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Los ecos del amor.

MccartneyMccartney Anónimo s.XI
editado enero 2012 en Taller de Prosa
Buenas, soy un joven ``escritor´´ (no me puedo considerar eso) de 17 años, de madrid, y este sera el primer relato que os muestre aqui, a ver que os parece:

- Esta noche soñé que los dientes se me caían. Todos, sin excepción. Algo malo va a pasar.

Estas fueron las primeras palabras de Jimena Marco al despertar. Ramón Montalbán, su marido desde hacía ocho años, estaba despierto. No había podido dormir, la melancolía perpetua que vivía en él, no se lo permitió. Los dos estaban desnudos sobre la gran cama blanca. Ramón estaba incorporado, mirando a través de la ventana el mundo que se extendía ante él. Miraba aquí y allá, como si estuviera estudiando o analizando cada detalle, cada color, cada figura y cada sombra. El sol empezaba a despuntar por detrás de los edificios grises, coronados por antenas. El alba se ofrecía al mundo como una promesa de luz, que en poco tiempo regaría todo. Las nubes blancas estaban imbuidas en esta promesa de luz, que las dotaba de un color grana. Las primeras aves empezaban a volar con la intención de pasar un día más. De perder un día más. Se levantó, desnudo, y se dirigió hacía el amplio salón, decorado con posters de grupos de rock de los sesenta, como los Beatles o los Rolling Stones. Se acercó con sigilo de felino a la mesa que yacía muerta en medio de la habitación. Cogió un cigarrillo, se lo puso entre los labios, lo encendió, dio una calada y el humo, saliendo de su boca, parecía gritar: ¡Bueno, hoy vuelve a tocar echar un par de cojones! Se sentó a la mesa y agarró un papel en blanco que había por allí, siguiendo este procedimiento maquinal, espontáneo, cogió un bolígrafo. Posó la mano izquierda, la que sostenía con delicadeza el bolígrafo, sobre el papel, y comenzó a escribir. Era una letra depurada, clara, fácil de entender. Las palabras también parecían sencillas. Solo lo parecían. En pocos minutos terminó, mirando satisfecho el papel. Acto seguido lo arrugó, haciendo una bola. Abrió la ventana, lo quemó y dejó que el viento esparciera su poesía por toda la ciudad. Escuchó el ladrido de un perro. La ciudad despertaba de su letargo. Las farolas se apagaban lentamente, una a una, al igual que las estrellas en el cielo. Si se prestaba la suficiente atención, se podía escuchar el lejano ruido de los coches. Ramón pensaba que aquel sonido era similar al ir y venir de las olas. Y puede que tuviera razón. Después de quemar el papel arrugado, volvió a la habitación, volviéndose a tumbar, contemplando el mismo paisaje que antes. Harto de este paisaje volvió la cabeza hacia su mujer. Vio como se hinchaba y deshinchaba su cuerpo, acompasado con la respiración. Desde que la conoció no había cambiado un ápice. Su pelo seguía siendo tan negro que cada vez que salía la luna, la noche palidecía de envidia. La constelación de sus lunares seguía teniendo el mismo poder magnético que antaño. Y su cuerpo no había sufrido aún el efecto inclemente de la gravedad. Y en ese momento, Jimena Marco se despertó de un salto para comunicar a su marido lo que había soñado.

- No digas tonterías. Los sueños, sueños son, y nada más. No hay que darle más importancia.
- Pero Ramón, tu bien sabes lo que decía mi madre: ``mal asunto eso de soñar con que a uno se le caigan los dientes´´.


Lo cierto era que Ramón nunca había creído en supersticiones, pero aquella vez, de forma inexplicable, el corazón le pegó un brinco.

- No te preocupes, nada malo va a pasar – dijo Ramón después de dar un beso a su mujer, mientras la acariciaba la espalda.

Jimena Marco, pasó los dos brazos por el cuello de su marido y le devolvió el beso.
- Supongo que tienes razón.

Y después de soltar un suspiro, se abalanzó sobre él, tumbándole en la cama.

- Y ahora vamos a aprovechar esa erección matutina tan fantástica.

Y mientras el mundo se desperezaba, mientras el alba dejaba de ser una promesa para convertirse en una realidad, mientras los oficinistas se ponían sus corbatas y cogían sus maletines, ellos hicieron el amor, olvidándose del ruido exterior, como si vivieran en una nube diferente al resto. El torbellino de pasión arrancaba a su paso todo lo malo, dejando solo una tierra estéril y yerma, donde habitaban solo ellos dos, como si fueran unos Adán y Eva contemporáneos. Pero la compenetrada eyaculación les devolvió al mundo real, al mundo donde pasan cosas malas. Ella pasaba sus manos, pequeñas y ágiles, por la espalda de él, como si quisiera aprenderse de memoria el sendero que recorrían las gotitas de sudor antes de morir. Él acariciaba su pelo, como aquel que toca un instrumento musical, con delicadeza, para que siga sonando de forma cálida y precisa.
Se quedaron abrazados largo rato, mirándose a los ojos. Habían quedado atrás los tiempos en los que él miraba sus ojos marrones, con una pequeña mancha en el iris,
y no veía nada más que un pozo de incertidumbre, nada más que los ojos de una cercana desconocida. Pero ya no, ahora los veía con claridad. Podía ver como sus sentimientos serpenteaban de forma abstracta por todo el glóbulo ocular. Podía ver el pasado y el presente, como si aquel ojo fuera la bola de cristal de una bruja milenaria, encorvada, verrugosa, forajida en su cueva tenebrosa y sin fondo.
Después de aquel abrazo interminable, fueron a la cocina a preparar el desayuno. Ella hizo café, él hizo zumo de naranja. Desde la cocina se escuchaban los susurros del viento. Quizá estaba leyendo lo que quedaba de aquel poema, que ahora no era nada más que cenizas fúnebres. Las tostadas se quemaron, pero ahora no importaba nada, aún flotaba por toda la casa el fragante aroma de la felicidad. El café sabía amargo, el zumo de naranja no sabía a naranja. Daba igual. Encendieron la televisión. Estaba cerca el fin del mundo: la Tierra había perdido su campo gravitatorio. Pero no importaba una mierda. Abrazados, vieron desde la ventana como todo ascendía inexorable al espacio, incluida su casa, incluidos ellos. Volvieron a hacer el amor, mientras flotaban ingrávidos en el aire. Eran felices. El destino, hijo de puta la mayoría de las veces, había hecho que se conocieran, había hecho que fueran a morir juntos.
Entraron en el espacio. Eran felices, se besaron. Aquel beso dulce, fue el más intenso capricho de la humedad. Se besaron mientras sus cuerpos se hinchaban de forma dolorosa. Murieron besándose, felices, mientras poco a poco explotaban, sin hacer ruido, gracias a la fuerza demoledora del frío espacio exterior. Los ecos de su amor se esparcieron por todo el espacio, igual que el poema de él. Los ecos de su amor llegaron a sitios donde nada pudo llegar jamás. Los ecos de su amor escaparon de la galaxia. Los ecos de su amor se fundieron con la nada, nadando entre escombros, escombros de nada.

Comentarios

  • amparo bonillaamparo bonilla Bibliotecari@
    editado enero 2012
    Ahhh, que bonito morir asi, sin importar que se caiga el mundo:):):p:D

    Dentro de lo trágico, me gustó el final:eek::):p

    Bienvenido:):p:D
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