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LA MUERTE SE VISTE DE NEGRO 2ª Parte

antopealverantopealver Pedro Abad s.XII
editado septiembre 2012 en Terror
La tormentosa noche, dio paso a una mañana despejada y soleada. Los retumbantes truenos dejaron su sitio al canoro canto de golondrinas y jilgueros.
En una vieja plazoleta de la capital alavesa, un grupo de niños y niñas jugaban sobre el terreno mojado al orí o escondite. Orí es el grito con el que los escondidos avisaban al buscador para que iniciara el juego.
En esta ocasión, la escondida era Paula; una niña de siete años que, velozmente, se agazapó detrás de una columna de los soportales de la vieja plaza, pensando que allí tardarían en encontrarla. Su hermano Ignacio, que la conocía suficientemente, no tardó en dar con ella. Le llegó por detrás con las manos desmayadas hacia abajo y en plano horizontal, y para asustarla, puso la voz grave dentro de sus posibilidades, ya que el niño solo tenía trece años y su dicción no alcanzaba todavía un tono varonil: -¡¡uuuuhhh…soy el sacamanteeecas y vengo para llevarte en el saaaco…!! La niña, abrumada por el sobresalto, se echó a llorar desconsoladamente. Su hermano, enseguida, comenzó a acariciarle el pelo y a abrazarla, sabedor de que había herido la sensibilidad de su tierna hermanita:- ¡Pero si es una broma!; vamos, vamos; no llores más. Venga, marchémonos a casa que se está haciendo tarde.

En la otra punta de la ciudad, se situaba la jefatura central de la policía. Era un edificio majestuoso; su entrada poseía un gran pórtico con columnas-dos a cada lado-custodiado por sendos policías de número, con sus mosquetones provistos de bayoneta.
El comisario Morales, hombre de aspecto hosco pero de una infinita bondad, llegó en un carruaje tirado por dos caballos que le dejó, justo, delante de las escalinatas que daban acceso al edificio. Este, se detuvo, miró al cielo para cerciorarse de que el tiempo no le sería adverso y cubrió sus hombros con la nueva capa que su esposa, Luisa, le había regalado para que la llevara en ocasiones como esta; ya que, aunque el sol lucía en todo su esplendor, la mañana se mostraba con un aire norteño que calaba los huesos. Miró con cierta nostalgia aquella casa palatina donde prestó, en su juventud, sus primeros servicios y que, por su resolución a la hora de acometer los casos que acontecían a diario, le condujeron a regir con mano firme la gendarmería de la ciudad en la que vive desde hace ya treinta años.
Subió las escalinatas con determinación pero con acusado renqueo, debido a una artrosis galopante que le llevaba por la calle de la amargura y que se iba acentuando con el paso de los años. Los dos custodios de la puerta, se aprestaron a saludar al comisario al estilo militar, con el mosquetón en la mano izquierda en posición de firmes y con el brazo derecho extendido sobre el pecho y horizontal al suelo. – ¡Descansad…y buenos días, muchachos!
Era muy conocido en aquellas dependencias, ya que además de ser maestro de policías, acudía por allí dos o tres veces al año a entregar cuentas. Se dirigió presuroso hacia el despacho del comisario jefe, a la sazón antiguo camarada y compañero de fatigas. Dio un ligero toque con los nudillos al tiempo que iba abriendo la puerta lentamente, pensando en sorprender a su viejo amigo. Y a fe que lo consiguió: -¡Pero hombre, Morales!: ¿Tú por aquí? Venga…, a mis brazos. Los dos se fundieron en un efusivo abrazo y se estuvieron palmeando las espaldas alrededor de cuarenta segundos. Cuando hubieron saciado su alegría por el reencuentro, el comisario jefe Echeverría se dirigió a una coqueta consola situada en una de las paredes del despacho y se dispuso a colmar dos pequeños vasitos de un coñac añejo, con nombre de algún príncipe que medio llenaba la botella de vidrio color ámbar.
-Toma, esto te hará entrar en calor. Vamos a sentarnos en el sofá y me cuentas qué te trae por aquí.
-Mira, mi querido amigo: anoche fue hallado en mi ciudad, el cuerpo sin vida de una prostituta. Tenemos ciertas evidencias de que fue vilmente asesinada por algún sádico demente y…tú sabes que hace un par de meses, aquí, en Vitoria, ocurrió un hecho similar, y he pensado…
El comisario Morales narró los hechos meticulosamente al comisario jefe. Este, una vez interiorizado el relato y concernido por el calado de los hechos, le comunicó a su subordinado, y sin embargo amigo, que él estaba igual; no tenía nada.
-No obstante…,-coligió el comisario jefe- corre por ahí el rumor-tal vez sea una leyenda urbana-de que un espectro anda por las noches asesinando chicas y raptando niños; unos le llaman el hombre del saco, otros el sacamantecas…en fin…, no sé… Yo creo que son patrañas de ciudad pequeña.
-¡El sacamantecas! Sí, he oído hablar de él. Allá en el pueblo dicen, también, haberlo visto por las noches.
-Bueno… ¿sabes lo que te digo? Que te quedas a comer en mi casa-le espetó mientras golpeaba la rodilla de Morales con la palma de su mano-.
-No…, yo no…
-¡No se hable más! Allí seguiremos hablando de este escabroso asunto. Y además…le darás una alegría a Mariana, que a menudo me pregunta por ti.

Paulita y su hermano Ignacio andaban, junto a sus otros tres hermanos, esperando el guiso de mediodía que habrían de echarse al coleto y que su madre tenía ya casi acabado, dándole ya los últimos golpes de cocción.
La niña, aburrida, miró a Ignacio fijamente y le dijo: -Anda, por qué no me cuentas algo del sacamantecas; ¿Cómo es? ¿Cómo viste? ¿Es alto? ¿Es bajo? Anda por favor-le insistía con voz lastimera sabedora de que si perseveraba, conseguiría sacarle a su hermano la historia de la alimaña nocturna-.
-¡No, ahora no que vamos a almorzar!
-¡Sí, quiero ahora!; le respondió ella autoritaria, dando pataditas en el suelo.
-Vaaale; pero prométeme que cuando juguemos al orí, yo seré siempre el que te busque.
-Sí, de acuerdo. La niña se sentía feliz al comprobar que había logrado su propósito.
-Está bien. Poniendo voz misteriosa, empezó Ignacio su relato: dicen que una noche, un niño se negaba a echarse a la boca cualquier alimento que su madre pretendiera darle. Decía entre llantos que estaba enfermo y que no quería comer nada. Su madre, para obligarle a comer, le dijo: -¡O te comes la cena, o vendrá el sacamantecas y te llevará en un saco para sacarte la grasa de tu cuerpo y hacer jabón con ella! El niño endeble, seguía llorando y sin querer probar bocado. Su madre, ya harta, le mandó a la cama tras unos contundentes y aleccionadores azotes bien dirigidos a las nalgas del párvulo.
Cuentan que al rato, la madre del niño, al no oírle llorar, subió a la alcoba de este y se encontró la cama deshecha y vacía. Ella se puso a llorar y a gritar de forma desesperada.
Aquella misma noche, el padre organizó una batida junto con algunos vecinos del pueblo…; pero resultó imposible. El niño nunca apareció. La gente, a partir de aquel hecho, creó la figura del sacamantecas; él, decían, se había llevado al niño.
Paulita quedó absorta tras la narración de aquella terrible historia-tal vez inventada por las mentes calenturientas de aquellos pueblecitos del norte. Esa noche, Paulita, casi no pudo dormir. La idea que se había forjado de aquel hombretón vestido de negro y con un saco al hombro, la dejaría marcada para siempre.
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