¡Bienvenido/a!

Pareces nuevo por aquí. Si quieres participar, ¡pulsa uno de estos botones!

El creado

EPyePEPyeP Pedro Abad s.XII
editado julio 2014 en Taller de Prosa
Estaba corriendo. Sabía eso, y por un instante no supo nada más. Estaba corriendo, desesperado, sin un origen, siempre hacia delante, sólo hacia delante, sin posibilidad de detenerse. No sabía por qué. No sabía por qué nada.
Estaba solo, pero no sabía qué era no estar solo. No sabía quién era, ni si debía o podía ser alguien. Vio ante él un obstáculo y lo saltó. Era un bajo muro blanquecino. Sabía que era un muro, sabía cosas, sabía muchas cosas, pero no recordaba ninguna. Sabía que eso era un muro, pero no podía recordar haber visto uno alguna vez. Seguía corriendo.
El sudor corría por su rostro, por sus hombros, por su espalda desnuda. Porque él tenía un rostro, unos ojos para ver, orejas para oír, una nariz con que captar los levísimos aromas a su alrededor. Sabía que eso era lo normal, pero no podía saber por qué.
Se aferró a la pálida pared, alta y vertical, que se erguía ante él, y comenzó a escalarla. Pronto alcanzó una gran altura, y supo que si caía moriría, y que aquello era algo que debía evitar. Conocía el dolor, pero no podía asegurar haberlo sufrido más allá de la tensión de sus músculos sosteniendo su peso.
A su alrededor todo era luminoso, suave y fragante, un manjar y una prueba para sus sentidos, esos sentidos que no recordaba haber empleado jamás. Terminó la subida y saltó al otro lado. Estaba cansado, supo entonces. Sus músculos tensos y ágiles trabajaban con eficacia, y valiéndose de ellos recorría una distancia que parecía infinita pero siempre creciente, que notaba desaparecer tras él.
Él. Era él. No podía no serlo. Pero no sabía quién era. Era un hombre, por supuesto, pero aún había algo que le faltaba por descubrir de sí mismo. Aunque no se imaginaba por qué “él” no era suficiente para definirle. No sabía qué otra cosa podía ser. Quería saberlo. Porque podía querer cosas.
Tenía deseo. Deseaba comer, tenía hambre, pero, ¿cómo? ¿por qué? ¿para qué? ¿de qué? Saltó un amplio hoyo extendiendo sus grandes alas blancas. Era consciente de las cosas que le rodeaban, conocía su naturaleza y sus nombres. Pero también podía nombrar cosas que desconocía. Manzana. ¿Qué era una manzana? ¿Cómo es todo aquello que no es una manzana? O mesa, o cutalo. Pero no acababa ahí, pues al pensar en ellos los descubría, se mostraban nítidos en su mente. Empezaba a saberlos, como si siempre los hubiera sabido. Siguió investigando sus palabras, poco a poco, hasta que poco a poco las convertía en cosas.
Él mismo era un territorio que debía explorar. Subió por una larga escalera (pues era una escalera, siempre lo había sido) y alcanzó una pasarela estrecha que se extendía ante él con un fin aún desconocido. Estaba a gran altura, y si caía podía morir. Y eso era algo que debía evitar. Porque estaba vivo, siempre lo había estado, y debía seguir así. No sabía cómo podía estar vivo, ni cómo podía dejar de estarlo, pero aquella verdad indudable era más fuerte y más antigua que él mismo. Y él seguía corriendo.
Apenas había empezado a conocer la desesperación cuando conoció la esperanza. La infinita pista blanquecina dejaba ver su final, echado sobre el terreno. Era una ruptura del pavimento, un abismo que se acercaba y crecía hasta que lo tuvo bajo él. Cayó. Descendió con suavidad y fuerza a través del aire inerte, que apenas se sentía más que al chocar contra él la resistencia de sus alas y sus miembros extendidos.
Llegó al suelo, y quedó un instante agazapado. Se encontraba en un angosto agujero limpio y artificial, pero agobiante e incómodo. Sentía la superficie fría y rígida presionar su cuerpo, impeliéndole a salir de allí. Todo le instaba a continuar.
Pronto, la oscuridad lo envolvió todo, en aquel espacio horizontal y estrecho, infinitamente recto, y le pareció que aquella era la primera vez que la veía fuera de sus párpados. Con manos y rodillas se fue arrastrando fuera de aquel lugar, hacia una tenue claridad naciente, que creció hasta devolverle a aquel complicado mundo. Volvió a correr.
Ahora pasaba por debajo de unos blancos arcos, esbeltos y nobles, sostenidos por altas columnas. Era la primera vez que veía algo que no fuera útil, algo que no tuviera como finalidad modificar su camino, e intuyó que aquello significaba algo.
Ahora usaba su mente tanto como su cuerpo, ambos veloces y resueltos, aunque desconocedores de su destino. La carrera era casi lisa y casi recta, pero su pensamiento se revolvía y buscaba, libre. A su alrededor, todo se ampliaba. Ya no seguía una línea que aparecía ante sus ojos y dejaba de existir a su espalda, sino que se complicaba y expandía, con pilares, camino, campos, sombras de edificios, una arquitectura fabulosa y pálida, pero siempre lejana, siempre inalcanzable.
Ahora una estrecha montaña de escalones se erguía ante él, y comenzó a escalarla sin dudar un instante. Llegó con un par de aleteos hasta lo alto de una plataforma, y allí continuó aunque sabía que no había más. No hubo más. Cayó.
Su caída fue rápida y pesada, mucho más que lo que sus alas extendidas podían afrontar. Caía sin rumbo, girando sobre sí mismo, eternamente, mucho más allá de dónde hubiera creído que se encontraba el suelo. Simplemente, caía.
Llegó al final con un fuerte impacto que le postró de rodillas. Había dolido, pero no tanto, en absoluto, como hubiera debido doler. Era como si sólo hubiera sentido su toma de realidad, su reencuentro con el mundo. Alzó la vista.
Se encontraba en lo alto de una montaña, sin nada a su alrededor. El suelo era totalmente liso, de baldosas perfectamente encajadas. No había ningún color más que el que él mismo aportaba, aquel lugar le hacía sentirse vano, ínfimo, sucio.
—Bien —sonó una voz poderosa.
Miró y vio a un hombre donde antes no había nada. Era alto, poderoso, extraño a él pero hecho del mismo material que todo cuanto le rodeaba. Era diferente, pero se parecía al concepto que tenía de sí mismo. Se parecía enormemente. Tan sólo tenía una presencia más sabia, más calmada, más anciana, y cubría su cuerpo con un largo manto grisáceo.
—¿Quién eres? —preguntó, sin atreverse a increpar.
El otro no le prestó atención, y comenzó a andar a su alrededor, mirándole apreciativamente y con aspecto pensativo.
—Lo has hecho bien. No ha sido perfecto, pero lo has hecho bien.
—¿Quién eres tú? —insistió, sintiendo como la desesperación nacía una vez más dentro de su cuerpo.
No hubo respuesta, se limitó a detenerse y a meditar.
—¿Quién eres? —gritó al fin, levantándose.
Sólo entonces pareció reparar en su pregunta.
—¿Yo? Eso no tiene importancia. Yo te he creado.
Erguido y orgulloso, mantuvo la mirada a aquel misterioso ser, que le hablaba con tranquilidad, con unas palabras a las que no daba importancia pero que en verdad eran esenciales:
—Te he estado observando. No lo has hecho mal para llegar hasta aquí. No creo que te haya resultado difícil. Pero aún así no es lo apropiado.
—¿Qué no es apropiado?
—Tú —dijo simplemente—. Has fallado.
—¿Qué? —Sintió que la ira, ese fuego rojiblanco, nuevo y audaz, se alzaba desde su interior hasta su carne. Después de todo aquello— ¿No soy correcto? ¿No lo he hecho bien? —Sabía que aquello no era un cuestionario, no quería saber las respuestas. Sólo deseaba hacerle ver a aquel hombre, a aquella criatura, qué había vivido. Quién era él— ¡Lo he hecho! ¡He hecho lo que debía hacer y como debía hacerlo! —Sus reproches le acercaron hasta situarse a un paso de aquel rostro imperturbable— ¡Si algo no ha salido bien es culpa tuya!
—Bueno. Eso es metafísica.
La ira llameó y restalló, anudándose en sus músculos y sus órganos, convirtiéndose en rabia, sin tiempo para sedimentar y volverse odio. Recorrió la distancia que le separaba del otro ser.
—¡Es culpa tuya! —aulló mientras le saltaba encima.
Derribó el cuerpo alto y delgado, cuyos huesos podía sentir bajo la áspera tela. Lo presionó contra el suelo, lanzó un golpe. El impacto, doloroso también para él, sólo sirvió para azuzarle. Dio con sus puños cerrados, convertidos en armas implacables que batían la carne blanda, clavó sus rodillas, arañó, mordió, desgarró con sus afilados dientes y sus fuertes uñas. Todo su ser se había convertido en un instrumento cuyo único objetivo era destruir a aquel hombre, impactar sobre los músculos que aparentaban crearse allí donde iba a atacar, morder aquella carne que desaparecía en su boca. Aquello no obedecía a un motivo, quizás no fuera ni siquiera real, pero necesitaba hacerlo, convertir a su víctima en una masa sanguinolenta y laxa, arrancarle cada vestigio de vida en su propio festín. Necesitaba saciarse.
—Bien —oyó una vez más, a su espalda.
En cuanto se volvió, vio al hombre, al mismo que tenía entre sus manos como un despojo, en pie y sereno, tan noble y firme como al principio. Como siempre. Al bajar la vista se vio sosteniendo solamente los maltrechos jirones de un manto igual al que ahora portaba.
—Definitivamente —sentenció, con sus rasgos imprecisos y familiares—, es así. Has fallado.
Y entonces no hubo nada. Nunca había existido nada

Para más información y nuevas historias:

www.elpentagonoyelpentagrama.wordpress.com

www.elpentagonoyelpentagrama.com

https://twitter.com/EPyeP

Comentarios

  • dvadelldvadell Gonzalo de Berceo s.XIII
    editado julio 2014
    Hola!

    Te quería contar qué me pasó cuando leí tu texto.

    La primera parte fue dificil de leer. Las frases como "Estaba solo, pero no sabía qué era no estar solo", que van pero vienen, se vuelven demasiado cansadoras. ¿Será que son muchas? Y también, me parece, pasa mucho tiempo hasta que pasa algo coherente, algo que uno se pueda imaginar que no sea tan onírico. Supongo que el texto no es para mi :)

    Me gustó el final. Me imaginé al otro hombre, me imaginé la sorpresa cuando el personaje descubre que no había matado al otro hombre. Esa parte me tuvo expectante, y el final me puso un poco la piel de gallina, pero no lo entendí. Estoy seguro que está escrito para otra audiencia, pero te quería contar lo que me pasó.

    Saludos,
    -- Diego.
Accede o Regístrate para comentar.


Para entrar en contacto con nosotros escríbenos a informa (arroba) forodeliteratura.com