No todo era color de rosa. Su cuerpo estaba destruido, su mente se arrastraba por pasillos oscuros, y la vida se le escurría como a través de una rejilla. Odiaba las muletas, las zondas y el incómodo marcapasos. Al menos podía seguir pintando. Encerrado en su estudio, con alguna pieza de Mozart en el estéreo empezaba a trazar las primeras pinceladas. Se manejaba allí con una antigua silla de ruedas para ir de un rincón al otro de la habitación cambiando la música, agarrando pomos de óleo o enjuagando los pinceles.
Empezó con un manchón carmesí, apresurado y enorme en el centro del lienzo. Casi que olía a sangre, que brotaba del cuerpo acribillado y lo bañaba, en una caricia cálida. Tomó un pincel más fino, y con tono ocre delineó los contornos del primer garabato. Le temblaba un poco el pulso, como desde hace un tiempo, pero era un toque de distinción, trémulo. Se rascó las sienes para aclarar su mente, no sabía qué más agregar a esa obra insulsa. Desfilaban por su mente las secuencias del caos, el sonido visceral del maletín estrellándose en un charco, los pasos de los camilleros. Sin pensarlo, tomó un pomo de lila y presionándolo abruptamente, escupió con él líneas que iban y venían, superpuestas, y lo arruinaban todo. Se hacía mucho y se ganaba poco, como una serie de cirugías reconstructivas.
Así, fue que pintó la peor mierda que pudo haber hecho, y se parecía tanto a él. Desgarbada, descompaginada, descolgada, forzada: como un cuerpo maltrecho, inútil.
Lo invadió una impotencia macabra, una danza de la muerte que venía a bailar con el lisiado. Se dirigió a la cocina, tomó un cuchillo y lo llevó al estudio. Se arrancó el marcapasos en un espasmo de dolor y se dejó caer de la silla y, ya en el suelo de cerámica blanca, se apuñaló superficialmente en cada cicatriz que le dejaron los disparos. La sangre brotaba otra vez, cubriendo cicatrices, y las heridas se abrían. De fondo, Mozart aclimataba con un réquiem, y le marcaba los pazos de la pieza.
El viejo pintor reptaba por el suelo, apoyándose en sus brazos, y desangrándose por la presión de la fuerza ejercida. Se sentía débil, herido, perpetrado. Su cuerpo entero era una mano gigante que, atrevida, supuraba el pigmento tibio que habría de plasmar la obra.
Terminó el trabajo y se durmió, sumido en una obscuridad interminable, pero feliz. Despertó esperando ver los fluorescentes del hospital otra vez, el suero a un lado y la enfermera dándole los buenos días. Su visión se aclaró y vio una luz, encandiladora y dorada. De fondo, suaves voces cantantes que le convidaban tranquilidad. Pensó en su madre, sus hermanos y en qué se sentiría encontrarse con ellos, en volver a los abrazos, las risas y las caricias. Se preguntó si eso era la muerte; ese encierro, esa paz.
Un silencio rompió la atmósfera, dejándolo presa del miedo, el desconcierto y la consecuente angustia. Pero enseguida, la verdad se desnudó para él: la sangre estaba seca, la obra consumada, y el disco de Mozart había terminado.
Comentarios
Se me escapa el detalle de por qué se encuentra herido y enfermo, ¿tal vez un atraco?
A parte algún retoque a la sintáxis por aquí y por allá, ojo: pasos (no pazos).;)