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Lluvia roja de Kerala.

AlgebristaAlgebrista Anónimo s.XI
editado mayo 2013 en Ciencia Ficción
Lluvia roja de Kerala.

Desde su púlpito, entre músicas sincopadas de instrumentos de cuerda que suenan a vientos, luces que predisponen a la epilepsia iluminan al sumo sacerdote de la Iglesia del Penúltimo Recuerdo. Era la Navidad del dos mil quinientos ochenta y cuatro, y empezaba la omilía.
«Permitirme familia, que os cuente otra vez lo que todos sabeis.» Carraspeó, puso cara seria y comenzó. «En el verano de dos mil uno, al sur de la India en la península de Kerala, llovió algo parecido a sangre.
Dejando a un lado supersticiones y feos augurios, la comunidad científica planteó en seguida, diferentes esplicaciones. Algunas sosas y prosaicas como las que achacaban el fenómeno a contaminación de origen férrico, algas rojas en suspensión o erupciones volcánicas, todas ellas rápidamente descartadas. Pero había una hipótesis llamemoslé exótica, que proponía un origen extraterrestre para esas células similares a algas unicelulares, sin ADN en su citoplasma. El hecho de que se replicaran a si mismas a temperaturas imposibles; o la impar longitud de onda que reflejaban si se bombardeaban con luz blanca (en otras palabras su color), que sólo se correspondía con el espectro de emisión de lejanas nebulosas, parecían apoyar esta idea. Lo cierto es que a mediados de los convulsos años veinte, se aceptó como cierta la "curiosa" teoría, y con ella la esplicación panespérmica del origen de la vida en el universo.»
—Hizo un alto para beber cocacola del cáliz y siguió.— «Poco después, la industria farmaceutica empezó a sentirse interesada por la rara y primitiva forma de vida. Se lograron avances importantes en investigaciones de diferente índole, pero ninguno tan determinante para la historia de la humanidad como el que se escapó un día de Navidad, de un laboratorio de alta seguridad de la empresa Geron Corp.
Algo de un tamaño muy inferior a un virus, una molécula infecciosa similar a un prion, se fijaba a los telómeros del ADN condicionando la acción de la enzima telomerasa, lo que hacía que los telómeros a partír de una cierta longitud, no disminuyeran de tamaño tras cada división celular. Dicho así, poca cosa, pero si lo llamamos inmortalidad o mejor, indefinida longevidad, la "poca cosa", cambia.
El bicho, como coloquialmente se le empezó a llamar al prión, aprovechaba además, el sistema replicativo de la célula para multiplicarse sin dañarla, lo que unido a su increible virulencia infecciosa, globalizó la epidemia en semanas. Los individuos infectados sufrieron dos destinos diferentes: la longevidad, si el enfermo era menor de treinta años o el colapso tumoral a partir de cuarenta. A los trentañeros les esperaba una moneda al aire. Los enfermos supervivientes quedaron todos estériles, pero no inmortales pues el hecho de que ya no pudieran morir de viejos, no significaba que no pudieran morir de cualquier otra cosa. Los niños que enfermaron, se desarrollaron normalmente hasta estancarse cumplidos los ventiocho. La medicina no pudo hacer nada, aparte de enzarzarse en estúpidas discusiones de si llamar a la cosa teloprión o prionómero.
Pero no todo el mundo "enfermó", un porcentaje de en torno al venticinco por ciento de la población, resultaba inmune y trasmitía a su descendencia esa inmunidad. Estos elegidos, no enfermaron ni de mortales tumores ni de inmortalidad sucedánea.
La convivencia después de la "Gran Muerte" entre inmunes y FYs (Forever Young) no fue sencilla. Muy al principio tras la conmoción inicial y dado que una parte importante de la población había desaparecido, un nuevo reparto de riquezas impulsó un floreciente desarrollo económico, cultural y social. Pero pronto la riqueza se polarizó hacia los FYs que por otro lado no dejaban de aprender y de olvidar. Su acumulación de conocimientos, por un tiempo, nos hizo avanzar en ciencias y tecnología. Sus olvidos nos condujeron por las dos Revoluciones mundiales y sus respectivas segunda y tercera edad media. Tan sólo sesenta años después de aquella lluvia estalló la primera Revolución, de esta surgieron normas estériles, que intentaban hacer más fácil la convivencia. Contra lo que se pudiera pensar, pasados los primeros cien años, los ancianos trentañeros habían sido diezmados por accidentes, enfermedades, hambre y guerras y a los quinientos años sólo quedaban decenas.»
Aquí se dulcificó la expresion del religioso.
«Tuve la fortuna de conocer a el último de esos inmortales. Fue hace cuatro años, cuando estuve destinado en el hospital psiquiátrico de Roma, se llamaba Jeusepe Mondarani. Había sido ingeniero informático de éxito en el inicio del milenio. A no ser que mirases su mirada, nunca habrías calculado su edad por encima de la treintena, pero tenía quinientos cincuenta y nueve años y una enfermedad tropical acavó con él. Murió sentado al sol de una preciosa mañana de mayo y no creo que estuviera loco. En este altar guardamos como reliquia una hoja de papel en la que escribió la tarde en la que murió palabras inconexas a las que no encuentro sentido, pero entre esas frases estaban estas:
"...La vida eterna no existe para el todo, así que es imposible que exista para esta infinitesimal parte del todo a la que llamáis Jeusepe"... O estas otras:
«...Al fin y al cavo el universo es un ser vivo demasiado grande como para no tener conciencia de si mismo, que como nosotros nació con una honda expansiva. ¿Y cuando frío y a punto de morir, desperdiciada ya casi toda su entropía, no pensará como nosotros !qué corto ha sido todo! o somos todos juntos como especie algo más que un escalofrío en su memoria?..."
Queridos hermanos. Nuestros laicos detractores defienden que sólo era una idea garabateada en un papel por un loco demasiado viejo.» hizo una estudiada pausa y prosiguió. «Pero yo os digo, que por mucho menos se han fundado religiones. Y nosotros creceremos en esta.» Con los brazos en alto y solemne actitud el sumo sacerdote dijo una palabra y levantándose al unísono, varios cientos de acólitos vestidos de amarillo rezaron a coro:
«Formamos parte de un tempestuso océano de mefítico miasma, del que no representamos ni siquiera el volumen de un menisco de probeta...»

Comentarios

  • NeverwinterNeverwinter Gonzalo de Berceo s.XIII
    editado mayo 2013
    Buena reflexión sobre el funcionamiento humano ante comportamientos nuevos improbables (pero posibles) y que no tienen explicación. Las religiones surgen sobre las cosas que no entendemos y a las que buscamos dar una explicación sencilla y conformista.

    Por otro lado muy bueno el análisis científico, como biólogo lo veo muy bien tratado, si acaso decir que la no eliminación de los telómeros no sólo podría producir tumores, si no que alteraría el equilibrio construcción-destrucción en los tejidos de mayor desgaste como la piel (es decir, que tendríamos piel para aburrir), pero eso son teorías no comprobadas, en lo que sí se sabe has incidido bien.

    Así que, buen relato, sólo ten cuidado con las faltas de ortografía, que hay varias.
    Un saludo.
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