía progresando.
En las mañanas seguía yendo a la facultad; y en las tardes, me entregaba cinco horas a mi nuevo trabajo.
Desde luego, mi experiencia como profesor no ha sido lo mejor que me ha pasado. Resultaba agotador tener que luchar contra una panda de chiquillos, desaplicados y revoltosos.
Apenas terminaba en la academia, iba a cenar a una tasca de la calle de Hortaleza, próxima a la casa en que había alquilado un cuarto. Luego, me encerraba con mis libros y estudiaba hasta la madrugada. Cuatro o cinco horas de sueño eran suficientes para reponer fuerzas.
A los veinticuatro años terminé la carrera. No estaba totalmente satisfecho de cómo había transcurrido esa etapa de mi vida; tan enfrascado como estaba y tan tenso y, sin embargo, y ahora es cuando lo comprendo , tan vacío.
Actualmente, desde mi lecho de muerte observo mi vida oscura, como si hubiese vivido bajo tierra, ignorando todo, cual gusano que pudiese pensar que el mundo se reduce a la manzana que está royendo, sin sospechar que hay otro mundo maravilloso, y sin presentir que lleva dentro la mariposa que adquirirá lozanía al contacto con el reluciente sol de la primavera.
En todos esos años, era extraño el día que acudía a un cine o a un sitio de recreo; puedo contarlos con los dedos de una mano y sobrarían. Mi única diversión consistía en pasear los domingos, pero sin entregarme a la belleza del paisaje, ya que siempre me hacía acompañar de un libro; como una cruz sobre mis hombros, placentera de llevar, pero ignorando que ya estaba haciéndose pesada y que terminaría por aplastarme.
Soñaba despierto con entregarme a la medicina, sanar el dolor humano, vivir una vida apacible, rodeada de libros. Me llenaría mi profesión y la ejercería con filantropía, y todavía me quedaría tiempo para contemplar la Naturaleza.
Pero a veces sentía una sensación de vacío, como si algo en mi interior estuviese desencantándome. ¿Qué era entonces aquella ilusión que moraba en mí? ¿Qué pirueta del azar quería la vida que yo dibujase allí? ¿Qué posibilidad dejaba para lo imprevisto? No lo sabía. Hasta que no llegó el momento, no sabía qué era 'aquello tan inesperado' que estaba luchando por asomarse a mi inquietante horizonte inédito.
Mi sueldo en la academia, que nunca pasó de los 60 duros, sólo me daba para comer y para pagar el alquiler de mi cuarto. Las penurias de tiempo entonces, como antes en 'Chotis', obligaban a seguir llevando una vida austera, que me causó perjuicios y que finalmente acabarían conmigo. Me volví taciturno. No podía mantener relaciones con nadie, me faltaba tiempo, y degeneré de tal modo que más tarde me faltaba incluso el deseo. Aunque nunca fui un petulante, veía anodinas las conversaciones de los demás. No atinaba a comprender que en el trasiego humano los primeros contactos se resienten, forzosamente, de una falta de interés. Una amistad no es el cociente de una charla puntual, pero como no comprendía esto, solo me condené al aislamiento, preso en mis propios pensamientos; los que me causaron serias secuelas, cuando, más adelante, liberado ya de los perentorios cuidados de esos años, sostuve relaciones de amistad. Siempre he parecido desconcertante, brutal casi, a todas las personas que me han tratado.
El amor no representaba ningún problema para mí. Soy hombre de pasiones primarias, ya lo dije antes y, por eso, casto; casto y violento como un animal en celo. Creo que el hombre primitivo debía ser así, hasta que la civilización lo malogró convirtiéndolo en un concupiscente animal racional, como un perro salvaje, en un chucho faldero.
Yo veía el amor desde una óptica médica, y rechazaba toda esa parafernalia amorosa con que se ve adornada una unión, para mí, puramente fisiológica y sin más ringorrango que el instinto al servicio de la conservación de la especie. Mi aparente templanza tenía cuatro orígenes: los apremios de mis ocupaciones, que me impedían concentrarme en temas amorosos; la brusquedad de mi idiosincrasia, que ponía coto al mínimo indicio de amistad; la compulsión ardorosa de mi alma bajo un pozo de amargura, que los años habían ido dejando y, acaso, aquel sabor agridulce de algo intenso pero brutal que me quedó de mi episodio con Veva. Cuando amé por primera vez, el fuego que había en mi interior debía quemar la costra de mi indiferencia y, con el paso de los años, la iría sacudiendo con la fuerza de un ciclón. He vivido loco de amor, pero inexpertamente, quemándome yo y quemando a los demás en mi incendio.
Algunas veces pensaba en mi abuelo, que mató por amor; en la extraña ternura de mis progenitores; en mi madre, que murió de consunción, sin una sola queja en los labios; y en mi padre, que quedó muerto sobre la tumba de su mujer, ‘sorprendentemente’ de muerte natural: muerte de amor.
Todo eso me desconcertaba. Sin embargo, a menudo pensaba si había algo más allá de esa frontera de carne que era la mujer…
Huelga decir que en la facultad hice pocos amigos. Durante los recreos, que mis compañeros dedicaban a un merecido ocio, me refugiaba en un libro, a falta de tiempo para estudiar. ‘Placer amargo, dulce placer’.
En todos los años de estudio llegué a conseguir afectos sinceros y ácidas enemistades, pero nada hacía por fomentar los unos, o evitar las otras. Ignoraba si entre mis compañeros había alguno que mereciera algo más que un saludo. Para mí no eran sino una copia de la chiquillería de mi etapa en la academia. No obstante, en la actualidad, algunos de ellos ostentan destacados puestos, y a menudo salen sus nombres en los diarios, acompañados de significativas fotografías. ¡Curioso! Mientras éramos estudiantes, sólo destacaban por su 'peloteo' o su padrinazgo, y todo bajo un mismo denominador de cierre de mollera. Los veía mendigar lecciones a los más listos, contar chistes a los profesores, gallear a costa de los relieves que habían podido sustraer de la bondad o del descuido ajeno. Pero también los habían responsables, que machacaban las materias en sus casas, como si golpeasen acero
puro. ‘Pero sin embargo eso, al final del curso, todos obtenían buenas calificaciones’.
Sólo una amistad mantuve en la facultad, una mujer: Luz. Me amaba y yo la apreciaba. Quizá me habría propuesto matrimonio de haber permanecido en la capital, luego de acabar mi carrera. Pero en aquellos entonces mi cabeza no abarcaba esta clase de preocupaciones.
Dini, que me había cogido cariño, decía de mí que poseía un extraño atractivo para con las mujeres. Pero tal apreciación era, como mínimo, gratuita, y mi fracaso sentimental lo confirma. Era alto, atractivo, culto. Cierto. Pero de carácter reservado, incapaz de pronunciar palabra insinuante a una mujer. En realidad, me hallaba a mil años luz del más inoperante Don Juan.
Luz también cursaba medicina. Ingresamos los dos el mismo día en la facultad. Era la única mujer en nuestra clase, y sorprendía verla allí. Quería especializarse en puericultura y cirugía. Quizás esté ya casada y con hijos, en cuyos aplicará sus conocimientos profilácticos. No. Elimino esto. Luz no se merece que diga eso de ella. La observábamos mientras se encontraba en el quirófano, manejando con soltura el bisturí sobre un cuerpo de goma; no se distraía y admirábamos su entrega.
Luz era una chica guapa con estilo: rubia, ojos verdes y boca con dientes alineados, un poco separados, que, sin embargo, daban a la cara un cierto hechizo de frescura e ingenuidad. Con piernas torneadas y pelo abundante: cuerpo ¡oh! Vestía exquisitamente. Y por si todo esto fuera poco, su familia gozaba de un envidiable estatus social y financiero. Al principio, apenas si era para mí un compañero más con quien cambiaba algunas palabras, pero los otros se disputaban su compañía y siempre la veía rodeada de un montón de admiradores.
Nunca llegué a saber el móvil que la llevó a que estrechásemos nuestras relaciones. Tal vez mi indiferencia era lo más atrayente por descubrir... Y visto así, ¿por qué no iba yo a embobalicarme, como los otros, ante tan apetitoso bombón? Y esto era algo que pedía una urgente aclaración.
No soy un petulante por decir que para Luz fueron mis primeros reproches serios. Era lista e inteligente, pero no estudiaba gran cosa, y por eso me pedía que le explicase algunos puntos de las materias que cursábamos. La primera vez lo hacía gustoso, pero tanta reiteración cansaba, porque de los estudios me llevaba a dar mi opinión sobre infinidad de cosas, haciéndome perder mi tiempo. Pero no tardaba en acostumbrarme a su voz cantarina y cálida, a las caricias de sus ojos, de suavidad aterciopelada; al movimiento de manos, de dedos alargados y casi translúcidos; al torrente de su risa, fresca y espontánea; a su actitud, noble y sana... Durante un tiempo, caí en la ingenuidad de creer que mi relación con Luz no tenía más sustentáculo, ni más perspectiva que una amistad. Absurdo. Entre gente joven, de igual o distinto sexo, aunque no comulgo con las corrientes homosexuales, un buen porcentaje está abocado a ese conflicto amoroso. Y esto es algo comprobado estadísticamente, sin que nadie pueda decir lo contrario.
A causa de mi poca frecuentación con mujeres, tenía, y pienso que no he cambiado en esto, poca experiencia con ellas. Luz me sorprendía a veces con unos enfados que llegaban a durar diez días. No me preocupaba. Ya se le pasaría. Se me antojaba una de esas nenas de espíritu vidrioso, mimadas; gente de vida fácil que nunca habían sufrido miseria y que buscaba contratiempos, agigantando ridículas minucias para acaparar la atención. Y en efecto, como no le hacía caso, volvía a mí con docilidad. Pero el principal motivo de sus enfados tenía origen en su empeño de que permaneciese en Madrid, una vez terminada la carrera, para ejercerla, y mi negativa a pensar siquiera en esa posibilidad.
Odiaba permanecer por más tiempo en Madrid. No quería seguir pisando sus calles, de tan ácidos recuerdos. Las calles de Madrid me dolían como llagas. Que se quedasen mis otros colegas, los burguesitos pimpantes, que abrirían consulta, deslumbrante en cristales y niquelados, para dar caza a la estúpida alondra de la vanidad, que se quedasen para mimar la gente rica y poner cara circunspecta ante sus achaques, y auscultar sus carteras. Me iría a un pueblo andaluz que tuviese un cielo y un campo amplios, y no un campo en conserva, como Madrid, y un cielo encajonado cuarteado por los edificios, en conserva también. Madrid era un parche azul enmarcado en cemento. Sabía lo que le esperaba a un pobre como yo, que debía aferrarse a la medicina para poder vivir. Conocía algunos médicos que vivían en barrios periféricos, ocupados día y noche, sin ningún tiempo para estudiar, ampliar conocimientos, destacar. Vivían fracasados. Yo quería irme a un pueblo, en el que podía ser un alguien, y no una rata más en las cloacas de la capital.
Pero Luz no cedía. Su padre tenía influencias: la clínica de algún ínclito médico, un puesto en hospital. Su padre tenía poder. Tal vez. Pero no podía comprar mi ansia de huir de Madrid. Madrid era el cesto de los repartos, la humillación, el frío, la miseria, un tumor pegado al alma. No precisaba a Luz. ¿Ayudarme por qué? No quería volver a llevar la gorra servil y tender de nuevo la diestra de las propinas difamantes. Quería empezar de cero. Había luchado y sufrido para eso. Siempre había querido apartar de mi mente lo que mi mente quería apartar. Y esto era algo que siempre lo había conseguido.
Empero tardé en percatarme de que Luz se había enamorado de mí. Parecía increíble. ¿Qué clase de amor era el suyo? ¿Cómo el de Veva? No. La miraba a los ojos: los empañaba el tejido de una ternura que recordaba a mi madre. A veces era cariñoso con ella y sus ojos se acunaban, pero los míos no se excitaban.
Muchas mañanas, sentados en un banco del patio de la facultad, repasábamos juntos las láminas del cuerpo humano. Luz estaba a mi lado, con su fragancia de carne joven. Los dos mirábamos los desnudos; ella temblaba, y el rubor encendía su cara. Luego, quedaba pálida, pero anhelosa; y yo, hermético, y sorprendido de un amor de tímidos deseos. Luz también estudiaba medicina y no ignoraba nada. Hablábamos de ello como entre hombres. Científicamente, pero como entre hombres ¿Y luego? Claridad en su mirada. Y sobresaltos también.
Veva y yo, en la cueva oscura, unidos por el fuego del sexo y separados por el hielo del corazón. ¿Y Luz? ¿Bastaban el azahar, los acordes de la música y la alcoba de la virgen al amparo del sacramento? Ciertamente me preocupaba. El amor y el corazón: tópicos. Y toda esa charlatanería con respecto a la amistad, la comprensión e incluso la respetabilidad... simple y llanamente: surperfluidades literarias, requiebros de plumas partidistas.
Desde mi inminente sepulcro, me río y río yo ahora de este mi racionalismo, mi torpeza. Amo a una mujer, y esta mujer está muy por encima de toda esa basca. ¿Absurdo? ¿Por qué si la amo? Y yo también estoy muy por encima. Yo, un miserable, un cobarde, y hasta un rufián. Y la amo con todos esos tópicos de amor, corazón y respeto, como un humano civilizado. Pero con la carne también.
Pero cuando conocí a Luz estaba lejos de comprender todo esto. Y la hice sufrir, sin duda. ‘Por ti seré una desgraciada’, me dijo una vez, y me dio pena oír eso. He sido egoísta, lo sé. He vivido en mí, sólo atento a mi dolor, lo sé. No me ofrezco a los demás, Cada uno con su carga de pesadumbre. Pero a Luz le hice daño. Y por eso me siento reo en su recuerdo, con la misma desolación que me acomete ver mi vida tan implacablemente vacía.
A pesar de esto, creo que no me hubiese casado con Luz ni en el supuesto de haberme quedado en la capital. No me gustaba su
ambiente, y menos aún su dinero. No quería ser el marido de una mujer rica; un marido de baja extracción.
Esos burgueses inflados: hombres de grandes tripas y de nimias cabezas, mujeres de pocas ocupaciones y de voluminosas tetas. Y sus retoños, tan miserablemente vacíos. Es probable que esta opinión mía sea parcial e injusta. Me faltan datos para juzgar, ya que mis contactos con esa gente eran nulos. Pero la juzgo. Y la juzgo porque, en definitiva, no era sino una proyección, en una escala más alta, pero con los mismos resabios de la sociedad burguesa contra la que topé en el pueblo donde fui a parar, después de mi salida de Madrid. Una proyección exacta de aquel notario, aquel burgués, aquel hombre bueno a la burguesa, que me venció. No, no puedo ser ecuánime.
Cuando acabamos el último curso, Luz y otros colegas estaban ensayando una obra de teatro con la que iban a celebrar el acto. Me ofrecieron un papel. No lo acepté. Ya hacía uno bastante el tirititero en la vida como para además tener que subirme a un escenario. Por otra parte, se suponía que un tipo como yo podía servir para cualquier cosa menos para farsante. Por el contrario, accedí a asistir a un ensayo. Y ese fue mi único contacto con esa gente que aparece y desaparece en los ecos de la alta sociedad, con anuncios publicitarios de cremas y mejunje para rejuvenecer el cutis, depilatorios de axilas y esos sofisticados artilugios para mantener la línea.
Pero, cumpliendo mi palabra, asistí, aunque forzado e incluso en una actitud insolente. Lo sorprendente era que daba muestra en todo instante de una serenidad de la que creía no era capaz.
Siempre hay que ser insondables, caiga quien caiga. Ahora pienso esto.
Ese ensayo se llevaría a cabo en la mansión de una escopetada dama, ‘mamá’ de uno de mis compañeros, del mismo o superior estatus que el de los padres de Luz.
Luz salió a mi encuentro, no bien me vio entrar a través de un largo pasillo alfombrado. Estaba guapísima. Encajaba a las mil maravillas en aquel marco ostentoso.
____Alex, besa las manos a las señoras –lo primero que me dijo, pero casi imponiéndomelo.
Me molestaron sus palabras. Después de todo, yo no era uno de los suyos. ¿Por qué entonces? Por un momento pensé si era para pasar de contrabando. Pero en mi cabeza flotaba aún que hacía poco tiempo manos como esas me daban propinas, que me veía obligado a aceptar para sobrevivir. Pero tengo que confesar que entonces no sentía ninguna idea reivindicadora de clase. Simple y llanamente, me asqueaba todo aquello... doncellas con cofia, criados con librea, chóferes, boato, aparatosidad, hipocresía…
Ahora, en mi lecho de muerte, no sé definir mis sentimientos. Aquel fue uno de los momentos más desconcertantes en mi vida. Me sublevaba aquel insolente panorama.
Naturalmente, no besé ninguna mano. ‘Las jactanciosas mamás de los flamantes médicos’, con los dedos cargados de pedruscos keration brutus y en oro de 24 kilates, miraban con desdén mis pobres atuendos. Me divertía pensar que para ellas la calidad de la persona era inseparable del coste del traje. Entonces empecé a aburrirme. Estaba como olvidado en un rincón, y forzosamente no podía ser de otra forma, puesto que con ninguno de aquellos 'niños de papá' había hecho amistad y no les era grato mi trato. Aun así, me sentí firme, pero ni yo les interesaba a ellos ni ellos me interesaban a mí; por lo tanto, nada pintaba yo en aquella suntuosa mansión.
Y después de todo, no se celebró ningún ensayo, lo que me hizo pensar que era una burda escusa para organizar bailes íntimos y para anunciar futuros enlaces y comunicados de la alta sociedad Sin descartar, por supuesto, ‘ciertos devaneos de algún señorito de turno, al que si era apellidón o banquero se le permitía todo, sin siquiera ser censurado, achacando sus deslices a los vínculos con la azul, o al cava'.
Las mamás sonreían dichosas y meneaban las cabezas con aires altivos. Todas las parejas hacían buena pareja. Y las casarían. Y a echar hijos al mundo. Y a expandir la ramplona tradición…
Luz, de tarde en tarde, se acercaba para hablar conmigo. Pero apenas era requerida, se iba de nuevo. Aunque detestaba aquel ambiente, había sido educada para desenvolverse en él. Y debía cumplir. Después de la última visita que me hizo, paseé la vista y pude ver que había algunas señoritas, todas ellas elegantes y con 'ropa de marca’; y algunas, aunque muy educadamente, me miraban, entre curiosas y admiradas. Posiblemente por mi pobre indumentaria o por mi físico.
Pero llegó un punto en que ya no podía más y abandoné aquella casa. Y la estúpida burguesía seguiría con su no menos estúpido caletre.
Luz me alcanzó cuando estaba en la puerta de salida al jardín.
____¿Es que te vas? -me preguntó, sorprendida.
____Sí –respondí.
____¿Y ni siquiera te despides? –ésta fue su segunda pregunta.
____¿Crees tú quizás que notarán mi ausencia? –le respondí con ésa pregunta
____Sería una grosería de tu parte que te vayas así –me dijo, en un tono casi molesto.
____Me tiene sin cuidado. Y así corroboraré la penosa impresión que he causado.
____¡No tienes ningún derecho a decir eso! ¡Nadie te ha juzgado mal! –finalmente, me gritó.
____Entonces se han equivocado. Además de estúpidos, ciegos.
Me giré en redondo y salí presuroso hacia la puerta de salida a la calle.
Hasta el lunes o el martes, no lo recuerdo, de la primera semana de prácticas, Luz y yo apenas si cambiamos unas palabras, pero por pura formula. Nos mirábamos como dos extraños.
Uno de aquellos días, empero, en uno de los recreos me sentía obligado a darle una explicación. Pensaba que no era culpable personalmente ante ella, pero era reo del ‘gran delito’ de haber atropellado sus convencionalismos sociales. Pero en cuanto a mis resquemores, los veía tan desproporcionados que me daban risa.
____Fue una estupidez, lo reconozco -le dije, después de romper el hielo-. Pero hiciste mal en llevarme a un ambiente que no era el mío. Me encontraba desplazado.
____No sabía yo que eras tan soberbio.
____Y no lo soy, pero hay algunas cosas que repugnan al buen sentido. Llevarme a tu escala es como vestir a un paleto con chaqué –le dije-. Además ciertas complacencias proletarias de tu clase no acarrean a los favorecidos sino un gran ridículo o una gran humillación –añadí.
____Pero tú eres lo suficiente inteligente para estar por encima de esas insignificantes pequeñeces de mira.
____Y ellos son lo suficiente estúpidos para juzgar la calidad de la persona por el apellido, el atuendo, o el saldo de su cuenta corriente -y agregué-: sé que no me comporté bien y que por respeto a ti debí haber obrado de otra forma, pero debes admitir que pecaste de tacto, al menos hasta no haberme comprado un
traje igual o mejor que cualquiera de los que vi en tus amigos -y terminé con ésa ironía.
No me respondió, pero ya nos habíamos emparejado, luego de asistir al último examen. La facultad se iba quedando solitaria. Los estudiantes rezagados la iban abandonando poco a poco. Un bedel, cachimba en boca y derrengado sobre la jamba de una de las puertas de la salida, me saludó cordial e incluso amable. Sin duda, me confundiría con otro.
____¿Y cómo podías pensar que quería humillarte? –me dijo, de pronto, en forma de pregunta.
Quise responder, pero se volvió hacia mí y me besó en la boca. Y ese beso, obviamente, era más pasional que testimonial.
____¡Luz! –exclamé, sorprendido.
Pero antes que pudiese superar la sorpresa, ya había empezado a caminar: cabeza gacha y cara ruborizada.
Sí, el recuerdo de Luz abre mi alma a un oasis de ternura. Ella, Pepi, y mis padres, por supuesto, allá a lo lejos, como un retazo de sol en los años jóvenes, en que uno nada comprende. Amor fue lo que me dejó Luz en su primer balbuceo amoroso, como algo delicado, como rosa roja. Mi madre solía decirme: ‘guarda celosamente el recuerdo de la mujer que te haya amado que es el mejor regalo que jamás recibas’. Y era verdad. Mi madre tenía toda la razón.
¡Pero tú abrasaste mi amor! ¡Tú tiraste la rosa en el volcán! ¡Tú estás consiguiendo que odie mi ansia de amar!
Ahora pienso en ti. ¿Dónde estarás? Era duro contigo y blando también. Tú lo ignoras, pero acaricio tu recuerdo con mi único ademán embebido; único ademán de triste rosa roja. Pero tenía que ser así, Luz. Estaba escrito.
A veces, sin esperarla, recibía la visita de don Teodoro. A mi lado se sentaba y hablaba sin parar, respondía con monosílabos, sin prestarle atención, repasando mentalmente mis lecciones. Pero insistía, una y otra vez, en sus méritos, sus conocimientos, sus capacidades y su experiencia para impartir la enseñanza…
Una de aquellas mañanas vino a visitarme. La expresión en su cara no podía disimular la frialdad de un hombre fracasado que no tiene más fuente de gozo y amargura que el regodeo de sus propias miserias.
____Vengo en triste misión.
Me puse en guardia. Siempre que aparecía así y me hablaba así, solemne y enigmático, no era para nada bueno.
____¿Qué ocurre?
____Pepi –respondió, con una parquedad inusitada.
____¿Qué le pasa? -le pregunté, empezando a preocuparme.
____Se encuentra enferma. Me ha enviado un recado pidiéndome que venga a decírtelo.
____¿Muy enferma?
____Está ingresada en el hospital de las Hermanas de la Caridad
____¿Desde cuándo?
____Hace un mes. Está tuberculosa, ¿comprendes…? Y según los médicos, le quedan pocos días de vida.
____¿Y cómo es que usted no me ha avisado antes?
____No lo sabía -se escudó-. Ya te dije que 'Chotis' había dado en quiebra, y que Petra, sus hijas y la pobre de Pepi desaparecieron del mapa. Y de Pepi no he vuelto a saber de su paradero hasta esta mañana. ¿Comprendes…?
____Vamos –le dije, a la vez que cogía mi chaqueta.
Mientras íbamos caminando me contó, por enésima y una vez, el cierre por quiebra de 'Chotis'. El principal culpable había sido, naturalmente, Felipe, pero las tres señoritas contribuyeron en gran medida. Según el profesor se acababa de enterar, Veva se había tirado a la prostitución, y estaba hecha una pena. Lupe y su madre pedían limosnas, ejerciendo su labor de pedigüeñas en Cuatro Caminos. A ése respecto, Petra le había dicho al emisario Don Teodoro, con su odioso americanismo: ‘toda cosa es bárbara para yantar antes que el indecoroso lastre de laborar’. El chuleta de Felipe había desaparecido. Y la pobre Pepi no dejó a sus amas hasta no ser reclamada por una ama más inflexible, pero quizás más piadosa: la muerte.
Apenas una semana más resistió. Iba a verla todos los días. Me sentaba junto a su cama, le tomaba el pulso, le hablaba. Ella no abría los labios, pero me miraba, rebosante de gratitud. Estuve a su lado hasta su último aliento. Las miradas de sus cálidos ojos se posaban en mí con una expresión tierna. No podía hilvanar palabras mientras agonizaba. La emoción había paralizado mi cerebro y mi garganta. El último día de esa semana, caída ya la tarde, se incorporó, de pronto, cogió una de mis manos, la besó y la retuvo, en un gesto de bondad. La agonía de la muerte le dio a la vida la última oportunidad de hablar, y Pepi la aprovechó para decirme, con voz firme, pero apagada:
____Pronto será usted médico, señorito Alex...
Soltó la mano y quedó quieta y rígida. Muerta.
Aparte de mis llantos de la niñez, esa fue la única vez que lloré como adulto. Y lloré con ternura; la ternura que había podido arrancar de la persona que acababa de morir. ‘Cuando se nos muere un ser querido, es cuando más necesitamos creer que hay cielo’, pensé. Aquel inmaculado ángel, con cara y cuerpo de mujer, no se merecía tan horrible final. ¡Y sólo tenía veintiséis años!
(FIN CAPÍTULO 5)
6
Los recién casados entraban en el vagón del tren cuatro horas después de que saliésemos de Madrid. La novia representaba más edad que el novio: ¿treinta y pocos, quizá? Vivían en no sé qué pueblo de Ciudad Real, y se dirigían al Sur, en luna de miel. Ella, parecía una aldeana con resabios de señorita marisabidilla. Su físico era vulgar: estatura baja, gruesa, cara ancha, poco pelo ojos inexpresivos y boca con labios finos. Él tendría alrededor de veintidós: alto, rubio, manos callosas, y su cara delataba que era algo infantil. Parecía ahogarse dentro del traje azul marino, poco holgado para su desarrollado tórax. A cada instante se inclinaba sobre su esposa, rendido a ‘sus encantos’.
____¡No seas imbécil! -le increpaba.
Empecé a sentirme molesto. Aquella impertinente mujer le hacía advertencias ‘¡no hagas esto, no hagas lo otro, no te pongas así, no te pongas asao!’. Y cada frase la acompañaba con insultos. De pronto, seguro que era para dejar descansar la lengua, se enfrascó en la lectura de una revista, mientras el joven miraba con cándido sonreír el techo del vagón, cubierto de hollín.
También yo me iba distrayendo, leyendo un periódico, y así iba matando el aburrimiento de las horas de viaje.
El traqueteo del tren pespunteaba el silencio. Pasaban rápidos los palos del teléfono y la electricidad, y subían y bajaban los cables, culebreando en el paisaje. El vaivén iba acunándome y las ideas llegaban soñolientas a mi cerebro, desparramándose en él, como la ola cansina de la canícula sobre la playa. Pensaba que quizá era una paleta rica que había aceptado como marido a aquel gañán, ante la amenaza de la soltería. Y lo pensaba con obstinación sintiendo que las ideas se escurrían como libro entre dedos, torpes de sueño. Viajábamos a pleno día, bajo un sol de sentencia. Las ventanillas de nuestro vagón iban semi abiertas, y las cortinillas que tamizaban los rayos solares, sumían nuestro compartimento en un ámbito sofocante. El meneo del tren, que empezó a deslizarse por una pendiente, zarandeaba los cuerpos como muñecos. Flameaban cortinillas dejando pasar a intervalos chorros de luz que mostraban el paisaje entre guiños. Se caían mis párpados sobre mis ojos. Volvía a subirlos, haciendo un gran esfuerzo, como si quisiera levantar una pesa de diez kilos con mano sin nervios ni músculos. ‘Por eso le humilla y le desprecia’. Las ideas se pegaban a mi mente como las patas de las moscas en una de esas tiras glutinosas de papel cazamoscas. ‘Porque él representa el recuerdo enojoso de sus petulancias desvanecidas, del novio que se burló de ella, del señorito que la dejó plantada’. Todos esos pensamientos revoloteaban en mi interior, hasta que acababan por escapar cual bandada de pájaros. Quedé vacío. En mis oídos sólo sonaba un frufrú agitado.
De pronto me zarandeaban, sin escrúpulos.
____¡Billete!
Ante mí, el revisor, con esa estúpida expresión de no haberse saciado aún de interrumpir el sueño fugaz del viajero. Lo suyo era picar, y poco más debía importarle.
Despierto ya, repasé lo que había pensado y, como un reflejo, me vino a la mente Luz, que no me habría echado en cara su dinero, pero que lo tenía, y tenía además una educación y unas relaciones diferentes a las mías. Me hubiese sentido, como mi vecino de viaje, en una situación embarazosa. Pero pienso que yo tenía la sensibilidad que a él probablemente le faltaba. No hubiese podido soportarlo. Y todo esto contribuía en alegrarme de no haberme apeado del tren cuando aparecían mis dudas…
Luz me había acompañado a la estación, y en todo el rato que permanecíamos en el andén, hablábamos de trivialidades. Hasta que sonó la señal de salida...
____¿Me escribirás? -me preguntó, anhelosa.
____Desde luego -respondí, casi indiferente.
____¿Cuándo regresarás? –me preguntó, de nuevo.
____Ni idea –contesté, en el mismo tono anterior.
En ese instante, puse el pie sobre el estribo del vagón y a la vez tendía la mano hacia Luz, quien, tartamudeando y nerviosa, me cogía el brazo y me decía, en una exclamación:
____¡Alex, por fa…vor! ¡No… te…. va…yas…!
____Pero…
____¡Al menos, no te vayas así! ¡Necesito que me digas…!
Sus palabras eran interrumpida por ruido del tren. Un chirriar de hierro y un crujir de madera lo recorrían de punta a punta, como un escalofrío.
____¡Por favor, Alex! ¡Te quiero…! –añadió, de pronto.
El vehículo longaniza empezaba a ponerse en movimiento.
____¡Eso es un disparate, Luz…!
____¡Alex! ¡Te lo suplico, Alex!
Luz daba unos pasos seguidos, sin dejar de hacer presión sobre mi brazo.
____¿Ya no me tienes miedo? –le pregunté, súbitamente.
Ignoraba por qué razón le hacía ésa estúpida pregunta, tras la que, sin duda, se esponjaba la vanidad de una persona amada.
____¡No, no te tengo miedo, pero estaba convencida de que ibas a labrar mi desgracia! –respondió.
Pero de pronto, aflojaba los dedos y soltaba mi brazo. Al poco, el tren empezaba a alejarse.
Luz quedada clavada en medio del andén, mirando desde sus bellos ojos, llenos de lágrimas. Entonces, traté de luchar contra un sentimiento. No lo logré e inicié un movimiento para bajarme del tren. Pero parecía que una mano férrea frenaba mis piernas. Miré atrás. Luz estaba en el mismo lugar, levantada la mano con un adiós que me apenaba. Flameaban pañuelos, y la imagen de Luz se iba desvaneciendo entre una masa informe. De repente, el tren realizaba una pronunciada curva a la derecha. Ya no veía a Luz. La había perdido. Y la había perdido para siempre.
No, no le escribiré’. Pensé mientras iba hacia mi compartimento. ‘¿Para qué? ¿Por qué? Mi capacidad de torturas no llega a esos extremos. No quiero abrigar falsas esperanzas’.
Ya en mi vagón y sentado en mi asiento, comencé a sopesar los pros y los contra, por supuesto bajo un criterio egoísta, y no era precisamente una relación amorosa lo que entraba en mis planes en ese entonces. Sabía que las cosas del querer pasaban factura. ¡Y bien que lo sabía! Pero eso no me importaba en ese momento.
Seguía firme y decidido. Intentaba persuadirme a mí mismo de que nada iba a detenerme ya. A través de la ventanilla del vagón se podía ver el campo, y esa imagen me reconfortaba
(FIN CAPÍTULO 6)
7
Llegamos a Sevilla con un retraso de tres horas sobre el horario previsto. El calor era asfixiante; fuego puro subía desde el suelo. Un autobús, viejo y destartalado, que repartía los viajeros, tenía su penúltima parada en el apeadero de partida de otro que era el mío. Pero ya hacía casi dos horas que había salido. En vista de lo cual, dejé mi equipaje en consigna y me lancé a la calle. Nada había tan insufrible como esa larguísima espera en una ciudad provinciana en la que no se conocía a nadie ni se tenía nada qué hacer. Para ir restando tiempo al tiempo, entré en un bar y pedí un vino y un periódico, y leí, sin enterarme de casi nada, hasta los anuncios.
Rato después, estaba otra vez en la calle. Pregunté a una mujer, que vi por allí, si sabía de alguna fonda cercana. Ella me dijo: ‘ahí, pensión Murillo’. Cuando entré, a un tipo canoso que había detrás de una mesa le alquilé un cuarto para una noche. Entré en él y me refresqué un poco. Luego fui a una peluquería a que me cortasen el pelo. Al cuarto de hora, otra vez al calor. Anduve buen rato en las calles de Sevilla, entrando en todas las iglesias que encontré al paso, disfrutando en la frescura de sus naves y deteniéndome ante lienzos e imágenes.
Pasada una hora, fui a conocer la Facultad de Medicina, y en su ambigú compré y comí un bocadillo. Anochecido ya, cené en la primera tasca que vi. Y ya, sin nada más qué hacer, me aburrí soberanamente. Aún cansado, o quizá por eso, no tenía sueño, así que decidí ir a un cine. La película era pésima y abandoné la sala antes que acabase. Pero como estaba harto de pasar calor, me encaminé de nuevo hacia mi fonda. En mi cuarto, me hallé con una cama dura y unas sábanas sucias, que habrían cobijado sabe Dios cuántos huéspedes. Esa noche dormí poco y mal.
El día siguiente, igualmente tedioso; pero, por fin, a las cinco me subí al autobús que debía llevarme a 'mi pueblo’, embutiéndome entre una mujer, que llevaba un niño en los brazos, y un vejete canijo de aire cachondo que hablaba un lenguaje bronco, pero con tan buen sentido que pasmaba.
El viajecito, desde luego, se las traía. El asfalto, blanco de sol y agujereado como cráter, era como una pesadilla en el ardiente paisaje de los campos sevillanos. El autobús daba tumbos en los baches de la carretera, y el sol hacía de las suyas a través de las desguarnecidas ventanillas. Avanzábamos a paso de tortuga en una atmósfera de polvo y candela. El sudor pegaba la ropa a mi cuerpo.
Hacíamos muchas y largas paradas. Cuando menos se esperaba, aparecía un pueblo blanco, que parecía deshabitado. Se palpaba el hambre, la miseria y la desigualdad. Míseros adobes junto al esplendor de cortijos de boatosas portadas, con hierro heráldico o ganadero en sus arcos, como en desafío, en guardia. Adobes que predisponían a la evocación de la caridad, la piedad. Adobes que raspaban el alma.
Acudía mucha gente en cada parada: zagalas endomingadas, de caras tímidas, ensoñadoras del foráneo: príncipe azul con vitola universitaria, ancianas en enaguas, chavales broncos, ancianos renegridos; muchos niños, de ambos sexos, desharrapados, que miraban con cándida insolencia. Algunos devoraban con los ojos la razón de su pasmo. Nunca antes me habían mirado con tan insolente desfachatez. Llegaba incluso a sentirme molesto y con ganas de reprender a aquella contumaz chiquillería.
Arribamos, por fin, a mi destino a las diez de la noche. Entre el gentío de pasajeros y familiares que habían subido me abrí paso. Me bajé de aquel horno y me quedé en la carretera. Siluetas oscuras y caras raramente blancas, extasiaban junto al autobús: risas, sonrisas, besos, abrazos, estrechares de manos, llantos, gritos, preguntas, respuestas… Todo un río de los sentimientos humanos se explayaba a la carta en aquel infame asfalto.
Pero, de pronto, un tipo de aspecto campechano se me acercó.
____¿Es usted Alejandro Ceballos Munitis?
____El mismo –respondí.
____Gusto en conocerte. Al menos al tacto –dijo y sonrió cordial-. Soy Pepe Ruiz, el forense de este pueblo –añadió.
____Y yo –correspondí, estrechando la mano que me tendía.
____¿Han bajado ya tu equipaje? –me preguntó, de pronto.
____No lo sé. Pero creo que…
____Espera –se dirigió hacia la parte trasera del autobús.
____No te preocupes. Ya iré yo a…
De nuevo, no me dejó terminar la frase. Seguimos a una mujer, ataviada completamente de negro, que iba delante de nosotros con mis maletas.
____Te esperábamos ayer –me dijo, súbitamente.
____Y así estaba previsto. Pero el tren llegó a Sevilla con retraso y perdí ese autobús –señalé con la mano.
____Habrás tenido un viaje detestable –agregó.
____Ya hice otro peor.
____Olvídalos. Ahora te sobrará tiempo para descan…
____¿Qué tal es este pueblo? –le pregunté, interrumpiéndole.
____Como casi todos los del Sur. ¿No conocías Andalucía?
____Nunca antes había estado en estos pagos. Nací en un pueblo de Santander y, aparte de allí, sólo conozco Madrid, en donde he vivido desde los trece años.
____Pues entonces… te compadezco.
____¿Por qué?
____Ya hemos llegado a tu casa –anunció, pero sin contestar a mi pregunta.
La mujer enlutada abrió la puerta con sus propias llaves.
____¿Quieres entrar? –le ofrecí.
____Otro día. Ahora lo que necesitas es descansar. ¡Bienvenido a bordo, doctor Ceballos! –sonrió.
____Gracias por todo –respondí, devolviéndole la sonrisa.
____No hay de qué –sonrió de nuevo.
Nos despedimos y entré en mi nueva casa.
El zaguán, de suelo negro y de techo alto, se alumbraba con una bombilla de pocos vatios, churretosa por las defecaciones de las moscas. Una escalera de madera y de anchos peldaños, llevaba hasta el piso superior. En la planta baja había puertas a derecha e izquierda, y un extenso pasillo desembocaba en un espacioso jardín-corral.
La mujer de negro se quedó en el umbral de la puerta, quieta y sin hablar, esperando, sin duda, mis órdenes. Le hice un gesto como de que pasase al interior.
____Usted debe ser Socorro –le dije, pronunciando el nombre con precaución, al tiempo que temeroso por si alguna vez lo emitía con énfasis, pudiese originar un malentendido.
____Jí, jeñó dojtó. Don Pedro Río me tuvo a ju jervijio hajta que je fue a Madrí y er tabién hajía broma con mi nombre. Pero ujté nojapure por ejo, camí no me molejta.
____¿Cómo ha podido adivinar mis pensamientos?
____Por ju cara de ujté. La mijmita der prime día de don Pedro. Pareje que lajtoy viendo.
____Eso lo explica todo. Es usted muy observadora.
____Grajia, jeñó dojtó.
____De nada. Pero ahora vamos a lo principal. Seguirá haciendo lo mismo que cuando estaba don Pedro, si no le ordeno otra cosa. ¿De acuerdo?
____Jí, jeñó dojtó.
____Haga usted el favor de llevar mi equipaje a mi cuarto. Ah, y no voy a cenar esta noche.
____Jí, jeñó dojtó. Locujté mande.
Me precedió en las escaleras. Crujían los peldaños, pero eso no importaba. En mi oído sólo sonaba la muletilla de Socorro: ‘señor doctor', muletilla que era como el eje de mi nueva vida: ‘señor doctor’. Quedaba ya lejano aquel imberbe que trotaba por las calles de Madrid, con un cesto sobre las costillas.
Mi pobre Alex. Odiabas tanto ese pasado tan próximo… como si te diese golpes en tus entrañas.
Entré a mi cuarto; amplio y con suelo de cemento. Una ventana ancha con postigo se abría hacia la calle. La cama era pomposa y alta. Un ropero de doble hoja y una mesita de noche elevada, suponían todo el mobiliario. Me lavé cara y manos y me cepillé los dientes en un lavabo blanco. Antes de meterme en la cama, cogí un libro de una de las maletas y después recosté la cabeza sobre la almohada e intenté leer un poco. Inútil. Quedé dormido antes de acabar la primera línea de la primera página. Estaba realmente cansado y con sueño atrasado.
Al día siguiente, me levanté cerca de la una. Nunca antes había dormido tanto. Recorrí toda la casa. En la planta alta habían dos cuartos más; en la baja, se hallaban mi despacho, el comedor, la cocina, una despensa y el dormitorio de Socorro. El mobiliario era escaso y pobre. Pedro lo había ‘heredado’ de su antecesor.
Conocí a Pedro Ríos en Madrid. Tenía alquilado un cuarto en una casa, próxima a la mía, en Hortaleza, y trabamos una amistad superficial que sólo justificaba la identidad de nuestros estudios. Era un tipo un poco pesado, pero servicial. Terminó la carrera un año antes que yo. Recién terminados mis estudios, recibí una carta suya:
'Si te gusta este pueblo, te puedes quedar. Mi padre tiene sus influencias y con su ayuda nos estamos trabajando una plaza en Madrid, que me conviene más. Espero tus noticias. Saludos'.
No lo dudé y le contesté aceptando. Este ‘pequeño’ detalle se lo oculté a Luz. Y no sé si hice bien o mal, pero era lo que entonces venía planeando.
A las tres de la tarde me sirvió Socorro el almuerzo. Las viandas eran apetitosas, cargadas, quizá en exceso, de picantes y grasas que inundaban el caldo de brillantes lamparones.
Luego de almorzar, me dispuse salir a la calle, con idea dar una
vuelta por el pueblo, y así iría tomando contactos. Pero al verme Socorro aproximarme a la puerta de salida, levantó los brazos, como en un gesto de espanto.
____¡¿Va ujté de pajeo, jeñó dojtó?!
____¿Por qué me lo pregunta?
____¡Je achicharrará!
Socorro se expresaba en un perfecto andaluz, pero con un cierto canturreo, aspirando las ‘eses’ y transformándolas en ‘jotas’. Me hacía gracia. Veía en su forma de pronunciar las palabras no sé qué de sui géneris mimetismo. Hablaba sin rubor, como buena castiza de la provincia sevillana. Era una mujer de baja estatura, que frisaba en los sesenta y llevaba siempre la cara cubierta por un ajado paño negro. Sus ojos eran pequeños, pero vivarachos, y su boca era grande, sin algunos dientes ya.
No obstante su advertencia, no hice ningún caso y salí del salón, zambulléndome en la penumbra del zaguán. El suelo rezumaba y me envolvía un halo fresco. Abrí la puerta de salida a la calle. El deslumbrante y abrasador sol sevillano, se ensañó contra mis pupilas. Di un salto atrás. Y allí quedé durante unos minutos.
Medio repuesto, me asomé de nuevo al exterior, a través de la puerta entreabierta. En la calle solitaria corría un hilo de agua sucia, cuyo, alimentado por los desagües de todas las casas, se deslizaba perezoso, originando un meandro de inmundicias y de lodo pestoso resquebrajado por el fuego solar. A ambos lados de la calle se extendía a trozos una infame acera de cemento, ‘fruto de algunos devaneos municipales, probablemente’. Soplaba un viento caliente. Resplandecían vívidas las paredes blancas y las áureas briznas de paja de los adobes, que, bajo sus aleros, una trémula cinta de sombra se apretaba. Altísimos volaban los vencejos. Las golondrinas planeaban a ras de tierra.
Cerré la puerta y regresé al frescor del zaguán.
____¡Cuánto silencio! –exclamé-. ¿Dónde está metida la gente en este pueblo? –le pregunté a Socorro.
____Todió duerme la jiejta –respondió, sonriendo-. Meno argún jeñorito que va ar cajino achá ju partidita o a jugá ar dominó, y argún gandú en argún soportá –concluyó.
____Prefiero la siesta a las partidas -le devolví la sonrisa, y acto seguido me fui hacia las escaleras.
A la misma vez que subía, Socorro desaparecía en la sombra del soportal, con su atuendo y su perfil de estantigua.
A causa del bochorno de la solanera y al amodorramiento de la digestión, no podía conciliar el sueño. Entonces mi memoria me recordó que me había levantado a la una. En vista de ello, me puse a pensar y pensé en mi madre, en mi padre, en 'Chotis', en Pepi, en Luz. Toda mi vida pasó por mi cabeza, cual tremolina de agridulces recuerdos. Pero la sentía lejana, como si perteneciese a otra persona distinta a este doctor que estaba a punto de dar comienzo a una nueva vida. Estaba preocupado, pero ilusionado. Hacía planes: ‘leeré, estudiaré, sin precipitación. Atenderé a mis enfermos, pasearé’. Daba vueltas en la cama. Se colaban por las rendijas de los postigos agudas hebras de luz que dejaban sobre el suelo singulares geometrías palpitantes.
Finalmente, terminé por levantarme y por bajar hasta el corral. Me llevé conmigo un libro y una silla. Había allí una majestuosa acacia. Me senté a su sombra. Resultaba casi imposible respirar, y menos aún leer en tales circunstancias atmosféricas. Además, aquella acacia estaba plagada de gorriones, que piaban entre la espesa maraña de la copa, hecho que contribuía más aún en no concentrarme en la lectura.
No obstante ello, casi dos horas enfrascado estuve en la lectura. Después, cuando el sol empezó a caer sobre el horizonte, salí a la calle. Avancé con paso lento y desemboqué en una plaza. En ese preciso momento, una mula cruzaba trotando con las orejas erguidas y balanceando la cabeza. Un carro, lleno de cántaros con agua, guiado por un zagal que arreaba al borrico, casi me arrolla. El líquido elemento se derramaba y pronto era sorbido por el suelo arcilloso, sediento.
Miré mis apuntes. El juez vivía en esa plaza. Fui a su casa y me presenté. Aún calvo y modo de hablar solemne, era joven. Había brillo en sus ojos y se podía ver musculatura. Su cara, hierática, de piel amarillenta, recordaba a una momia.
____¿Vienes decidido a quedarte? –ésta era su primera pregunta, después de estrecharnos las manos.
____No lo sé aún. Pero si Pedro Ríos no regresa… –respondí.
____No regresará. Odiaba este pueblo.
____¿Tan malo es? –le pregunté.
____Como todos, con mis respetos, aburrido y sin comodidades. No hay casas con baño, y los que tenemos una con un retrete, somos unos agraciados. Y ante estas perspectivas… En realidad, este pueblo parece más ’anda-pilas’ que andaluz –me miró y sonrió levemente.
____En ese caso, trataremos de adaptarnos –respondí.
____No tendrás más remedio si quieres continuar aquí.
____De todas formas, gracias por la información -añadí
____Te deseo suerte –concluyó, y nos despedimos.
Me encaminé hacia el Ayuntamiento para conocer al alcalde. Era un tipo tosco y que frisaba en los cuarenta. Hablaba petulante, orondo de su cargo. Un primo suyo, que también vivía en ese pueblo, era escritor, y de la frecuentación de su trato quedó en la primera autoridad cierto tonillo de suficiencia y pedantería insoportables. Y no sabía por qué, pero se me atragantó...
Al poco de de despedirnos fui requerido por el tesorero, ¡que trabajaba por las tardes!, y me notificó que mi sueldo era de 2.600 pesetas, teniendo ese Ayuntamiento por norma pagar la mitad a primero de mes y la otra a finales, así que me dio 1.300 pesetas. Mientras salía, vi que allí mismo se hallaba la oficina de Correos y, sin pensarlo, cogí un impreso de giro y lo rellené con los datos de mi prima, la hija mayor de 'Lopadres', y le envié 60 duros; el triple de lo que juré que iba a enviarle. No quise poner señas en el remite. Sólo ‘de Alex’. Estaba decidido a evitar todo tipo de contactos con mi pretérito.
Y ya de nuevo en la calle, en la plaza me senté en un banco que había a la sombra. Todos los edificios ofrecían una heterogénea complejidad: casonas antiguas, adornadas de escudos, con sus salientes apoyados sobre fustes de piedra, desgastadas por la intemperie. Casas modernas, de pésimo gusto, con columnas de hierro. Muros, descansando sus pesadumbres sobre troncos sin devastar…
Al cabo de un rato, me levanté y empecé a caminar en una calle sórdida con pequeños adobes. Sobre los medios, habían algunas mujeres que cosían ropa incosible, sentadas en sillitas de enea. Un anciano se hallaba fumando, echado contra una pared y con los ojos puestos en el cielo, palpitante de estrellas próximas. Y también correteaban por allí, niños y niñas, desaseados, entre nubes de moscas, que zumbaban por todas partes. Los adultos me saludaban cuando me cruzaba con ellos. Pero después se oía a mis espaldas un cuchicheo. Sin duda, todo el pueblo sabía ya quién era el médico nuevo.
Anochecía. ¡Maravilla! En las ciudades se vive de espaldas a la Naturaleza, sin más estrella que el remedo trasnochado de los anuncios de neón. Fruía de la belleza del crepúsculo. Me detuve. En los tejados de las casas más alejadas, parecía apoyarse una capa tiznada de negros brochazos. Podían verse, aquí y allá, la torre románica de una iglesia, el campanario de otra, adornado de estática cigüeña, cuya recortaba su perfil en el firmamento. Un aire cálido traía un revuelo de briznas de paja y polvo de las eras. Se encendía al rojo vivo los cristales. Y, súbitamente, la noche cazaba el día, delicadamente, como una mano cóncava enguantada en negro. Las calles parecían llenarse de misterios. Se desparramaba sobre ellas la luna. Sombras trémulas, blanca luz. Mozos y mozas, y 'parejas resbaladizas', se cruzaban entre risas contenidas. Había un algo de amorío picante en los quicios de las puertas y en los soportales. Algo que se pegaba a la piel provocando precipitación en la sangre. Lejanos ladraban varios perros. Cercano maullaba algún gato…
Crucé la plaza entre corrillos de gentes, que cortaban las charlas para mirarme con desfachatez. Los reté con los ojos y apartaban los suyos. En un Café próximo atronaba una gramola.
Pero para ser mi primer día en el pueblo, pensé que ya bastante había visto y hecho. Me dirigí hacia mi casa. Pero hacia el final del trayecto, me crucé con una mujer, que casi ni la miré, pero después me giré en redondo y me recreé. Quedé boquiabierto. ‘¡Dios, qué hembra!’, exclamé en voz baja, sin poder ni querer reprimirme. Pero creo que ella no se dio cuenta ni escuchó lo que había dicho.
____¡Mandagüevo con er matajano nuevo! –exclamó, de pronto, una vejancona que en ese preciso momento pasaba junto a mí y que al parecer sí se había percatado de lo que dije.
Me detuve y la miré largamente, azarado pero desafiante. Poco después, no obstante, seguí mi camino, no estaba por la labor de enfrentamientos innecesarios. Ya en mi casa y en mi cama me vino al pensamiento aquellas piernas, aquel pelo negro, aquel cuerpo… y todo ello se amancebó en mi cabeza por mucho tiempo antes de poder conciliar el sueño. Aquella mujer, que joven parecía, era, sin duda, disímil a cuántas otras mujeres había visto con anterioridad
8
En la primera semana en el pueblo recibí muchas visitas. El juez, el alcalde, el cura, el farmacéutico y varios ricachones del lugar vinieron a casa a visitarme. La solicitud con que me trataron era abrumadora, Culminó con las solteras y las solteronas, que entre risitas, melindres, poses y gestos lanzaban miradas incendiarias. Y ante tan unánime amabilidad, correspondí. Las relaciones allí eran como una necesidad para mí, como el marchamo de una nueva vida que estaba a punto de comenzar. Además, como las diversiones eran escasas y pocas la gente con quien tratar, me incorporé ‘al grupo selecto', frente a la enervante acometida del tedio cotidiano.
Lola vino también, acompañada del forense y su esposa y de la hermana de éste, Rita. A cargo de Lola estaba la escuela de las niñas.
La belleza de Lola, que ya había podido contemplar la noche del día siguiente de mi llegada, de nuevo volvía a producirme una mareante impresión. Y no sólo era belleza. Tenía, además, una conversación amena y culta, una sonrisa luminosa, y algo más hondo que atraía poderosamente. No sabía si era bueno o malo, pero daba lo mismo; como al drogadicto la droga, al jugador las cartas o al borracho el vino. Solamente sabía que era intenso e ineludible; luz en ella, sombra en los demás. Nunca antes una mujer había despertado tanta admiración en mí. Era poseedora de una extraña mezcla explosiva que desarmaba a cualquiera; podía ser al mismo tiempo la más sensual y la más ingenua, tal vez deliberadamente, tal vez conscientemente, aún no lo sabía. Pero sí sabía que su dulzura, mostrada y demostrada a quienes la rodeaban, parecía certificar una felicidad eterna.
Era alta, altísima, guapa, guapísima... un auténtico palmito ‘10’, pulverizador del mítico ‘90-60-90’. Piel morena y ojos con unas extraordinarias pupilas grises que recortaban con fuerza sobre el fondo blanquísimo del globo ocular. Boca, ni grande ni pequeña, con dientes blancos y perfectos y labios carnosos y sensuales. Pero aun todo eso, que, evidentemente, no era poco, tenía unos pechos erguidos y proporcionados y un pelo negro azabache que daban más encanto, si cabía, al conjunto. ¡Sí, sí, pasóse Dios con la maestrita!
Lote inquietante el de Lola; mirándola de lejos, sus ojos parecían blancos, pero mirándola de cerca, irresistibles. Su espectacular figura dejaba en el ánimo una invencible sensación de ansiedad, de insistente deseo, como esos cuerpo de modelos esculpidos por eminentes escultores.
Hablamos de muchas cosas esa tarde. Su voz recordaba a la de Luz, pero más cálida. Quizá Ruiz me referiría las epidemias en el pueblo; su mujer, hablaría de sus hijos, de las preocupaciones caseras. Rita, de algunos libros, y me preguntaría si me gustaba el pueblo, si me iba a quedar… Quizás ocurrió todo eso, a cuyo aventuré una breve respuesta, o lo rubriqué con leves sonrisas, pero si lo hice fue maquinalmente, prendido en la voz cantarina de Lola. Cuanto Lola me decía se esparcía en mi cerebro; lo que decían los demás, apenas si golpeaba mi cráneo como un rumor de aguacero. Lola era todo un Niágara en palpitaciones.
Y no era yo el único que la escuchaba embebido; el forense, su mujer y Rita, quedaban extasiados. Mientras la miraba, Ruiz me guiñaba un ojo, como preguntándome... ‘¿qué te parece lo que tenemos aquí?’. Y las otras mujeres me miraban, como tratando de arrancar de la expresión de mis ojos mi impresión. Pero, aun tanto bueno junto, me parecía que en medio de todo brujuleaba una sombra imperceptible de inquietud…
Los últimos días de esa semana, el forense me orientó sobre los intríngulis médicos locales. Pero, más tarde, como el trabajo era escaso, me dediqué a visitar los tesoros artísticos de ese pueblo.
Todo se hallaba abandonado. De las seis magníficas iglesias, dos de ellas habían caído ya y las otras aún aguantaban en pie, pero amenazaban desplome, aunque todos los interiores conservaban vestigios de un pasado esplendoroso. Cristos y Vírgenes, empero sólo estaban ajados. Cuadros, de detonante pintura y de confuso dibujo, estaban rotos. Láminas de Santos habían sido arrasadas por la humedad e iban desprendiéndose hasta quedar colgando, como pingajos. Y todo ello ante la incuria e indiferencia de toda la gente del lugar.
Un mediodía me encaminé para visitar la semi destruida muralla románica hecha con materiales indeterminados. Me emocionaba tan venerable mole, que seguía allí, inhiesta, desafiando el paso de los años y la insolencia de algunos lugareños, que hurgaban en sus entrañas y arrancaban sus vigas para un soporte de sus adobes. Me paré ante ella para contemplar y recrearme en sus históricas puertas; intactas, aun sus torres cuarteadas evocando el pesado y lento caminar de añejos y antiguos guerreros, y el entrechocar de recias armaduras.
Ruiz, que conocía a grandes rasgos la vieja historia del pueblo, aunque un poco fantaseada, me contó algo sobre los asedios de las tropas enemigas, de las capitulaciones y las presiones de los
pioneros foráneos, de la sublevación y la algarada de los parias, de las infamias de los incultos…
Aunque había adquirido ciertos conocimientos de literatura y de arte a través de las someras clases del bachillerato, propendía a disfrutar de todo lo que estaba observando, precisamente por mi espíritu contemplativo. Y, más tarde, llevado de una afición, que si ya la había en mí se exacerbó en aquel poblachón sevillano, cargado de historia, me entregué sin demora a la lectura no sólo de medicina, también de arte, filosofía, literatura, historia, y de cuanto se ofrecía a una curiosidad que no había podido saciar en mis años de estudiante. Entonces descubrí, para mi sorpresa, un poder de asimilación que me permitió tener, en un corto espacio de tiempo, un vasto depósito de cultura.
Y sobre la psicología de las gentes del pueblo, no me fue difícil hacerme cargo; vivían en la más mísera postración cultural. Pero entre los funcionarios hallé algún ilustrado, aunque su acervo no era enriquecido desde acabado sus estudios. Todo conocimiento posterior permanecía virgen. Sorprendía no ver en algunos una inquietud intelectual o artística. Sólo eran reos de los asuntos de política, incluso en esto especulaban mezquinamente. Lo que sí les llegaba eran informaciones de las corridas de toros, santo y seña de toda charla enjundiosa, sin descartar, por supuesto 'la comidilla', abracalabra de las expansiones más placenteras.
En aquel pueblo no recibían libros ni revistas culturales, sólo una gaceta de modas. Ruiz, que era un hombre culto, todavía no se había preocupado ni ocupado en renovar su dossier técnico, y la rutina más grosera presidía sus diagnósticos Tan pronto empecé a emplear buena parte de mi sueldo en la compra de libros y en revistas culturales, el asombro de las personas de mi grupo, era general y el reproche mutuo. Pero, con voluntad inquebrantable, yo a lo mío, lo que me había marcado desde mi salida de Madrid y en absoluto admitía consejos sobre lo contrario.
La fuente del tedio y la apatía cotidiana, solamente llevaba dos corrientes: el trabajo, muy duro y agotador para los agricultores, abatidos por la rutina de los métodos medievales de cultivos, y enojoso y apático para los funcionarios, únicamente trampolín para opciones de mayores ingresos; y el ocio, que no tenía más horizonte que las partidas de cartas, a veces con puestas muy crecidas, y las pantagruélicas cuchipandas. Y en el tedio maligno, de sequedad material y espiritual: sequedad en los campos de cultivo, a la sazón en las billeteras, y sequedad en las almas: en consecuencia en los espíritus, surgía a cada momento un río de rencores, de intenciones perversas, y siempre andaban sueltas en las calles del pueblo las furias. Producía aquella localidad la angustiosa sensación de esos pueblos que nutren las páginas de los sucesos en los periódicos con horribles asesinatos.
Con el transcurrir del tiempo, y con el afán por mi parte de saber y conocer a totales rasgos la idiosincrasia de las personas con las que tenía que convivir, encontré algunas oportunidades de descubrir enconos antiguos, viejas rivalidades, odios heredados. La murria cotidiana predisponía a los chismes y a la violencia. La flaca cara de la avaricia hacía súbita aparición y peleaban como tigres hermanos contra hermanos, pugnándose patrimonios y herencias. Las mentalidades empezaban a ser puntillosas y las pasiones oscuras. Pesaban en el ambiente ánimos belicosos, de eternos pleitos. Nada menos que cuatro ‘arpones’ de la curia jurídica andaban de caza y captura en el pueblo: dos abogados y dos procuradores tenían allí sus bufetes, ¡y no daban abastos!: juicios por insultos livianos, por deudas irrisorias... Tanto lo más grave como lo más baladí, servía de pretexto para empezar un juicio. El rencor, 'la malauva', la envidia, infartaban los espíritus y simples roces hacían nacer terribles deseos de venganza.
Y frente a tan inquietante panorama, superior a cuantos de igual índole había visto nunca, a partir de ese justo momento empecé a observar a Lola con sobresalto. La guapa maestra se hallaba inmersa en un medio hostil, del que ella misma ignoraba si era consciente
Es sabido mundialmente que cientos de dramas se han nutrido de la oposición de un hábitat mezquino e ignorante frente a la persona selecta. Y la realidad, siempre ha sido más exhaustiva que la ficción
(FIN CAPÍTULO 8)
9
El sábado de esa misma semana, Ruiz vino por la mañana a mi casa para invitarme a una excursión que pensaban hacer por la tarde a una finca suya, a dos kilómetro del pueblo. Acepté en el acto. Quería adaptarme cuanto antes a todos los ambientes del pueblo y a sus respectivos condicionantes.
Salimos luego de almorzar. Siete en total: Ruiz y su esposa, el registrador y su mujer, Rita, Lola y yo. Ruiz mandó aparejar un carricoche con un toldo, tirado por tres mulas, en el que cupimos sentados, apretados. La carretera nos acogió con cascabeles y risas jubilosas. Despreocupados, no notábamos el calor. Lola, frente a mí, llevaba en la cabeza un pañuelo de gasa, que sacó de su bolso. Podía verse del todo su blusa rosa con unas mangas cortísimas, ‘improcedentes’ para un pueblo. Miraba sus brazos, de carne adolescente. Siempre me había conmovido la fragancia de la adolescencia. Lola tendría entonces sobre veintiséis años, pero conservaba la turgencia de la pubertad. Miraba la tersura de su piel, el brillo de sus ojos, sus labios, su pelo… ‘¡Maravilla!’, pensé, y sentía un deseo de besarla, de acariciarla. No sé si ya entonces con amor; besarla dulcemente, como a una niña, y dar gracias por su belleza, su lozanía, por ese vaho primaveral que envolvía y que se entregaba, proporcionando un indescriptible bienestar.
La carretera estaba solitaria. En las eras se había interrumpido la labor, y los silos estaban cerrados por imperativo implacable del astro rey. Las eras eran numerosas y significaban el mayor sustentáculo financiero del pueblo. Colgaban de su pecho como un Toisón de Oro.
Dejamos el asfalto y nos introdujimos en un camino entre eras. Pasamos tan cerca de una de ellas que vimos caer una catarata de paja sobre Ruiz. A unos doscientos metros, un hombre y una mujer sesteaban, a la sombra de un árbol. Ruiz paró el carro, se bajó y les habló, a la vez que se levantó del suelo un perrazo, que ladró durante unos momentos, sin ganas, sólo para cumplir con su cometido de guardián, pero volvió a echarse, jadeando, con un palmo de lengua escarlata entre los dientes. Próximos al perrazo, dormían dos niños, con piernas rollizas y guarreadas. El perrazo los miró, los palpó cual centinela y, finalmente, metió la cabeza entre las patas delanteras. Luego, siguió con la vista el carricoche, mientras se iba alejando.
El carril estaba lleno de baches, de piedras y de hondas rodadas secas. El carro daba tumbos bruscos y entrecortados como hipo. Teníamos que sujetarnos y hablábamos y reíamos excitados. De lo que hablábamos no lo recuerdo, trivialidades supongo. Oía sin escuchar, lo mismo que en la visita que me hizo Lola, que su voz sorbía mi atención, y hasta sus palabras me resultaban difíciles de entender. Su voz no; era como una música, como un canto, y la letra se perdía entre la música y el canto.
Junto a mí, Rita: rubia, ojos verdes, labios carnosos, veinte años. Se volvía hacia mí, me hablaba al oído, su cuerpo pegado al mío, y esos brincos del carricoche, tan propiciatorios para el contacto, para el deleite. Un roce casual y a la vez inocente que causaba hervor en la sangre. Mi imaginación cambiaba a Rita de lugar y sentaba a Lola a mi lado; su cuerpo allí, mi brazo en su cintura. Me sentía en una nube, pero aún no sabía de qué color...
De pronto, Lola se agarró a uno de los varales del carro. Parece que la estoy viendo, y con igual emoción, y hasta he desviado los ojos, como entonces, con pudor. Aunque en verdad no sabía si era pudor o la sensación de estar robando una intimidad que no me pertenecía. Breve la vacilación. Disfrutaba del hurto. Y si desvié de nuevo la mirada era porque la tensión me dañaba. Y por ternura también. De nuevo se me había hecho niña, como cuando una niña enseña los muslos y conmueve, por la ausencia de malicia, su puerilidad.
No miraba sus manos y brazos, derramaba la vista sobre ellos, y sobre sus codos, tan delicadamente arropados. Las mangas de su blusa eran cortas y amplias y, al fondo, ese corto trecho que desemboca en las axilas, de risitos negros, tiernas como un nido y de un olor a gloria. El nacimiento de los senos, el color rosa de la blusa con el traqueteo del carricoche, golpes de luz entraban bañándola de resplandor. La veía tan avasalladoramente mujer y tan avasalladoramente niña al mismo tiempo, como si enseñase deliberadamente un retazo de su intimidad, como si lo enseñase cándidamente.
Cruzamos junto a un viñedo, y sus viñas se abrían en el campo, como oasis. Soplaba un aire que hacía que se encrespasen las hojas. Parecían mirarnos inocentes los ojillos de las uvas, y a la vez como contagiados de la picardía próxima del vino.
____¡Ya llegamos! –exclamó, de pronto, Ruiz.
Empezamos a bajarnos 'del carro mejor del mundo'. Cortés, di la mano a Rita: pesada, vulgar. Después a Lola; era tan suave que la retuve unos instantes. Suave y ligera como gacela. Las manos
de las señoras, ásperas, pero con su ternura también: manos de madre.
Era una finquita cuidada. Había un huerto y una casita, como en un cuento de hadas. En la zona alta, un pozo y una casuca de madera para cobijo del perro. En la zona baja, frutales sin fruta y con hojas abrasadas por el sol que proyectaban como un colador sombras agujereadas de luz. En los medios, una franja de pastos secos, donde dos pinos, altísimos, levantaban sus copas hacia el azul.
Lola y Rita llevaron a la casita la cesta de la merienda, gramola y otros bártulos. Los hombres nos encajamos gorras camperas y las mujeres se anudaron en la cabeza pañuelos de colores.
La esposa de Ruiz cogió un cesto vacío, y todos nos fuimos hacia las viñas. Ya estaba madura la uva temprana del lugar. Por entre los bancales de hortalizas cruzamos, cuyas parecían arrimarse al pozo, como con sed, como si supieran la cercanía del agua.
Íbamos arrancando racimos de uvas, casi translúcidas; llevaban dentro ese licor dulzón. Todos las probamos, y sus granitos se iban rompiendo entre los dientes, como unos chasquidos. Lola levantaba un racimo, lo ponía junto a su cara y sonreía jubilosa, como ebria. Sus tersas mejillas, las restellantes uvas: la misma lozanía.Recorrimos todo el viñedo. Zumbaban pesadamente los insectos libadores. El sol era fuego, pero soplaba un viento apacible. Nos hallábamos alegres y sin saber por qué, excitados como jóvenes bovinos entre el verde chillón de las hojas. Yo miraba el busto de Lola, mientras su cuerpo estaba de costado, inclinado sobre las vides; la gravidez de los racimos y sus senos, iguales, con su mismo dulce peso. Iba de aquí para allá, reía, hablaba... Todo era natural en aquella mujer y, sin embargo, para mí, que había un algo misterioso. ¿Pero qué algo? No sabía. No me había detenido a pensar en ello. Nadie piensa cuando siente intensamente. Sólo sé decir que me sentía como preso en una extraña felicidad. La miraba; ahora se encontraba en pie, demasiado en pie para la perfección de su cuerpo, cual diosa, que imponía, que oprimía, implacablemente. Se inclinaba, y la falda se ajustaba al cuerpo, hasta que de pronto, recobraba de nuevo su perfil humano.
Enseguida rebozó de uvas el cesto, y todos nos fuimos hacia los pinos, que proyectaban sobre el suelo círculos de sombras. Los hombres nos echamos sobre ésas geometrías, y las mujeres se sentaron, cruzadas las piernas. Mientras tanto, el sol iba lento hacia Poniente, a la vez que las sombras se cargaban de frescor, mitigando las llamaradas del sol. Pasados unos minutos, Ruiz y yo recogimos en la casita el cesto con la merienda y la gramola. La vianda estaba exquisita. Luego contamos anécdotas y reímos de ese modo tonto de gente feliz. Juan, el registrador, nos contó un chiste, subido de tono. Su mujer, ruborizada, le dijo que no lo había comprendido, pero que le había parecido grosero. Quería contarlo de nuevo, pero Antonia –que así se llamaba su esposa- le cortó el rollo.
Luego bailamos. No sabía bien, pero me defendía. Primero invité a Rita, y no sabía si hacía eso por no demostrar una preferencia delatadora por Lola, o por incitarla hacia mí. Probablemente, era lo primero.
Tal táctica de seducción la vi y la aprendí de Veva, la hija menor del ya desaparecido Don Isidro, dueño de 'Chotis' ‘¿Seguirá en la prostitución?’, pensé, pero enseguida volví a esa actualidad. Las opiniones ajenas me han sido casi del todo, y tal vez sin 'el casi', indiferentes. Como cuando siendo niño comía unas golosinas y la mejor la dejaba para el final. ‘Ésta de postre’, me decía para mi interior. Y con ese metodismo infantil... ‘Lola de postre’.
Iba mirándola, mientras guiaba con torpeza a Rita en el suelo, por añadidura irregular. Bailamos las tres parejas. Lola sonreía, cruzadas las manos sobre las piernas, apoyada la barbilla en las rodillas, y desde esa postura nos enviaba miradas a través de sus increíbles ojos. Seguidamente, bailé con ella.
Y no sé si ya entonces fue que me enamoré. Puedo dar aspectos nuevos a mis emociones; explicarlas no. Había oído decir que las personas experimentan en el baile, sólo el placer de bailar. No lo sé. Había bailado poco y sería así; es lo civilizado. Bailé con Rita como un ser civilizado y como tal había bailado con otras chicas. No con ella, y ello me llevó a pensar que ya estaba enamorado. Pero no sé ver claro en esto. La llevaba entre mis brazos con una extemporánea ternura que había aparecido en mí. Que digan lo que quieran sobre el placer de bailar, pero si se tiene estrechada a una mujer, que ya se ama o que se va a amar inminentemente no sé qué podrán sentir los que bailen por bailar. Pero nada de pensamientos maliciosos. Si la castidad es candorosa, eso era lo que yo sentía: los cuerpos juntos, mis manos en su cintura, me ahogaba la emoción, la sangre hervía en mis venas, castamente, como un fuego purificador. Que me juzguen como quieran, pero existen los deseos sanos. Y si no lo son antes del sacramento del matrimonio, tampoco después. Puede que sean legítimos.
Ardiendo de deseo, pero libre de concupiscencia. Así estaba yo. Pero no sé explicar esto mejor. La palabra es a veces indomable, confusa…
Antes de que hubiese acabado esa pieza, dejamos de bailar. Me disculpé, como siempre en esto, achacándolo a mi torpeza. Pero la realidad era que no me encontraba con fuerza para resistir de nuevo aquella brutal tensión. No se podía llevar un sol entre las manos y dejarlo escapar. ¡Mantenerse lejos, o abrasarse en su fuego, era lo que debía hacerse!
Regresamos al pueblo al anochecer. Circulaban por los caminos carros, llenos de uvas. Pasaban rebaños de ovejas; provocativas de escote y de ubres, después de haber dejado sus abrigos en el ropero del esquilador. Llegaban manadas de los inquilinos de las caballerizas: yeguas coquetas, caballos libertinos, mulas viejas, potros de oídos sordos, siempre dispuestos para dispararse por algún camino. El pueblo, silencioso cuando salíamos, trepidaba ahora lleno de vida. Soplaban trilladoras, provocando subidas al cielo de nubes de polvo de los aventadores. Cantos, risas, voces, ladridos, balidos, maullidos... Acabábamos de llegar del silencio de la llanura y chocaba vernos en un hervidero. Pero la llanura, atrás había quedado, con su soledad y su calma, sobrias. El sol, antes de desaparecer, la besó con sus áureos labios. De pronto, la noche saltó, como un toro negro…
Nos despedimos a la puerta de la casa del forense. Aunque me apetecía seguir con ellos, abrumado por tanta emoción, acudí a la llamada de mis obligaciones, mientras los demás empezarían a saborear con palabras la suculenta excursión.
Rulaba insistente en mi cabeza: ‘no sé si me he enamorado esta tarde, o si ya lo estaba desde la noche en que la vi…’.
Terminé mi ronda y me dirigí hacia mi casa. Ya allí, cené deprisa. Después salí al jardín y me recosté sobre la acacia. La noche era tibia, casi redonda la luna, próxima al plenilunio. Había infinidad de estrellas. Me sentía bien bajo ellas sin rubor por mi pequeñez. Pecho a pecho el firmamento y mi cielo interior; pero, también, desconcertado por hallarme, súbitamente, rebosante de alegría. Intenté por todos los medios sondear mi espíritu, de esclarecer qué era lo que me ocurría.
Pensé en mis antiguas dudas. Mientras estaba en Madrid, en mis años de instituto y facultad, tenía una meta para mis esfuerzos. El titubeo, empero, empezó al terminar mi carrera. Es cierto que pensaba entonces en la filantropía, la medicina... pero esto no era sino una meta movible e imprecisa que una inquietud, de no sabía qué, borraba a cada instante, dejando mi voluntad lacia e inoperante. Seguía pensando que si mi afán de tantos años, mi actitud con Luz, el amor que ella me brindó y que yo rechacé, proyectaban la entelequia de Lola. ¿Acaso era todo esto lo que pensaba que iba a dibujarse en mi horizonte de zozobra? ¿Esto? ¿El amor?
Miraba el cielo mientras paseaba, turbado: arriba abajo, abajo arriba. ¿Qué me pasaba? No sentía por LoLa atracción sexual, ni cariño. Por lo tanto, eso no era amor como yo lo tenía concebido, ni tampoco amistad. Me resistía a creer que tuviese algo que ver con ese otro amor: el platónico, ese de los versos, del que tanto me había reído. Creía que mi luz interior, tan insospechada y tan inmensa, no cabía en los límites de un libro, ni apresarse en la blandenguería de unos versos, ni circunscribirse en un impulso procreador. Estábamos frente a frente el firmamento y yo, con la misma fuerza cósmica y la misma angustia gravitante.
De pronto pensé que esto era absurdo. Apenas si había visto dos veces a Lola y ya me sentía loco de apasionamiento. Pero no sé explicarlo. Sólo sé que lo que sentía era grande; tal vez por eso, por absurdo, como tantas cosas grandes y sin más influencias que la resonancia íntima o la fe.
Al día siguiente, luego de almorzar, me dirigí al Café. Estuve allí hasta las cinco. Pero, cuando salía para hacer mi ronda, entraba Ruiz. Le pedí de favor que me acompañase al barrio obrero, que tenía que visitar a un enfermo. Accedió, pero con una expresión expectante y una sonrisa.
Me hallaba ansioso por saber cosas sobre Lola. Hasta entonces, apenas si sabía pequeños detalles de su vida, recogidos en el curso de alguna conversación puntual.
Ruiz sonreía con aire zumbón cuando empecé a hacerle algunas preguntas sobre Lola. Pero, con la mayor voluntad, se dispuso a satisfacer mi curiosidad. Aunque mi ansia debía de exigirle.
Lola llevaba dos años en el pueblo. Llegó para cubrir la vacante del colegio de niñas. Pero entró con mal pie. Una hermana del alcalde, maestra también, la ocupaba como interina. Tenía pues ‘derechos adquiridos’, como decía categóricamente el alcalde, el cual indagó por tierra, mar y aire, y hasta hizo un expreso viaje a Madrid. Inútil. A Lola la protegía algún ‘pez gordo’, y la plaza se le fue asignada.
El alcalde, grosero, agresivo y de un talante chulesco, nunca se